La imagen en 2018 le dio la vuelta al mundo: una pequeña, de escasos 4 o 5 años, vestida de saquito y zapatos rosa, llorado a los pies de un par de funcionarios de la guardia que custodia la frontera entre México y Estados Unidos, desesperada ante la sola idea de no saber en dónde estaban sus padres.
Al igual que millones, la escritora Isabel Allende, considerada la autora viva más vendida y leída en lengua castellana, asistió a esa cara dolorosa de la migración, en vivo y en directo. El tema la tocaba de cerca. Es que ella misma ha sido una migrante toda su vida y desde hace varios años tiene una fundación que asiste a personas que salen ilegalmente de sus países persiguiendo tiempos mejores.
Conmovida, echó mano del que ha sido su oficio desde hace cuatro décadas: escribir. Y de esa rabia nació El viento conoce mi nombre, que recién llegó a las librerías y que recoge la historia de Samuel Adler, un niño judío austriaco refugiado que nunca más volvió a ver a su familia; y de Anita Díaz, que, 80 años después, huye con su madre de El Salvador hacia Estados Unidos, pero que se estrella con una nueva política gubernamental que las separa.
La autora conversó con SEMANA.
SEMANA: ¿Por qué le genera tanta sensibilidad la migración?
Isabel Allende: He sido una eterna desplazada, hija de diplomáticos. Vivía cambiándome de país cada dos años. Después fui refugiada política, así que sé lo que significa salir forzadamente de tu patria. Y he sido migrante en Estados Unidos, donde tengo una fundación que trabaja con mujeres y niños. Y muchos de los programas que tenemos son en la frontera sur con México. Es un problema muy presente para mí. Claro, he sido una migrante privilegiada. Llegué a una Venezuela saudita, en los setenta. Un país rico, generoso, abierto, al que llegaban millones de inmigrantes. Y en mi caso encontré amistades, trabajo y un país hospitalario. Después vine enamorada a Estados Unidos, y pronto me casé; nunca fui indocumentada y pude traer con el tiempo a mis hijos. La mía fue una situación muy distinta a la que viven millones de inmigrantes que llegan a este país. De millones que, justo en este momento que conversamos, están tratando de ingresar.
SEMANA: Esta novela tiene un título precioso, El viento conoce mi nombre. Y eso lleva a pensar que uno de los grandes dramas es que los migrantes se vuelven solo cifras, pierden su identidad…
I.A.: Es doloroso; 80 millones de refugiados no significan nada hasta que le ves la cara a uno solo. Y además en la frontera con Estados Unidos, cuando separan a las familias, les ponen un número a los niños para que no se pierdan en el sistema. Es que muchos de ellos son tan pequeños que ni siquiera pueden decir bien sus nombres. Y la idea de que te pongan un número tiene un eco terrible a lo que pasaba en los campos de concentración en Alemania, donde a los judíos les tatuaban un número. Ese paralelo es brutal.
SEMANA: Hablemos de los personajes de esta novela y de dos historias que ocurren en Viena y Arizona, en dos lugares y fechas distintos. Queda uno con la sensación de que la migración forzada formará parte siempre de la historia de la humanidad…
I.A.: El personaje principal, Samuel, tiene 86 años y está traumado. Y se conecta con Anita, que vive esa misma sensación. Él fue un migrante (en su caso de la guerra), entiende el drama de Anita, que se haga pipí en la cama, que no quiera hablar. A él le pasó lo mismo en Austria. Cuando me siento a escribir no tengo un mapa o un guion de para dónde voy. Las cosas se van dando de forma casi mágica, los personajes empiezan a tomar cuerpo y a contarme sus vidas y van apareciendo detalles por aquí y por allá. Eso me ha pasado en 40 años que llevo escribiendo.
SEMANA: ¿Dé dónde salieron estas historias? ¿De su trabajo cercano con migrantes? ¿Tienen alguna conexión real?
I.A.: Tengo la facilidad de conocer estas historias a través de mi fundación. Y al final del libro menciono las organizaciones que me ayudaron en el proceso de investigación. En el caso concreto de Anita, se trata de una niña ciega que entró a Estados Unidos con su hermanito de 4 años y su madre, y los separaron en la frontera. La madre se perdió en el sistema por ocho meses y cuando los pudieron reunir se presentaron ante un juez que los deportó a México y nunca más volvimos a saber de ellos.
SEMANA: Usted habla de ‘humanizar’ la migración. ¿Eso es realmente posible para los gobiernos que enfrentan esta situación, con miles y miles de personas tratando de ingresar ilegalmente en sus países?
I.A.: No hay soluciones fáciles. Ningún gobierno la ha encontrado. Pero no se puede permitir que exista una política de sistemática crueldad que separa a las familias. En Estados Unidos se podría facilitar el proceso porque los migrantes acá son absolutamente necesarios, pues hacen trabajos que ningún americano haría por ese dinero y en esas condiciones. Incluso, los niños están trabajando. Existe un tráfico de menores que los emplean en trabajos que nadie más quiere. Entonces, si estas personas tuvieran un permiso de trabajo, no estarían ilegales. No tendrían que soportar condiciones infrahumanas. Y podrían regresar a su país y entrar de nuevo a trabajar. Eso ocurría en los cincuenta, con trabajadores a los que llamaban los braceros. Venían a trabajar en agricultura por temporadas y se devolvían a su país.
SEMANA: Pero detrás de los migrantes están también situaciones sociales muy complejas en sus países, que hacen precisamente que no quieran regresar…
I.A.: Claro, es que mientras haya extrema violencia y pobreza, la gente seguirá saliendo en masa. Mientras existan, por ejemplo, esas grandes tasas de feminicidios en nuestros países, las mujeres se seguirán sintiendo en riesgo y van a querer salir. No había refugiados de Ucrania hasta que llegó la guerra con Rusia. No había refugiados de Siria hasta la guerra civil en ese país. O de Afganistán, donde hoy el 97 por ciento de su población vive con hambre. En los países centroamericanos, hasta que no se resuelva la violencia de maras, narcotraficantes y gobiernos corruptos, no se va a resolver el problema de la gran migración. Nadie quiere dejar su patria.
SEMANA: ¿Será que está sobrevalorado el llamado sueño americano?
I.A.: Completamente. Pero el sueño americano es un mito desde hace 100 años. Hubo una ola de migrantes que vinieron de Europa a un país que los recibió con los brazos abiertos porque estaba despoblado. Llegaron de los países escandinavos, de Italia, de Inglaterra, de Irlanda, y encontraron espacio de sobra. Ahora, esos nietos e hijos de esos primeros migrantes son los más antiinmigrantes en Estados Unidos.
SEMANA: Se vio precisamente en la campaña de Donald Trump que lo llevó a la presidencia, en la que una parte de quienes lo apoyaban eran descendientes de inmigrantes. ¿La asusta su regreso?
I.A.: Claro que sí. Un segundo gobierno de Trump se va a basar en el miedo y la revancha. En castigar a todos los que no lo apoyaron. En todas partes del mundo existe un porcentaje de la población que añora a una figura autoritaria, pues cree que eso les da seguridad. No es un problema solamente de los norteamericanos. Con Trump o sin Trump, ese 40 por ciento que lo apoya siempre seguirá allí.