Cuenta la leyenda que la historia del Museo del Oro comienza con la adquisición del célebre poporo quimbaya, un recipiente ceremonial de oro que se utilizaba para el mambeo de las hojas de coca. La impactante belleza del objeto fascinó a las directivas del Banco de la República e inmediatamente ordenaron comprar más. Pero, la verdad es mucho más interesante. En 1939 doña Magdalena Amador –una dama de la clase alta bogotana– puso en venta dicho poporo. Entre los compradores más interesados había un aristócrata europeo, por lo que si el objeto terminaba en sus manos los colombianos lo perderían para siempre. El gobierno no quería repetir el error de 1892, cuando el entonces presidente Carlos Holguín regaló a la reina española María Cristina de Habsburgo 123 piezas precolombinas de oro para agradecerle el fallo favorable que su país había proferido a Colombia en un problema de límites con Venezuela. En ese entonces aún no existía conciencia de que las obras maestras de los orfebres quimbaya, muisca y de San Agustín hacían parte del patrimonio cultural del país. Hasta entonces, los guaqueros habían logrado saquear muchas tumbas indígenas y convertir las piezas de arte en simples lingotes de oro. Pero a comienzos del siglo XX las cosas empezaron a cambiar. En Europa la etnología y la arqueología estaban de moda y el arte y las costumbres indígenas, tildadas de bárbaras durante décadas, ganaban valor.  El espíritu del conquistador –que desprecia todas las culturas que doblega por la fuerza– daba paso al del investigador –que quiere descubrir la humanidad del otro en las diferencias físicas y culturales–. Ya en 1930 varios arqueólogos europeos habían venido a Colombia a estudiar las tribus indígenas y como resultado de sus investigaciones publicaron libros como Arte monumental prehistórico, de Konrad Theodor Preuss. Estos primeros estudios demostraban el desarrollo que habían alcanzado estos americanos originarios mucho antes de la llegada de los españoles. Contagiado por este espíritu moderno, el gobierno colombiano prohibió que estos tesoros salieran del país, y pidió al Banco de la República comprar el poporo y comenzar una colección que fuera de los colombianos. Para 1942 el banco ya tenía alrededor de 2.000 objetos, sin duda, la muestra de orfebrería precolombina más grande del mundo. Muchas de las piezas venían de las colecciones privadas de colombianos como Fernando Vélez Restrepo y Leocadio María Arango, dueño de unos ejemplares formidables. En 1988 –con alrededor de 20.000 piezas metálicas en sus vitrinas– el museo adquirió un ajuar funerario muy similar al que Holguín había regalado a España; por eso lo llamaron Nuevo tesoro Quimbaya. En un principio se pensó que el banco solo debía guardar objetos de oro, plata y cobre. Pero a medida que colombianos y extranjeros analizaban el impecable trabajo de orfebrería de los indígenas y descubrían el desarrollo que alcanzaron estas civilizaciones, el valor de los objetos pasó a radicar en su valor intrínseco como obra de arte. Hoy día –dice su directora María Alicia Uribe– el Museo del Oro tiene alrededor de 33.000 piezas de metales preciosos y 21.000 de materiales como concha, hueso y cerámica. Como todo coleccionista, las directivas del banco se interesaron por averiguar más sobre los objetos que guardaban y comenzaron a financiar expediciones arqueológicas y estudios metalúrgicos de las piezas. Esto fomentó que las universidades colombianas empezaran a ofrecer este tipo de carreras y que entidades como el Instituto Etnológico Nacional –fundado en 1941– aparecieran en el panorama. En 1959 –tras haber estado ubicado en la sala de juntas del banco durante 20 años- el museo se trasladó a un edificio en la carrera Séptima con avenida Jiménez y abrió sus puertas al público. El nuevo Museo del Oro seguía los parámetros de los museos modernos –que resaltan la estética del objeto y cumplen un papel pedagógico–, y sus paredes tenían imágenes y estaban llenas de información sobre las piezas y sus creadores. Esto último se había logrado gracias a las investigaciones promovidas por las directivas del banco. El  impresionante éxito del museo logró que se construyera un edificio diseñado para albergar la colección. Por eso en 1968 pasó a su actual sede, en la carrera Séptima con calle 14, que tiene cuatro salas de exhibición, un sótano donde se guardan y se restauran las piezas. Allí –sobre todo después de la remodelación terminada en 2008- el Museo del Oro, que recibe alrededor de 500.000 visitantes al año, alcanzó su máxima expresión y se convirtió en lo que el crítico de arte Gustavo Santos había descrito en 1948 como “la más extraordinaria atracción de orden cultural que Bogotá puede ofrecer a propios y extranjeros” 1939: Con el poporo quimbaya, el Banco de la República comienza a coleccionar piezas precolombinas. Los especialistas tardaron casi 100 años en averiguar el uso que los indígenas habían dado al objeto. 1948: En una publicación, el crítico de arte Gustavo Santos llama a la colección Museo del Oro. 1959: El museo estrena nueva sede en la carrera Séptima con avenida Jiménez y abre sus puertas al público. 1968: El museo se muda a su sede actual que tiene todas las características de un museo moderno: se resalta la estética del objeto y se cumple una función pedagógica. 1988: El museo compra una colección de valor y tamaño similar al tesoro quimbaya que en 1892 el gobierno regaló a la entonces reina de España, María Cristina de Habsburgo. 2008: Se terminan las remodelaciones que duraron varios años y costaron alrededor de 20 millones. El museo queda tal cual está hoy. Los indígenas y el metal En Oriente Medio, la humanidad comenzó a trabajar el metal hace 9.000 años. Pero en Colombia las piezas más antiguas datan de 1500 a.c. Durante 2.000 años las tribus indígenas del país perfeccionaron las técnicas de orfebrería y supieron mezclar a la perfección los diferentes materiales. El oro –lo brillante y poderoso- representaba lo masculino y el cobre –rojo y cambiante- lo femenino. La unión de lo femenino y lo masculino producía nuevos colores, olores y brillos que no existían en la naturaleza, y que simbolizaban diferentes aspectos de la cosmología indígena. Pero con la llegada de los españoles la orfebrería se acabó casi por completo. La mayoría de los objetos metálicos del Museo del Oro fueron creados a partir de un molde de cera. La flexibilidad de esta última facilitaba hacer el diseño. El molde de cera se cubría con una capa de cerámica y cuando esta estuviera seca se ponía al fuego para que la cera se derritiera. Acto seguido se derramaba el metal hasta que llenara el molde y adquiriera su forma. Cuando el oro o el cobre se solidificaban, se rompía la cerámica. Por eso cada una de las piezas de la colección es única. Máscara antropomorfa con decoración facial

Esta pieza desvela la particular fisionomía de los indígenas y deja ver que la nariz era su característica más prominente. Las orejas son demasiado alargadas por cuenta de las pesadas orejeras que utilizaban como decoración. Dicen los especialistas que los indígenas utilizaban su cuerpo para explicar el cosmos. Por eso, esta máscara también habla de una particular visión del mundo. Balsa muisca

A finales del siglo XIX un grupo de exploradores que buscaba El Dorado en el fondo de la laguna de Guatavita encontró una barca de oro que parecía representar el famoso ritual en el que el cacique bañado en oro saltaba a la laguna para pedir a los dioses una buena cosecha. Esa pieza –que terminó en manos de un coleccionista extranjero- se perdió en un incendio en el puerto de Bremen. Tocó esperar casi 100 años a que otra similar apareciera en una gruta en el municipio de Pasca, Cundinamarca. Esta última es una de las piezas más emblemáticas del museo. Pectoral en forma de hombre-jaguar / El hombre-murciélago

Por su agresividad, su fuerza y su brillante color dorado, el jaguar era símbolo de poder. Se le asociaba con entidades sobrenaturales como el sol, el oro, el fuego y el trueno. Por eso los sacerdotes y los gobernantes eran los únicos hombres dignos de semejante animal. En las crónicas de indias los españoles hablan de hombres vestidos de felinos, con máscaras de oro, las uñas largas y las pieles del jaguar cubriendo su cuerpo casi desnudo. Los hombres-felino eran venerados por toda la comunidad. Para los indígenas todas las cosas de la tierra eran seres humanos. La gente-pescado y la gente-delfín se diferenciaba por la visión que tenían del mundo, pero no por ser seres completamente distintos. La cosmología de cada uno de ellos les venía por las características de su cuerpo. Pero este último era removible y se podía cambiar a voluntad. Si las personas se disfrazaban con plumas y comenzaban a bailar imitando a las águilas, también adoptaban su cosmología.