La nota del editor de este retro-estreno literario, una joya revelada y compartida ahora con los lectores de la región y del mundo, revela el origen de estos relatos inéditos del escritor peruano Julio Ramón Ribeyro. Los escribió en los años setenta, en Paris, y los dejó con anotaciones y una que otra ilustración. Ahora que salen a la luz con la publicación de Invitación al viaje y otros cuentos inéditos, se hace muy interesante entenderlos en su dimensión y en el contexto la obra de uno de los escritores peruanos más recomendados del siglo XX.
Ribeyro fue especialmente apreciado por otros escritores, peruanos, latinoamericanos y del mundo. Por eso no sorprende que esta edición sume un prólogo del colombiano Santiago Gamboa y un epílogo de Alonso Cueto, así como un dosier compuesto de algunas reveladoras imágenes de los mecanuscritos que dejó el escritor.
Sobre esta compilación final del material inédito de Ribeyro, Jorge Coaguila expresa: “Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-994) es por unanimidad el mayor cuentista del Perú, y por consenso uno de los mayores del idioma castellano. Su obra es una fértil tierra labrada durante cuarenta y cinco años, compuesta por miles de páginas de novelas, piezas teatrales, aforismos, diarios, cartas, prosas y, principalmente, una imprescindible colección de cuentos reunidos bajo el título de La palabra del mudo, a los que hoy se suman los Invitación al viaje y otros cuentos inéditos. Estos relatos fueron hallados en el archivo personal del autor, en la residencia de su viuda en París, ciudad donde los escribió durante la década de 1970. Se encontraron entre papeles inéditos, escritos a máquina, con numerosas anotaciones y —en algunos casos— entre varias versiones correlativas. Sus páginas están numeradas junto a otras sueltas, que configuran más bien ejercicios creativos, episodios, personajes, rutas que evaluó, pero no tomó.
Se ha establecido el texto de esta edición a partir del trabajo directo con los mecanuscritos y una cuidadosa revisión que tomó como elemento central la versión más actualizada de cada cuento y la adición de las anotaciones hechas a mano. Esta intervención ha procurado ser la mínima elemental, y ha tenido como principio el respeto de la voluntad del autor, por lo que el lector encontrará los cuentos en las versiones finales que imaginó Ribeyro. Si bien la obra de Julio Ramón Ribeyro se forjó al margen de todo criterio que no fuera el de su propia exigencia, es importante rescatar que al autor le ilusionaba alcanzar la cifra de cien cuentos publicados. A los ochenta y siete que publicó en nueve libros, se sumaron póstumamente seis relatos escritos en su «prehistoria» literaria, uno de la década de 1960 y uno más que escribió en su último año de vida. Con Invitación al viaje y otros cuentos inéditos, la cifra alcanzada es exactamente de cien relatos, una meta a la que llega con el «arco tenso apuntando hacia el futuro», para beneficio de sus antiguos y nuevos lectores. Agradecemos a los herederos de Julio Ramón Ribeyro por confiarnos esta tarea y permitirnos ser la puerta por la que entrarán estos nuevos personajes e historias que enriquecerán la obra de su autor y la vida de quienes las lean”.
A continuación, por cortesía de Alfaguara, compartimos con ustedes “Monerías”, un genial cuento que da muestra de su sentido expresivo y de su sentido contenido pero vibrante de la rebeldía, que solo desata en la última frase, pero necesita de todo el resto para aterrizar tan gloriosamente como lo hace...
Monerías. Solicitud al Presidente
Señor Presidente:
Américo Diosdado, de 47 años, profesión comerciante, domicilio legal en Breña, calle Los Naranjos 840, ante usted con el debido respeto me presento y digo: que, disponiendo de un peculio propio, fruto de una herencia y la venta de un pequeño taller de lavado de ropa, resolví en el mes de marzo de este año invertir mi dinero en un negocio más que me permitiera aumentarlo para subvenir a las necesidades de mi familia. Por relaciones con un primo que vive en los Estados Unidos me enteré de que los zoológicos de ese país, así como los laboratorios de muchas universidades y algunos comerciantes privados, tenían interés en la compra de monos, animal que no existe en estado salvaje en la rica nación del norte, pero que en cambio abunda en nuestra selva virgen, donde es víctima de cazadores furtivos que negocian su piel o de tribus aún incivilizadas que los depredan para su sustento. En estas condiciones, pensé que sería útil para los monos y para mí el poder exportarlos hacia una nación donde serían mejor tratados y llevarían una vida tranquila en parques zoológicos modernos o domicilios de coleccionistas de animales, sin tener que errar en la selva en busca de su sustento. Es así como efectué un viaje a los Estados Unidos en el mes de abril con el objeto de tomar contacto con los interesados y hacer un estudio del mercado. Posibilidades enormes se abrieron ante mí y regresé al Perú con un carnet de pedidos de hasta mil doscientos monos. Antes de viajar a la montaña para buscar la mercadería animal, obtuve en los ministerios competentes el permiso para la captura y la exportación de los simios, previo pago de la suma de treinta mil soles, como podrá verse en el comprobante adjunto. Luego me dirigí a la región de Tingo María, con el objeto de contratar sobre el terreno una expedición encargada de la recolección. Con un equipo de doce regnícolas avezados en este tipo de empresas, recorrí durante dos meses toda la región selvática comprendida en los departamentos de Huánuco, Amazonas, San Martín y parte de Loreto, y logramos al cabo de esfuerzos denodados y aventuras muchas veces riesgosas reunir los mil doscientos monos, de diferentes especies y dimensiones, los que fueron acondicionados en veinticinco jaulas especialmente preparadas para su residencia y transporte. En varios camiones, fueron traídos a Lima e instalados en una granja que alquilé en Surco, mientras hacía los trámites sanitarios para su exportación y buscaba un medio de transporte marítimo hacia San Francisco. En la granja tuve que contratar permanentemente a cinco peones encargados de la alimentación y cuidado de los monos, bajo la autoridad de un veterinario que velaba sobre su adaptación al nuevo clima y su estado general de salud. Debo decirle, señor Presidente, que me esmeré al extremo para que los simios no padecieran de ninguna incomodidad, aparte del encierro en sus jaulas. Todos fueron vacunados contra las epidemias que diezman a esta especie, cuidadosamente tratados y sustentados, de modo que pudieran afrontar el viaje en barco de ocho días hasta Estados Unidos y llegaran a manos de sus adquirentes en las mejores condiciones de peso, salud y apariencia.
Aquí empiezan, señor Presidente, los contratiempos que me han forzado a dirigirle esta solicitud. Cuando logré convenir con un barco de la Compañía Nacional de Transportes el traslado de los monos hacia San Francisco y estipulamos la fecha del embarque, un funcionario del Ministerio de Industria y Comercio me dijo que, si bien mis papeles estaban en regla, debería consultar con las altas esferas antes de dar su autorización, pues se trataba de un lote muy importante de animales. Después de esperar varias semanas la respuesta de su consulta, con la consiguiente carga que representaba para mí el mantenimiento de los monos en la granja, el funcionario me comunicó que usted, señor Presidente, había tomado la decisión de oponerse a la salida de los monos, pues a su juicio ellos formaban parte del patrimonio nacional. Según me dijo el funcionario, el Perú no podía exportar inconsideradamente sus riquezas naturales, y debía tratar de preservar su flora y su fauna. En estas condiciones se me negaba el derecho de embarcar mi carga hacia los Estados Unidos, sin decirme además qué debería hacer con ella. Durante dos meses traté de hacer revocar esta decisión, mientras buscaba llegar a un acuerdo con otro barco, pues el primero ya había partido. Pero fue absolutamente imposible. Los monos, me dijeron, eran peruanos, y no podían salir del Perú en esa cantidad sin el permiso de usted, señor Presidente. Para esto, mi capital se había reducido hasta el extremo que tuve que despedir a algunos de los peones que estaban encargados de la custodia y reducir su ración de alimentos. Cuando llegó el mes de diciembre, yo ya no tenía un céntimo y el segundo barco había también partido, mientras el funcionario me seguía diciendo que no había nada que hacer y que lo único que se le ocurría era regresar los monos a su lugar de origen. Como usted comprenderá, esto era para mí, imposible, pues hubiera tenido que contratar nuevos camiones y gente encargada del transporte, y en fin, hacer gastos que estaban fuera de mis posibilidades. Los monos para mí se habían hecho como mis hermanos y todas las tardes que iba a la granja me daba pena verlos en sus jaulas, pidiéndome una comida que ya no podía darles. Es por ello que una noche decidí deshacerme de ellos, dejándolos en libertad. Fui a la granja con mi mujer y con mis hijos, y abrimos la puerta de todas las jaulas. Los monos al principio no querían salir, pero poco a poco fueron aventurándose fuera de su recinto, se treparon un rato a los nísperos, dando chillidos, se comieron lo que encontraron a la mano y luego, poco a poco, en grupos, comenzaron a avanzar hacia la ciudad. Yo sé, señor Presidente, que los periódicos hablaron de eso. Se dice que de la noche a la mañana la ciudad se llenó de monos. Se les veía por todas partes: trepados en los cocoteros de la avenida Arequipa, en los ficus de la avenida Pardo, en los laureles de la Costanera, en las cornisas de los mercados, en los túmulos de los muladares, eran miles, tal vez en esos meses se habían multiplicado. Yo comprendo perfectamente su situación, señor Presidente, tenían hambre. Mientras estuvieran por allí dando vueltas y saltos no importaba, eran un espectáculo, pero pronto empezaron a cometer actos prohibidos. El mercado de La Parada fue atacado una mañana por decenas de monos que se robaron la fruta expuesta en los kioscos. Un restaurante de Magdalena donde alguien pronunciaba un discurso fue devastado otra vez por monos muy grandes que se llevaron los platos que los comensales se iban a servir. Yo estaba en realidad muy preocupado. Creo incluso haber sido víctima de los simios, pues una mañana el jardincito de mi casa de Breña amaneció arrasado y las salchichas que dejó mi mujer en la cocina desaparecieron. Como era de esperar, pronto se ubicó al responsable.
Había pruebas de que yo había traído a los vándalos a Lima y recibí la visita de funcionarios y policías. Debo decirle, señor Presidente, que me trataron como un bandido. Me llevaron a la fuerza hasta la prefectura y me obligaron a firmar una declaración. Mi foto salió en los periódicos, en un largo artículo: «Loco inunda la ciudad con monos». Pero los hombres de leyes no sabían de qué delito acusarme, pues parece que sobre esto no había jurisprudencia. En todo caso, me dijeron que si no daba caza a los simios como fuese y los hacía desaparecer, iba a pasar en la cárcel el resto de mis días. Muchos monos, naturalmente, habían sido muertos a tiros por policías u hombres armados. Yo me encontré de pronto con que tenía que llevarme de nuevo a la selva a los mil y tantos monos que había traído. ¿Cómo? No tenía dinero, estaba endeudado, de Estados Unidos recibía cartas todos los días preguntándome cuándo llegaba la carga prometida. Desesperado, no tuve más remedio que pedir un préstamo y contratar a un equipo para la captura de los monos. Tuve que prometer que en un mes en la ciudad no quedaría un solo mono. Después de los esfuerzos que podrá usted imaginar, batidas por calles, tejados, azoteas y suburbios de la ciudad, logramos capturar a un millar de simios que fueron nuevamente instalados en la granja de Surco, a la espera de ser devueltos a su lugar de origen. En estos trabajos, señor Presidente, se me fue el resto del dinero conseguido y no me quedó más que lo suficiente para embarcar a los monos hasta doscientos kilómetros de la capital. Todos fueron llevados en camiones y dejados en plena libertad al otro lado de la cordillera occidental, en una zona templada, pero lejos aún de su tierra original. Como usted comprenderá, yo estaba imposibilitado de hacer otra cosa y creía haber quedado de esta manera en paz con mi conciencia y con las autoridades, así me hubiera arruinado. Pero las cosas no resultaron así. Después de haber vivido casi un año en la costa, bien tratados en mi granja, y más o menos decorosamente en la ciudad, los monos comenzaron a regresar. Se les vio caminando en grupos por la carretera central. Algunos llegaron directamente a la granja para buscar comida, pero la mayoría se volvió a repartir por la ciudad, otra vez por mercados, techos, árboles y muladares, y nuevamente los periódicos hablaron del asunto y me atacaron, diciendo que el loco reincidía. Otra vez, además, volvieron a cometer fechorías, azuzados por el hambre y se dice que algunos quisieron una noche entrar al Palacio, atraídos por el olor de la cocina. La policía me buscó nuevamente y me dijo que, si no ponía remedio a esa situación, el Ejército se encargaría de matar a todos los monos, aparte de que me mandarían a la prisión del Sepa por fomentar el desorden. Por ello, he tenido que volver a endeudarme, señor Presidente, y echarme otra vez a la caza de los monos. Creo que casi todos han sido otra vez capturados y se encuentran ahora en la granja. Pero sucede que no puedo ya mantenerlos. Tantos monos necesitan una atención constante, alguien que se ocupe de ellos y se encargue de su comida, de su salud, de su educación. Porque son mucho más inteligentes de lo que uno cree y han aprendido rápidamente hasta nuestro idioma. Yo hablo con algunos de ellos y me exponen detalladamente sus quejas. Algunos están dispuestos a regresar a su tierra, siempre que los cazadores no los exploten y les permitan vivir libremente. Otros ya no quieren regresar más, pues, mal que bien, aquí ven cosas nuevas y siempre tienen la posibilidad de que alguien los adopte o de hacer su vida en algún rincón, sin molestar, aprendiendo lo que puede enseñarles la ciudad. Por eso, señor Presidente, yo le pido una cosa, objeto de esta solicitud. Que el Estado me dé una subvención a fin de mantener a los monos en la granja, bien tratados y alimentados, como lo merece una especie tan inteligente o que les ofrezca un parque donde puedan vivir en plena libertad haciendo lo que quieran o que se les permita vivir en la ciudad, como cualquier persona, con el compromiso de que nadie atentará contra ellos y los tratarán como al prójimo que son. Si eso no fuera posible, señor Presidente, yo no puedo responder de lo que puede pasar. En estos meses de encierro se han reproducido, ya pasan de dos mil, y cada día están más hambrientos. Muchos otros monos, además, siguen llegando, desde sus lejanas comarcas, atraídos tal vez por la voz de la raza. En la granja ya no hay sitio para ellos y, si en estos días la situación no se resuelve, si no se admite que son iguales que nosotros y que tienen derecho a todos los derechos, no respondo de lo que pueda pasar. Yo creo que terminaré por abrir las puertas de sus jaulas y dejar que arrasen la ciudad.
París, 1 de diciembre de 1976