Lo que sucedió esta semana, gracias a la fuerza de las víctimas del secuestro perpetrado por las Farc-EP, de la claridad de método la JEP y de la franqueza de los reincorporados de dicha guerrilla a la vida civil, fue historia pura, y quedará en el registro para necesaria consulta y difusión (en Colombia y en el mundo) porque jugó en otro estadio, el humano, incluso más poderoso y amplio que el del arte. Se trató de una construcción transformadora de verdad, de una sanación colectiva. Es complejo llamarle así a algo que nace del dolor desgarrador causado por crímenes de lesa humanidad, secuestros, torturas, desmembramientos, estigmatizaciones (hechos que persiguen a los sobrevivientes casi por el resto de sus días), pero eso fue y eso seguirá siendo entre más pasos dé.
Por más extraño que resulte, ese dolor, expresado por quienes lo sufrieron en carne propia y por los familiares de quienes jamás regresaron (y se quedaron con una incertidumbre angustiante y un vacío profundo que describieron para el país entero), luego aceptado por sus perpetradores en una macabra naturaleza de guerra plagada de arbitrariedades e ineptitudes, tiene efectos reparadores. El flagelo que marcó el país en el que crecí desde los años ochenta, el secuestro por cuenta de las Farc-EP, pasó ayer su brutal radiografía humana. Y cuando suceden estos actos se hace evidente que, sin ellos, el país no puede avanzar.
¿Todas las heridas van a sanar? No se puede pecar de inocencia y afirmarlo porque no todas las preguntas tienen respuesta, pero gracias a la JEP se vive en un país que trata de responder la mayor cantidad de preguntas que pueda, un país que no quiere seguir ocultando y que ve en revelar sus sombras la posibilidad de construir luz a futuro.
Víctimas y exguerrilleros (y todos los que desde la JEP posibilitan el encuentro) hicieron que esa palabra, exguerrillero, cobre el valor que necesita en un país como este. Porque un exguerrillero que hizo parte de un proceso de paz y ha jugado desde la institucionalidad por décadas acaba de ganar la presidencia, y más de 10 millones de votantes le tienen físico pavor a sus acciones. Ese miedo, en parte, viene de la desconfianza hacia otros exguerrilleros y guerrilleros (activos, como el ELN y los disidentes del proceso de paz). Estos, los de la cúpula de las reincorporadas Farc-EP, habían firmado su acuerdo de paz pero el país no había empezado a escucharlos aceptar sus terribles pecados y a trazar el mapa de porqué se cometieron estos y el marco en el que se cometieron. ¿Quién dio la orden? ¿Quién disparó? Eso ya está en marcha. Lo pudimos ver todos. Y quienes no, lo deben ver apenas les sea posible.
Para algunos estos hechos jamás serán suficientes, como jamás lo hubieran sido para otros en Sudáfrica, donde de haberles seguido la cuerda seguiría el Apartheid. Pero, para millones de colombianos tienen un impacto invaluable desde lo humano y no se pueden ni deben ignorar. Es un orgullo vivir en un país que toma estos pasos, y si se perdieron entre especulaciones sobre anuncios de la nueva presidencia y titulares sobre un encuentro Petro/Duque que no dejó más que una sabrosa foto de empalme, se hace necesario destacarlos todavía más.
La experiencia de ver las audiencias no es fácil. Y no debía serlo. Aquí había colombianos relatando sus pesadillas en vida, de caminar incansablemente hasta la enfermedad en condiciones que solo hombres y mujeres muy entrenados podían sobrevivir, de verse encadenados del cuello como animales, de tener que defecar ante los ojos de sus captores, de perder su dignidad de múltiples y terribles maneras. Aquí se escucharon también los testimonios de mujeres y hombres que perdieron a sus padres, hijos y hermanos reclamándole su verdad a estos señores que causaron esas pérdidas y esa destrucción afectiva. Por eso, ver las audiencias revuelve las entrañas, afecta, se ve con ojos llorosos. Es una experiencia trascendental que nos acerca a alcanzar metas como un país de paz, que una década atrás (y desde mucho antes) parecían imposibles.
En la dinámica planteada por este cara a cara frente al país, las víctimas hablaban primero. En algunos casos, no tenían plena fe o confianza en el proceso, y así lo expresaron, y eso lo hizo todo más valioso. Pero incluso en esos casos, entendían la importancia de hablar públicamente sobre temas que marcaron tan tristemente sus vidas y carreras y los persiguen psicológicamente. Algunos no habían compartido ni siquiera con su familia detalles de lo sucedido. Los tenían embotellados en lo más profundo de su alma hace 20 años o más.
Así, estas audiencias siembran un nuevo tipo de semilla. Son transmisiones que le cambian inevitablemente la vida al colombiano que se expone a ellas. Sobre todo, al ciudadano afortunado al que la guerra no lo ha tocado de cerca. Soy uno de esos, pero el privilegio no me nubla la empatía, al menos no en este fundamental tema, y agradezco profundamente haber visto lo que vi estos días: un evento que mostró mucho de lo que antes solo podría imaginarse al hablar de víctimas, y al opinar o sugerir cómo operaban las reincorporadas Farc-EP. Y queda tanto por revelar...
Se hizo algo que no pude dejar de ver. Atento estuve, descargo tras descargo, pregunta tras pregunta, reclamo tras reclamo de las muchas víctimas del secuestro de casi todos rincones del país (representativas de las decenas de miles más), secuestradas por motivos varios y con consecuencias muy distintas y siempre terribles. Y, luego de estos, no pude dejar de atender a las respuestas de los victimarios, quienes aceptaron su culpa y recibieron la enorme dosis de vergüenza histórica que les corresponde por cuenta de sus actos nefastos y órdenes de guerra.
No vi las treinta horas de estos vaivenes mediados por las tres magistradas, lideradas en este macro caso por Julieta Lemaitre Ripoll, cuyas intervenciones canalizaron muy bien lo que sucedía, apaciguaban a las víctimas que sentían alguna especie de obligación hacia el perdón, y anotaban puntos importantes cuando se hacía necesario, como cuanto recalcó que los victimarios no “pueden” ayudar a revelar la verdad, están obligados a hacerlo en este marco. La experiencia amplió considerablemente mi perspectiva de los hechos y me hizo parte del dolor y de las exigencias de esos colombianos que han sufrido por años, los secuestros, las desapariciones forzadas, las secuelas de una culpa injustamente atribuida y las secuelas posteriores (para aquellos que fueron liberados y luego la sociedad se encargó de revictimizar, a veces en varias ocasiones y por distintos grupos).
El proceso continuará más a fondo en los territorios, como debe ser, pues mucho se ha revelado y se ha aceptado, pero queda demasiado por escarbar y confirmar para darle paz, en la medida de lo posible, a quienes siguen sufriendo. La búsqueda de información continuará para que ese padre que no sabe dónde está el cuerpo de su hijo, que aseguró no odiar a los exguerrilleros pero no poder perdonarlos hasta conocer el paradero del cuerpo de su hijo, para rezarle un padrenuestro o un avemaría...
Vale anotar que la JEP aborda más actores del conflicto y que, en audiencias similares, previas, ya había puesto en el centro los crímenes perpetrados por otros actores armados del conflicto como los agentes estatales. Se juega a poner en conocimiento de la opinión pública un entramado de hechos macabros. Colombia está sacando sus trapos al sol, está lavando la ropa sucia en casa, pero desde la verdad, nunca más desde ocultar, tapar, negar o justificar lo injustificable.
Mucho cubre la idea de vivir sabroso, una que se ha tratado de reducir a gozo gratis y vago. Para muchas víctimas, esta vida, sabrosa o no, no incluirá felicidad completa, o incluso felicidad, pero sí la recuperación de su dignidad y de su buen nombre. Y eso pesa tanto que no es cuantificable. Y entre muchos reclamos que las víctimas expresaron, Augusto Elías Hinojosa le reclamó a los allí presentes que, desde su posición de senadores, hicieran algo por llevar oportunidades y educación a su región y a las otras en las que ejercieron su mortal control.
Hay una dicotomía aparente al principio de estas audiencias, una separación natural entre las víctimas cuyas vidas ha sido alteradas atrozmente y los victimarios. Pero, como lo verbalizaron acertadamente las magistradas (Catalina Díaz, Marcela Giraldo, Julieta Lemaitre), al someterse a este proceso, a este tipo de justicia, tanto víctimas como victimarios y sociedad civil comparten el mismo piso moral, el que rechaza todos los actos de lesa humanidad cometidos, todas las ramificaciones nefastas del secuestro, todas las vidas perdidas, las infancias rotas, los matrimonios quebrados y deshechos desde lo indecible.
Y entonces, además de las muchas lágrimas, hubo también profundos abrazos.