Tendrá lugar en otros espacios de proyección, en galerías y salones, hasta el sábado, cuando clausure su décima edición, pero esta noche de apertura el Festival Villa del Cine tuvo lugar en lo que se puede llamar un espacio no convencional, que desde la onda que congrega sopesa sus problemas como espacio para ver cine. Es un restaurante, y hay sonidos de restaurante, y desniveles, y bardas, y obstáculos, y charlas, y meseras y meseros que hacen muy bien su trabajo, pero una vez uno se hace a la idea, y la mayoría de los asistentes se hicieron a la idea, es un gran parchadero en el cual se puede apreciar cine en comunidad (así a veces toque completar un diálogo, así toque entender que no todo se escuchará pero que se puede seguir el hilo si se quiere).
Como lugar huésped, El Patio permitió además, desde su tarima, que el evento abriera con un bello concierto de jazz con proyección de imágenes y correlación temática, si bien no directa (no importó que no todas las canciones no tuvieran imágenes de la película en cuestión, la intención valió). El ensamble de jazz de Villa de Leyva tocó música ligada al cine, sonidos que alimentaron películas, que las elevaron. No impecable, no lo fue, pero el concierto dejó impreso el sello de la noche, eso que tuvieron todas las producciones que se presentaron: ganas, recursividad, entrega y corazón.
Después del jazz vino el cine. La tanda empezó con el cortometraje nacional Verdad o reto, escrito y dirigido por Liz Rátiva, parte de la Selección Oficial Apasionado del festival, que entregó una mirada genuina y cautivante a un “bizarre love triangle” entre dos jóvenes que se puyan y se retan a robar, a resistirse a robar, y una chica que oscila entre ambos con fluidísima ambigüedad. La mirada que no ofrece respuestas y sí el desconcierto de la vida misma.
Luego vinieron dos suspiros llenos de sustancia. Primero, de la Selección Oficial Cortometraje Vertical, The Man Who Would Be Meme del parisino Ambroise Pierrou, una curiosamente trágica observación de cinco minutos al fenómeno de querer ser viral desde la vida y la despedida de un chico que a eso aspiró (y las reacciones de las mujeres que rodearon su existencia).
Le siguió luego una notable producción de 17 segundos, de la Selección Oficial Cortometraje Celular, The Beast del mexicano Alejandro Cervantes. Esta dejó un brochazo de fantasía infantil aterrizada, pero fantasía de todas formas. Estuvo bien que la organización lo haya repetido, pues valía la pena vivirlo de nuevo. Es curioso cómo en esta producción uno se demora más leyendo la reseña misma que experimentándolo, y aún así, la vivencia se justifica.
Por último, vino el largometraje, la película Inaugural, que integra la Selección Oficial Ópera Prima, Sin Clemencia. La producción colombiana dirigida por el argentino-mexicano de Mauro Mauad, aborda lo fácil que una amistad de décadas, entre hombres que se conocen desde niños, puede derivar en una guerra sin límites, que no admite final porque la terquedad consigue cegar toda razón. Todo por una vaca, por un tecnicismo.
Hay que reconocerle a la película que edifica una expectativa real sobre lo que va a suceder con sus personajes, con el conflicto absurdo, con el amor que se ve afectado, y, sobre todo, que no traiciona el oscuro sentido del humor que va planteando ambiguamente, porque es claro que refleja de realidades dramáticas. Cuando no haya guerra, quizás somos capaz de inventárnosla. Veinte personas hicieron de esta película una realidad.
Un pequeño lunar, quizá, muy a nivel personal, el uso de la música. Trató de reflejar la tierra en la que se grabó (El Meta) pero en algo no me cerró con el tono de la película. Por último, aquí abajo compartimos una imagen/afiche de la película que compartió su director unas semanas atrás.
No los podremos vivir todos, pero se agradece lo que se podrá experimentar en la Villa de Leyva, donde quedan más días y muchas más películas y masterclasses por vivir. En esta 10a edición, este festival ratifica que se hace especial desde su curaduría, desde el público que congrega y desde la energía de esta tierra mágica, árida de color pero marcada por una fertilidad artística inagotable y una onda para que las cosas sucedan.
Porque, en medio de esos sonidos de restaurante, así sonara una licuadora de vez en cuando, la gente conectó con las películas, reaccionó, vibró, se rio y experimento el desconcierto que solo el séptimo arte sabe conjugar.
¿Qué más se puede pedir en un encuentro así?