No es fácil para ninguna institución cultural llegar a los 41 años. Pero ese es apenas uno de los méritos del Festival de Música Andina Colombiana Mono Núñez. Si comenzó por todo lo alto (la primera edición tuvo como jurados a los compositores José A. Morales y Graciela Arango de Tobón), hoy es el evento más importante del bambuco y el pasillo por la constancia. Quienes hayan estado en Ginebra, Valle, durante alguno de los festivales, sabrán del entusiasmo que genera entre músicos y oyentes. El público se emociona, apuesta, cifra sus esperanzas en determinados artistas y, al final, celebra o critica la decisión del jurado con un apasionamiento difícil de entender para quienes observan desde fuera. El ideal, como en todo concurso, es que coincidan el termómetro del público y el criterio del jurado. En esas ocasiones todos salen contentos. Pero la mayoría de las veces hay controversia y los aficionados siguen discutiendo los resultados semanas después en las tertulias y, últimamente, en internet. Todo este fenómeno ayuda a que la música del interior del país se mantenga viva. No son tiempos fáciles para este arte, si bien se siguen produciendo excelentes grabaciones. Los medios de comunicación llevan años privilegiando los ritmos de la costa Atlántica y, recientemente, también del litoral Pacífico. El último tema de la zona andina que repercutió en todo el país fue La cucharita, en 1981. ¿Por qué? El musicólo-go Óscar Hernández, de la Universidad Javeriana, hace este análisis en el libro que ganó en 2014 el Premio Casa de las Américas: Los mitos de la música nacional. Afirma que en Colombia se asocia a la costa con la alegría y a las montañas con la tristeza. “Son construcciones míticas que han tenido un efecto real sobre la subjetividad colombiana”, explica. “La idea que se exporta de Colombia es la de un país rumbero. La música andina, entonces, quedó marcada como melancólica, pero en realidad ahí se encuentran muchas más expresiones”. Pero tal vez el reto más grande que debe afrontar el Festival Mono Núñez es conciliar su compromiso de tradición con la necesidad de avance que expresan las nuevas generaciones de músicos. Todavía se recuerda el abucheo que recibió el grupo Puerto Candelaria, en 2001, por interpretar un pasillo con influencia de jazz, y el descrédito para el trío Palos y Cuerdas en la final de 2006 por haber tocado instrumentos eléctricos (incluso el diario El Tiempo anotó entonces que el conjunto “se electrocutó en el intento de ganar el premio”). En los estatutos del concurso se habla de “preservar, fomentar y difundir” la música, pero no de innovar. Solo el empeño de muchos concursantes jóvenes que experimentan y asumen riesgos garantiza que estas músicas no se queden anquilosadas. Y en ocasiones excepcionales, el jurado ha optado por premiar esos atrevimientos: el Trío Nueva Colombia en 1992 y el conjunto Tríptico en 2007 representaron visiones progresivas en su momento, alejadas del imaginario del pasado. Una gestora cultural que pidió reserva de su nombre, dice: “Es increíble, pero mucha gente va al Mono Núñez para seguir oyendo ‘La gata golosa’”. Carlos Acosta, ganador de 2006 con su conjunto El Barbero del Socorro, tiene al respecto una visión crítica pero esperanzadora. Si bien opina que “a nivel de letras, seguimos siendo cursis”, no piensa que reinterpretar la música de antaño implique un estancamiento: “La música se está renovando sola. Tú tomas una composición de 80 años y la parte dinámica viene con tu interpretación”. Cuando un músico hace una pieza nueva, por revolucionaria que sea, no busca destruir el pasado sino sumarse a la historia. Cualquier jurado tendría la obligación de entender esto. Pero circula, por ejemplo, la anécdota de una noche en que la cantante antioqueña Claudia Gómez interpretó una versión del bambuco Rosalinda con una nueva armonía, y un miembro del jurado exclamó, en voz no suficientemente baja: “Ve, eso que acaba de cantar ella tenía la misma letra del bambuco ‘Rosalinda’”. Tal vez un mayor equilibrio entre tradición e innovación haría que más gente se interesara por lo que sucede en el festival. Y lo que hoy es transmitido apenas por la Radio Nacional y algunas emisoras culturales de la zona cafetera podría convertirse en el contenido noticioso de nuevos medios. Como sea, nadie le quita su prestigio al Mono Núñez. Es indiscutible que ha sido semillero de grandes talentos. La cantante María Mulata lo ganó en 2003 (como integrante de un dueto con su hermano mayor), y a partir de entonces se le abrieron nuevos caminos que la han llevado al triunfo en escenarios internacionales como Viña del Mar. El percusionista Humberto Valencia de Ensamble Cruzao, ganador en 2012, reflexiona: “Lo interesante no es ganar, sino lo que pasa después: ‘¿Te ganaste el Mono Núñez? Entonces tienes que ser bueno’. La gente te va a querer en más conciertos”. Por eso, por la adrenalina que sigue generando esta música pese a todo, volverá a llenarse el coliseo Gerardo Arellano de Ginebra entre el jueves 4 y el domingo 7 de junio.