Como obedece a los tiempos actuales y a los seres humanos precavidos, por medio de internet se lanzó la novela La luz de las cosas de Juan Manuel Ruiz Jiménez, escritor y profesor universitario de literatura y filosofía. La audaz propuesta literaria es publicada por la editorial de La Universidad del Norte.
Se trata de un relato original en la literatura colombiana, que no se inscribe en la tradición del realismo mágico o como una derivación suya a destiempo. No es una obra de corte realista con intromisiones más o menos frecuentes de lo maravilloso en el relato. Es más, si se pudiera avanzar una interpretación aventurada, se podría decir que sucede exactamente lo contrario: quizá es la realidad cotidiana la que acaso se asoma en lo fantástico.
Se trata de una novela que no se inscribe en la tradición del realismo mágico, en la que la realidad cotidiana acaso se asoma en lo fantástico
Y es que el lector se ve confrontado a un complejo sistema de mundos, en donde nuestra “realidad” pareciera ser tan sólo uno de las tantos escenarios de una vasta cosmovisión, o quizá mitología, que sostiene a la novela y, por qué no, al universo. Como sea, se trata de una obra que sale del tradicional panorama realista que suele caracterizar a la novela colombiana contemporánea. Situada de plano en lo extraño, como lo anota en la contraportada de la novela el célebre escritor samario Ramón Illán Bacca, estamos frente a “una novela insólita que nos despierta a la realidad”. ¿Pero a qué realidad? Anticipemos que el lector acompaña en sus aventuras a dos jóvenes protagonistas, Mateo y Gabriel, quienes progresan en una compleja arquitectura de mundos finamente entretejidos que pulula de seres inquietantes.
Algunos apartados de la conversación
Felipe Restrepo: Sentí que estaba leyendo una obra que se ha venido construyendo (…) por muchos años. Es difícil de definir porque cruza muchos temas, estilos, géneros. Hay ahí un juego muy interesante de imágenes, de voces, de una narración poética que por momentos se vuelve una novela de aventuras, por momentos una novela de fantasía. (…) Lo que a mí más me llamó la atención es la construcción de un mundo que hay ahí. Detecté en esta novela una arquitectura muy precisa no sólo del lenguaje sino de la imaginación. Creo que hace un trabajo narrativo asombroso en el que crea un mundo que ninguno de nosotros ha visto (…) y lo recrea de una manera detallada impresionante. (…) Ese mundo onírico, fantástico, que además se mueve en diferentes planos está lleno de imágenes, (…) de detalles, con un trabajo de lenguaje que me pareció muy complejo y de verdad de aplaudir. Así que quisiera comenzar preguntándole sobre ese trabajo de crear ese mundo.
Juan Manuel Ruiz: Para mí era muy importante poder plasmar esta cosmovisión. (…) Es una novela que vengo elaborando desde hace doce años. (…) En París, cuando estaba escribiéndola tenía pegados en el muro (…) una serie de mapas, porque es un mundo con otros mundos que se van cruzando y tenía que tener esa claridad para poder diseñar bien el entramado de toda la estructura (…). Esa novela es la punta del iceberg de toda una mitología que aparece apenas esbozada ahí, (…) una construcción de universos. (…) Es una tensión permanente entre abordarlos como si no fueran más que una ilusión y considerar que lo que llamamos realidad no es sino una extensión de lo fantástico.
Felipe Restrepo: Este mundo usted lo construyó no desde hace doce años cuando empezó a escribir esta novela, sino desde mucho antes, desde su adolescencia cuando se nutrió de textos que a usted le gustaban. Y a lo largo de toda la novela podemos apreciar esos referentes (…). Me gustaría que nos contara un poco cómo fueron entrando en su vida (…).
Juan Manuel Ruiz: Para mí fue muy importante en mi adolescencia la literatura épica. (…) Leí varias veces la Ilíada (…) y varios cantares de gesta: El Cantar de Roldán (…), El Cantar de los nibelungos. El ciclo artúrico y en general los mitos me han siembre gustado porque creo que en ellos hay algo muy potente que habla a la vez de la capacidad de ficción del ser humano, pero a la vez de su capacidad de aprehender la realidad. (…) Luego hay unas lecturas muy importantes que se dilatan en la novela: Marcel Proust (…), Spinoza, Platón y Simone Weil (…). Y ya de adulto (…) Gógol, Tolstói y Dostoyevski. Y digamos la escritura más oscura de Faulkner en libros como ¡Absalom, Absalom! o Santuario. Creo que me han permitido afinar ese aprecio por el horror. Yo le veo encanto al horror porque siento que nos habla muy claro (…), así como el humor. Son desestabilizadores y a la vez reveladores.
Felipe Restrepo: Sí, yo leí la presencia de Gógol, también Simone Weil en el tema de la memoria, y ahí se encuentra también con Proust en el tema de qué es recordar, qué es soñar y la ensoñación. Creo que esos referentes están acompañando el texto todo el tiempo. Yo quisiera preguntarle sobre otro de tema que me pareció muy bien logrado y que creo que es uno de los puntos centrales de la novela y es la construcción a partir de contrastes (…). No sólo están los protagonistas que son Mateo y Gabriel, cuya historia se trenza, pero también hay otros: la contraposición entre estar afuera y estar adentro; entre la realidad y el sueño; entre la vida y la muerte. ¿Nos puede contar un poco cómo funciona el tema de las contraposiciones que es lo que le da la tensión narrativa a todo el libro?
Juan Manuel Ruiz: Digamos que desde muy jovencito, de forma poco clara yo veía que el mundo está lleno de contradicciones y me causaba problema eso (…). Me parecía que el mundo era un conjunto de materia observable digamos científicamente, y a la vez siempre he dudado de la consistencia del mundo (…). También tiene que ver que desde muy chico le daba mucha atención a mis sueños, en particular tenía una pesadillas espantosas. Mi papá me despertaba… yo me despertaba gritando porque las vivía tan reales que me costaba mucho trabajo aceptar que no fueran ciertas. Fue leyendo a Platón y a Simone Weil que pude tener esa claridad en el sentido en que ellos hablan de la contradicción (…). Es como si se tocaran esos dos polos, y de esa electricidad de opuestos brotara un nivel superior de comprensión. (…) Yo aprecio mucho el pensamiento de los cátaros y del maniqueísmo que consideraban que tanto moral como estéticamente hay una gran guerra, una contraposición de luz y obscuridad. La persona es eso, una amalgama, ciertamente no es blanco y negro, pero es una amalgama de luces y sombras.
Desde muy jovencito, de forma poco clara yo veía que el mundo está lleno de contradicciones y me causaba problema eso
Felipe Restrepo: Ese tema también está puesto en el personaje de Mateo que a mí me gustó tanto porque hay en él muchísimas contradicciones y en él se pone de manifiesto otro de los temas que yo creo es central en esta novela (…) que es el de la identidad. (…) La posibilidad que se tiene de ser otro, de explorar otras vidas (…).
Juan Manuel Ruiz: Sí. Está ese deseo de botar la mesa y ser alguien completamente diferente de lo que somos. Está ese peso de ser lo que somos. (…) A mí me ha siempre impresionado el pensamiento de la metempsicosis, la propia reencarnación, que es: “Quiero otra vida”. (…) Y también el pensamiento utópico que significa: “El presente no me es satisfactorio”. Y yo pues propongo digamos esa idea que tuve y que no sé si es mía (…), esto de las múltiples personalidades en múltiples mundos, que son como ramificaciones de lo que uno mismo es. (...) He visto que cada vez que uno habla con una persona uno se transforma en otro, se sintoniza con esa persona. Sólo con esa persona uno es esa persona. Y sí, obviamente hay un yo que es colectivo cuando hay mucha gente presente con uno. Pero a mí me interesan mucho esas entrevistas cara a cara: uno se vuelve la persona para esa persona.
Aquí, la conversación completa.
Fragmento de La luz de las cosas. Capítulo I. p. 11 :
En medio del valle de luz estoy sentado: en medio del sonido del río apacible, de las hojas de los árboles temblorosas al contacto del viento, del olor de la yerba húmeda y de sus innumerables verdes intensos. A pocos metros del cauce, bajo un sauce de luminoso verde oliva, veo sobre el suelo negro que, en cierta parte, sobresalen unas coloridas protuberancias. Cuando se roza el suelo con las manos queda en ellas una tierra fina, húmeda y negra, de una textura intermedia entre el talco y la tinta. Cuando me las froto desaparece. Gateando me acerco a las protuberancias: son como pedacitos de piel, o mejor, sobre la piel de la tierra son como sus lunares, gruesos como mis ojos. Son flores en botón, sin raíces, sin tallo, apenas adheridas al suelo, diríase por la sola virtud de su peso. Un día aparecen en este y poco tardan en abrirse. Al hacerlo emiten un sonido como de resorte: baanggg. Apenas se abren estallan y se graban sobre el suelo negro, clavando en él sus pequeñas raíces. Es común ver las flores; no lo es ver los botones. Las plantas son el origen y fuente de la luz, y entre todas, son las flores las que con más intensidad la irradian. Cuando se abren se adhieren al piso como estrellas de mar: las hay índigo, aguamarina, verde esmeralda. La variedad de sus colores se exhibe vigorosa y nueva como si se tratara de la cola abierta y trémula de un macho y joven pavo real en su cortejo iridiscente y majestuoso. El abanico de sus rojos y violetas, de sus insospechados y nebulosos rosados, de sus azures tenues y pacíficos, pasa escrupulosamente por todas las gamas de un amanecer despejado, de cielo mediterráneo. Su color luminoso es cristalino y permite ver desde acá abajo esos puntos brillantes que, según lo han hecho saber aquellos pocos que han logrado subir hasta las alturas, son las puntas de las raíces de unas espigas de arroz que germinan del otro lado del Gran Techo. Así, este se ve constelado por millones de caliptras brillantes, como microscópicos espejos. La luz de las flores permite ver también en las alturas la caravana de camas flotantes que desfilan permanentemente en fila india. Antes solía venir al valle atraído por los olores de las flores. La variedad de estos parecía no tener fin, era un deleite dejarse guiar y entorpecer por los perfumes exuberantes de aquella sinfonía olfativa. Los aromas se respondían con el zumbido de las abejas que, hipnotizadas como yo por el aire perfumado, venían de muy lejos a esos núcleos fragantes. Pero esos olores se fueron haciendo más tenues, más monocordes, hasta su desvanecimiento completo. Es sólo en mi memoria que con un enorme esfuerzo puedo aún visitarlos.
En este instante me topo con unos botones. Cosa rarísima, ya que en ese estado, quizá para protegerse, no irradian luz alguna. En su silencio virginal son quizá lo más hermoso que haya visto. Es por eso que quiero dejar por escrito esta experiencia. En la parte superior de mi delantal, a la altura del pecho, hay un bolsillo. Al introducir la mano, se tiene acceso a una cavidad cálida que se halla dentro de mi cuerpo, en la que guardo mi libro de experiencias, justo al lado de mi corazón. Abro la ranura, lo palpo con delicadeza —noto que su superficie palpitante está caliente— y saco el libro que yace a su costado. Lo abro en la última página que llevo escrita con el fin de consignar mis presentes observaciones. Muerdo la punta de mi dedo. Enseguida brota la tinta.
Puede conseguir la novela aquí.