La mesa limónJulian BarnesAnagrama, 2005 234 páginas En nuestras sociedades había dos temas tabú: el sexo y la muerte. Pero, en los últimos años, el sexo dejó de serlo con una rapidez asombrosa. De la prohibición -que sin ser buena tenía su encanto- pasamos no a la libertad, sino a su exaltación con fines comerciales. Es decir, a la saturación y a la frivolidad. Hablar de sexo ya no es algo trasgresor, es apenas una actividad que, más que emoción, produce una gran indiferencia. Con la muerte, en cambio, no ha ocurrido lo mismo. Aunque igualmente se ha comercializado en extremo, es un asunto que se evita tocar. La muerte, y su preámbulo, la vejez: poco hablamos de ella, poco nos interesa como tema de conversación. Por eso, llama la atención que en su última obra el escritor inglés Julian Barnes -autor de El loro de Flaubert e Historia del mundo en diez capítulos y medio- aborde el tema de la muerte y la vejez. Y que, además, lo haga a través de un libro de cuentos y no de una novela o de un ensayo, sus géneros preferidos y en los cuales se ha destacado. Como quien dice: un tema marginal tratado a través de un género marginal. Mesa Limón es su título y merece una breve explicación. Para los chinos, el limón es el símbolo de la muerte y en Helsinki existía un bar con una "mesa limón" y los que allí se sentaban estaban obligados a hablar de la muerte. Son 11 relatos, en su mayoría protagonizados por personas corrientes y, también, por algunos artistas: el escritor ruso Turgueniev, el músico Sibelius y, en un guiño al lector, el propio Julian Barnes, quien se cartea con una encantadora anciana que vive en una casa para personas de la tercera edad. Cada cuento es independiente y sin embargo, a medida que avanzamos en la lectura, vamos descubriendo sus lazos comunes: son todas historias de vejez y muerte, duras historias que nos muestran lo difícil y doloroso que es el proceso de deterioro del cuerpo y de la mente y, posteriormente, la desaparición de la existencia. Vistos en conjunto, los cuentos ofrecen una visión inquietante y desconocida: la vejez no es lugar donde se alcanzan la serenidad y la madurez. "¿Por qué presuponer que el corazón se enfría al mismo tiempo que los genitales? ¿Porque queremos -necesitamos- ver la vejez como una época de serenidad? Ahora pienso que esta es una de las grandes conspiraciones de la juventud". Quien formula las anteriores preguntas es el narrador del relato La jaula para las frutas y tiene suficientes motivos para hacerlo. Como si de un muchachito se tratase, su padre, un hombre con la friolera de 81 años, ha decidido abandonar a su madre de 80, para irse a vivir con la vecina de 65. Se trata de un arrebato, de una locura que, desde luego, no terminará muy bien. Y cómo va a ser una edad tranquila si las expectativas de la vida no sólo se incumplen, sino que en su fracaso dejan culpas y remordimientos. En Mats Israelson -a mi juicio un cuento de antología-, Anders Bodén, el director del aserradero en un pueblo de Suecia, casado y con dos hijos, ha alimentado una pasión inconfesada por Barbro Lindwall, a su vez una mujer casada y con hijos, también enamorada en secreto de él. Cuando Anders agoniza en un hospital, cita a Barbro para que se reúnan -ocultándole su agonía- y lo que parecía la última posibilidad de consumar su amor, por culpa de su torpeza al expresarse, termina en la peor de las decepciones: ella lo abandona creyendo injustamente que edificó su vida sobre una idea falsa. Anders queda destruido: "Confió -era su única premisa ahora- en que el dolor del cáncer, el dolor de agonizar, disiparía los dolores del amor. No parecía probable". La sociedad hace creer que el destino es algo que depende de nosotros mismos, del esfuerzo y la voluntad que serán recompensados. Los viejos saben que esto no es cierto porque ya tienen la versión completa: lo que les dijeron que iba ocurrir y lo que efectivamente sucedió. Alcanzan la verdad. Por eso son lúcidos y desencantados. Como los personajes de estos cuentos.