Esta película gira en torno a una pelea de boxeo, y su virtud como relato es que importa poquísimo quién la gana o quien la pierde, porque lo que retrata es más grande: una reafirmación comunal; un antes y un después en la vida de una vereda, de sus familias y habitantes.
Está bien... sí importa quién gana, pero, para cuando se desarrolla el combate, ya es evidente que está lejos de ser lo más importante.
La Suprema es, entre muchas cosas, un retrato del Caribe profundo, de un pueblo palenquero y del engranaje social de las personalidades y generaciones que la conforman: algunas graciosas, sagaces, determinadas; otras tradicionales, nostálgicas, aspiracionales y sentidas; y, para complementar el marco, otras mamagallistas, expresivamente amargadas y llenas de coloridas “ganas de jodé”.
De manera más directa, es la historia bien contada y filmada con ojo sensible, de una adolescente que une a su pueblo borrado del mapa por avergonzados desvergonzados, en torno a una improbable causa común. La de lograr algo juntos y, de manera consecuente, reconocerse dignos de figurar en el mapa.
La ópera prima de Felipe Holguín Caro y de la productora María Teresa Gaviria, que viene proyectándose con gran aceptación en festivales de Toronto, Varsovia, Río de Janeiro y La Habana, entre otros, ganó recientemente el premio del público en el Festival de Cine de Cartagena 63 (puede leer aquí nuestro cubrimiento). Y lo hizo con méritos, en competencia con grandes películas como Malta, La piel en primavera y Yo vi tres Luces Negras.
La Suprema se estrena hoy en Colombia, y si viene reclamando aplausos es porque hilvana con alma genuina sus varios hilos. En esencia, el entretenido cuento de una improbable sumatoria de esfuerzos entre los pobladores de un corregimiento sin luz, sin agua y sin televisor, para lograr ver la pelea de boxeo histórica de uno de sus hijos es también, desde la sensible fotografía y montaje, un registro del abrazo de toda la comunidad a un proyecto.
Porque la película escogió a la comunidad, por más retador que fuera en términos de producción. Y, a su vez, la comunidad, apropiándose del proyecto, lo llevó a otro nivel. Tatuó su ADN en la película y se quedó con una memoria palpable de lo que muestra la historia misma, que la unión hace la fuerza.
A través de personajes de distintas generaciones, este relato cinematográfico revela conversaciones relevantes. Al frente, hay un vaivén sobre roles de género y lo que implican, entre la abuela Pabla y su nieta Laureana. Porque la joven admite que no quiere ser un ama de casa, no quiere ponerse vestidos, quiere boxear, y eso no le sienta bien a la matrona, a quien no le es fácil aceptarlo.
Por otro lado, desde el personaje de Efraín, la historia también aborda una generación de padres recientes, que parecen andar con el freno de mano puesto. El tipo de personas que solo ante una causa más grande que la individual se ven forzados a enfrentar esos viejos reproches y frustraciones que los detienen. Y todo se narra en un código de tacto Caribe, con el humor y el corazón que de manera tan inimitable brota en estas tierras.
Más allá de la historia, porque el cine no es solo eso, como nos dijo Leinad Pájaro de la Hoz, La Suprema ofrece un hermoso registro emocional de la mejor cara del Caribe, de sus escenas cotidianas, de sus sonidos, sus postales y de las comunidades, que exigen sus derechos, que exigen figurar.
Fuerza de una, de todos
En el centro está Laureana (un gran papel de Elizabeth Martínez, con arte en las venas pero sin experiencia previa actuando), una joven mujer determinada, a quien es mejor no decirle ‘niña’. Sobrina del boxeador que peleará por el título mundial, es Laureana quien lleva a todo el pueblo esa noticia (corriendo, en una gran secuencia) y es ella quien, sin desfallecer ante un normalizado y justificado escepticismo, logra unir a sus pobladores alrededor de la causa común de ver a su tío competir.
Ver algo por televisión puede sonar básico en muchas otras partes del país, pero en La Suprema, ese lugar que su político Crisanto Valdez (“el hombre más vendido que parió el pueblo”, según la abuela Pabla), borró de su historia por vergüenza de sus raíces negras, sus habitantes no tienen corriente eléctrica, agua o puesto de salud, mucho menos un televisor. Esta circunstancia se inspiró en lo que vivió un pueblo como San Basilio de Palenque, cuando su hijo ‘Kid Pambelé' comenzó a luchar por títulos mundiales y un político llevó un televisor al territorio, cuando ni energía había. Y si esto sucediera hoy en algún lugar de Colombia, no sorprendería.
De hecho, al visitar la bella estatua que de Pambelé se entregó en San Basilio de Palenque, es notorio como los nombres de los políticos son más grandes que los del histórico deportista, ícono de la fuerte pegada de su comunidad.
La resistencia del pueblo a la posibilidad de cambio se refleja en la vieja guardia, en los viejos rancios acostumbrados a que no pase nada, pero también en otros más jóvenes como Efraín (interpretado por el experimentado Antonio Jiménez). Fue él quien le enseñó lo esencial al hoy aspirante al título mediano, pero no se siente representado por él y no quiere tener nada que ver con su potencial gesta. Y vamos descubriendo por qué.
Laureana lo felicita a Efraín por ser el primer y más importante entrenador de su tío; Laureana le pide entrenarla a ella; pero él solo se desmarca. Carga sus frustraciones a cuestas hasta verse obligado a lidiar con ellas.
Con todo en contra, la joven aspirante a boxeadora no desfallece en su intento de ver la pelea y de ser lo que quiere ser en un pueblo y región que respiran boxeo pero no creen mucho en que una mujer se suba al ring. De pelo corto, sin impulso por aparentar lo que no es, Laureana recibe comentarios de su abuela sobre cómo se ve “como un pelaíto”. Ella no le pelea pero tampoco se traiciona. Mantiene su identidad con firmeza y asegura que, de estar viva, su madre sí la apoyaría.
La abuela, producto de una generación más tradicional, duele a una hija ausente y recuerda su gusto por los vestidos que usaba. Pabla lidia a su manera con el dolor, tan individual y común en zonas marcadas por el duelo. Interpretada por la cantaora Pabla Flores (originaria de María La Baja, en su primer rol atoral), la abuela canta con sus comadres sus bullerengues en el río y le imprime un alma profunda a esta película. Así también lo hacen los señores de edad y una que otra vida vivida, a quienes los comentarios jocosos les fluyen sentados en la mesa de dominó.
Así pues, La Suprema refleja en sus personajes a varias generaciones de palenqueros, sus dilemas y sí, también a esa familia tradicional colombiana que lidia con sus ausencias. Efráin y su esposa tienen un niño, y ella se pregunta si es mejor salir hacia Cartagena para darle un mejor futuro o quedarse en un pueblo donde parece no haber un mejor futuro para el pequeño. Pero, quizá, como comunidad, se pueda construir algo mejor. Esa posibilidad no se ve tan clara al principio, en medio de la falta de prospectos y frustraciones, pero se va revelando más posible desde la comunión.
Juan José Nieto fue el primer afro colombiano en ocupar la presidencia del país, por unos meses, mientras lo dejaron, en 1861. La película nos revela el dato, que describe “tan borrado de la historia como el pueblo de La Suprema”. Nieto probó que “cuando uno quiere lograr algo, lucha y lucha hasta conseguirlo”. Y, por eso, Laureana y su comunidad pelearán y vivirán ahora desde la dignidad.