El color rojo está vivo, como un cartucho de dinamita. Las expresiones “los rojos” o “la roja”, por ejemplo, están cargadas de fuertes significados simbólicos e identitarios, como la energía, el instinto o la pureza. Porque el rojo es arrebatante, se posa sobre lo que merece la pena. Esto se debe a que nuestra relación con el color rojo es mucho más íntima y profunda de lo que pensamos. ¿Sabía que, por ejemplo, le debemos parte de nuestra humanidad?
La primera pintura, la que no se olvida
Goethe señaló dos hechos sorprendentes sobre el color rojo:
“Es notable la inclinación que por este color sienten los pueblos salvajes. Y cuando dejamos a los niños que por sí mismos jueguen con los colores, no olvidarán jamás el color rojo”.
Goethe dio en el clavo: el color rojo no se olvida. Su carácter primitivo deja en la memoria un registro que nadie olvida jamás.
El rojo es el color de la tierra primigenia, de la tierra oxidada, del ocre y de la arcilla. Ampliamente utilizado en las pinturas del arte rupestre, junto con el negro, el marrón y el amarillo, en muchas culturas es una pintura sagrada que surge espontánea de las entrañas de la propia naturaleza. Por ejemplo, el ocre rojo que, según Goethe, nunca olvidaremos, seguramente ha sido la primera pintura del Homo Sapiens.
En la conocida cueva Blombos de Sudáfrica, por ejemplo, se encontró una roca pintada a propósito, la más antigua que conocemos, de hace 75 000 años. Se trata de ocre, un mineral rico en hierro que al oxidarse se torna rojizo. El ocre es, de hecho, el pigmento natural más extendido de la superficie terrestre. Esa pequeña roca pintada en Blombos sugiere que los primeros Homo Sapiens ya sabían cómo utilizar el ocre para pintar de manera simbólica y creativa las paredes de sus cuevas y sus instrumentos de caza.
Pero podemos ir más allá en el tiempo. Ahora comenzamos a saber que el uso de pigmentos puede incluso ser bastante anterior. En las cuevas Kabwe de Zambia en África Central se han encontrado diversos utensilios con rastros que parecen pigmentos de hace 500 000 y 300 000 años. Muy anteriores incluso a la llegada del Homo Sapiens, de cuando todavía no había humanos pisando la Tierra.
Un pigmento sagrado, una práctica humanizante
El filósofo Ernst Cassirer definió al ser humano como un animal simbólico. Y otro filósofo, Ian Hacking, amplió su mirada, precisando que el origen de la representación simbólica no se limita al lenguaje natural, sino que se encuentra quizá un poco antes, en la expresión gestual y artística deliberada.
Pues bien, el hecho de encontrar pigmentos tan tempranamente indica que nuestros ancestros más lejanos, aunque todavía desprovistos de lenguaje, eran capaces de comportarse simbólicamente, según algunos estándares socialmente construidos. Y si esto fue así, entonces es difícil determinar si nosotros los humanos creamos la pintura roja, o si esta nos creó a nosotros.
Si el uso de pigmentos es anterior al lenguaje, eso sugiere que el arte simbólico es anterior al lenguaje. A partir de ahí, podemos especular que la fabricación de los primeros instrumentos complejos, anteriores incluso que las primeras formulaciones lingüísticas, corrieron en paralelo al arte, es decir, al uso simbólico, creativo y expresivo de los pigmentos.
Quizá, y sin que suene demasiado poético, es posible afirmar que literalmente hemos sido humanizados por el ocre rojo.
Un tinte de gran valor
Más tarde, en las sociedades más complejas, el pigmento rojo ha seguido guardando su privilegiada posición. Durante siglos, los pigmentos rojos más valorados y escasos se han utilizado para hacer trueques, para pagar impuestos o para hacer inversiones a futuro. Sería imposible conocer la cantidad comerciantes, aventureros o soldados que han arriesgado sus vidas para conseguir o transportar los mejores pigmentos rojos, por unas rutas despiadadas de gobernantes corruptos, asaltantes de caminos y piratas de alta mar.
Como Julio César en enero del 49 dirigiéndose a Pompeya, son muchos los que han cruzado el río Rubicón (ruber en latín es rojo), esa línea roja que simboliza lo prohibido y lo peligroso.
La importancia política y económica del pigmento rojo viene de su valor artístico, llamativo e insustituible para el ojo humano. Un rojo de calidad siempre ha sido muy caro. Plinio el Viejo, por ejemplo, cuenta cómo robaban los pintores clásicos el tinte rojo elaborado a partir del mineral cinabrio.
Aquellos artistas limpiaban la brocha en agua, constantemente, para luego quedarse con esa agua. Una forma sutil de paga extra. El cinabrio era el hermano imperial del ocre, muy vistoso y mucho más valioso, y se extraía de las minas de mercurio en Almadén (Ciudad Real), un mortífero infierno terrenal.
Con el ocre y el cinabrio competía el carmín. De hecho, durante la época del Imperio romano, los habitantes de la península ibérica pagaban sus impuestos en carmín, un tinte rojo orgánico. La mitad de los impuestos que enviaban a Roma iban en sacos de cochinilla o grana, un pequeño insecto, hembra, del que se extrae el carmín.
Se trata de un hecho curioso que mil años más tarde la situación peninsular se invierta; se pasa de pagar a cobrar en carmín. A partir de 1523 los pueblos aztecas mexicanos empezarán a pagar a los conquistadores españoles la mitad de sus impuestos en cochinilla o grana. A través del océano llegarán a la península miles de sacos de cochinilla, trillones de insectos desecados, de una mayor calidad que la europea.
En esa época renacentista, y hasta el barroco, el tinte rojo era un valor económico seguro, sobre todo por la incipiente artesanía textil. Los uniformes del ejército británico, por ejemplo, se teñían de carmín para camuflar la sangre de las heridas en el campo de batalla. Es curioso que durante largas décadas, y gracias a su monopolio transoceánico, el imperio español hiciera caja tiñendo con carmín los uniformes de su principal enemigo.
Y precisamente ese carmín mexicano, de un maravilloso rojo intenso, propició que en la Europa del siglo XVII empezara a popularizarse la cosmética y el maquillaje. Aunque ahora nos parezca repugnante, la preciosa sangre de hueva de insecto embelleció los mofletes de la burguesía durante 200 años. Suena asqueroso, ¿verdad? Por eso, fue uno de los secretos españoles mejor guardados, hasta que un francés, un tal Thierry de Menonville, demostró en 1787 que el carmín era, en realidad, sangre de insecto, como describe la historiadora de la pintura Victoria Finlay. Ahí terminó el negocio cosmético de los españoles y el rococó de los palacios europeos.
La guerra del ocre
El pigmento rojo de calidad ha sido una mercancía de un grandísimo valor, generando mercados, industrias e, incluso, alguna guerra. ¿Una guerra por el color rojo?
Finlay explica cómo, durante siglos, los aborígenes de Australia hacían trueque de ocre y drogas. Intercambiaban las rocas de ocre que previamente extraían de remotos lugares secretos y sagrados, por el pirulí, una planta nicotinada. Estos indígenas no consideraban sagrado cualquier tipo de ocre, sino solo ese particular que esconde la tierra, que destaca gracias a su toque de mercurio, que hace que su rojo sea más hemofílico, más brillante, más húmedo y más dinámico.
Ese equilibrio aborigen de trueques, secretos y prácticas anímicas se desmoronó cuando los blancos recién asentados comenzaron la explotación masiva de las minas de ocre, dando paso a la conocida guerra del ocre (1860) y a la masacre del ocre (1863).
En definitiva, hace cientos de miles de años, el ocre nos enseñó a pintar, ayudándonos a llegar al lenguaje simbólico a través de la práctica artística. En un sentido bastante literal, le debemos nuestra humanidad. Pero paradójicamente, el mismo color que nos humanizó hace 300 000 años, en el siglo XIX llevó a los colonos blancos asentados en Australia a su completa deshumanización.
Así ha escrito el rojo vivo la historia de la humanidad. La sangre que corre por sus entrañas.
*Profesor de filosofía, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
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