La vorágineÓscar Pantoja y José Luis JiménezResplandor editorial185 páginasA José Eustasio Rivera le habría gustado esta adaptación gráfica de La vorágine. Recordemos que la muerte lo sorprendió en Nueva York en 1928, a los 40 años, cuando hacía gestiones para que su novela fuera llevada al cine. Y no es extraño que se sintiera atraído por las imágenes, en su escritura se siente una presencia física del paisaje: “Oh selva, esposa del silencio, madre de la soledad y de la neblina. ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde? Los pabellones de tus ramajes como inmensa bóveda siempre están sobre mi cabeza, entre mi aspiración al cielo claro que solo entreveo cuando tus copas mueven su oleaje a la hora de los crepúsculos angustiosos”. Todavía no se ha hecho la película colombiana sobre La vorágine –hubo una afortunada versión televisiva–, no obstante, sus enormes posibilidades visuales. Por eso, viéndola ahora en cómic, hay cierta justicia poética.En este nuevo formato La vorágine no pierde su esencia. Ahí están el drama existencial de Arturo Cova, la denuncia de uno de los más viles episodios históricos de esclavitud humana y la presencia asfixiante de la selva, que aquí es también infierno, aunque no sea verde sino en blanco y negro y en tres gamas –clara, oscura y muy oscura-, con un trazo deliberadamente brusco y nervioso, de gran expresividad. Más bien pensaríamos que la novela de Rivera gana en intensidad. Como se sabe, en La vorágine abundan las descripciones y los monólogos: el poeta parnasiano que era Rivera por momentos se entromete demasiado en la narración y a veces hasta con versos disfrazados: “Para injertárselos y transfundírselos en metempsicosis dolorosas”. Menos descripciones, menos estados de ánimo y más situaciones dramáticas, con gran carga visual, que proporciona la misma novela. Esa es la apuesta. Por cierto: la imagen hace innecesaria la descripción: esa fue la gran enseñanza del cine a la literatura en el siglo XX.Sin embargo, una novela es su lenguaje. Con todos sus peros, ese es el valor de La vorágine de Rivera. Me parece que Óscar Pantoja, el guionista de La vorágine gráfica, lo resuelve muy bien, traduciendo el español de Rivera a un español actual e incluyendo largos párrafos entre los diálogos y los dibujos, como homenaje al texto: “¡Ah, selva! ¡Silencio, soledad y neblina! ¿Quién me dejó prisionero en esta cárcel verde? Los pabellones que arman los ramajes siempre serán sobre mi cabeza como si fueran una inmensa bóveda”.Una Vorágine para el lector de 2017 con todas sus escenas emblemáticas: las pirañas deshilachando a mordiscos el cuerpo de Barrera; la lujuriosa y envolvente Zoraida Ayram; Clemente Silva buscando desesperadamente a su hijo Luciano a lo largo y ancho de la selva; la indiecita Mapiripana, “la sacerdotisa de los silencios, la celadora de manantiales y lagunas”; el cauchero con su lamento sin esperanzas: “¡He sido cauchero! Viví entre el lodo, con mi cuadrilla de hombres palúdicos, picando la corteza de unos árboles que tienen sangre blanca, como los dioses”. Y un Arturo Cova, menos poeta y más exacerbado y delirante. Y bueno, como los antihéroes de los cómics.La narración de La vorágine gráfica es más vertiginosa pero igual de vigente. José Eustasio Rivera fue un visionario que nunca pasó de moda. A comienzos del siglo XX, es el primero en ver a ese otro país que existía en las fronteras, más allá del mundo conocido. “Lejanías”, como dijera célebremente y años después un político del Partido Conservador, su partido. Ese país al margen del Estado, de la ley. La Colombia real. No es sino cambiar la palabra caucho por la palabra coca y La vorágine se convierte en una crónica del presente. Visionario, incluso, en su clamor ecologista, como bien lo dice Andrés Hurtado: “En la medida en que el planeta fije su mirada ansiosa sobre la selva amazónica como fábrica de agua y como purificadora y productora del aire que respiramos, en esa misma medida ‘La vorágine’ adquiere mayor importancia para la humanidad”.