Me dijeron que me voy a morir. Es tonto: no debería necesitar que me lo digan. Pero una cosa es saber que te vas a morir alguna vez –empeñarte en olvidar que te vas a morir alguna vez– y otra muy otra que te digan que hay un plazo y ni siquiera es largo. El proceso lo fue: durante meses, médicos agotaron sus variadas ignorancias buscando explicaciones que fallaban. Todo había empezado con una tonta caída en bicicleta –y fue en París, para que significara un poco más, agosto de 2021. Desde ese golpe, el dedo gordo de mi pie derecho no seguía mis órdenes. Entonces fui a ver a un traumatólogo que me dijo que me había seccionado un tendón y que debía operar. Yo pensé que no valía la pena: podía vivir con el dedo gordo de mi pie derecho levemente rebelde. Después, poco a poco, fui notando que mis piernas se cansaban pronto. Mi síntoma era simple: piernas débiles, reacias a sostenerme como siempre. Fui a ver a un médico, después otro y otro; los cinco o seis se enredaron en las explicaciones menos graves. Preferían, se ve, la compasión a la verdad: que si era el efecto secundario de un remedio, que si una vértebra estrechada, que si el eco de algún tumor menor, que si los músculos tenían no sé qué, los nervios no sé cuánto. Fue un camino insidioso y variopinto: sus momentos de pesimismo siempre aminorados por las distintas formas de esperanza, por las nuevas ideas de causas que podrían tratarse, por las expectativas de una solución. Hasta el final hubo ilusiones de esas: la penúltima, aquella punción de mi líquido bulbo-raquídeo para ver si tenía no sé qué anticuerpos. No los tenía, como no había tenido un estrechamiento suficiente, ningún tumor en ningún sitio, nada grave en mis músculos. Así que al fin tuvieron que rendirse a la evidencia: estaba condenado.

(Después pensé que si se hubieran atrevido a buscar este mal desde el principio lo habrían encontrado mucho más rápido y habrían podido intervenir bastante antes; los redime que no haya intervención posible.)

Es raro que te digan que estás condenado. Quizá fue menos raro porque fueron diciéndomelo, sin querer, de a poco: cada vez que una hipótesis benévola fallaba, la más brutal crecía otro tanto. Pero siempre quedaba la posibilidad de la siguiente, de otra, de alguna que no fuera esa. Hasta que no: hasta ese día en que te dicen claramente mire, lo que usted tiene es tal. Lo siento tanto. (Yo lo temía desde el principio. Desde el principio imaginaba que tenía lo que tenía pero lo descartaba con esos argumentos lógicos: no seas idiota, siempre pensando lo peor, dejate de dramas baratos. No seas hipocondríaco o hiperkinético o neoestagirita; no seas pelotudo. Siempre encontraba una forma de desechar eso que, entonces, no era más que un miedo sin respaldo.) Y todo, al fin y al cabo, se resuelve en un momento de una simpleza abrumadora: un hombre joven detrás de un escritorio, su casaquita blanca, su mascarilla puesta, su voz de circunstancias. Un momento casi banal: un hombre amable en una charla muy amable, que ni siquiera resultó dramática. Me lo dijo, dijo que no, que no tenía ninguna cura y lo sentía, que era mejor que me viera un especialista en esas cosas, me derivó a uno de ellos, me despidió con un resto de afecto. Acababa de decirme lo peor que había oído en mi vida y no sabía qué hacer con eso: él sí sabía –pasar al siguiente–; yo era el que no. Yo era el que sigue sin saber. (Yo soy el que sabe que no puede hacer nada –y que no puede no hacer nada. Yo soy el que no soy, al menos el que era. Yo soy el condenado.)

Es un momento tan extraño: de pronto te dicen lo que toda tu vida temiste oír, lo que te imaginaste a otros escuchando, lo que confiabas en no escuchar jamás. Y no suenan trompetas ni tambores ni te caés redondo ni súbitamente se te revelan los destinos del cosmos. No pasa nada: solo te dicen que te vas a morir mal mucho antes que lo que habrías querido –mucho antes que lo que podías esperar. Y no sabés qué hacer con eso. El hormigueo, el nudo en la garganta, el peso en el cerebro. No sé qué hacer con eso. Desde entonces tomo cada mañana un antidepresivo –«para no obsesionarte», me dijo aquel médico y otra vez fracasó. Y tomo algunos ansiolíticos, siempre dentro de un orden, y trato de no hablar del tema. Hago todo lo posible por no hablar del tema: no quiero convertirme en ay pobre qué mala suerte tuvo; ay qué pena qué mal lo debe estar pasando. No quiero convertirme en ese héroe de la época: la víctima. No quiero que me traten como un héroe victorioso: para bien y para mal, un condenado. No quiero esa deferencia melancólica. No quiero que los que me quieren me vean con tristeza. No quiero que al verme vean al muerto. Mientras siga vivo quiero seguir vivo. A veces, claro, me da un escalofrío. «A veces» es un eufemismo: cuando me pienso muerto o brutalmente postrado me da un escalofrío. Estoy aprendiendo a reconocer esos escalofríos como los momentos de verdad –y a tratar de evitarlos. La verdad es la enemiga, pura crueldad innecesaria. ¿Para qué sirve saber verdades brutas cuando no hay modo de cambiarlas?

Y esta estúpida urgencia –esta obviedad– que ahora me dio de escribir unas «memorias». Nunca creí que valiera la pena escribir sobre mí. ¿Por qué ahora sí? O, al menos: ¿por qué ahora sí lo hago? Supongo que la llegada de la muerte justifica muchas cosas. ¿Se justifica que la llegada de la muerte justifique muchas cosas? ¿O los buenos son los que hacen ante la muerte lo mismo que hicieron cuando podían creer que no existía? ¿O los buenos son los que pueden seguir creyendo que no existe hasta el momento en que sin dudas? ¿O esos son los locos, los estúpidos? Solo tendría que escribir preguntas.

(...)

* Con autorización de Penguin Random House