Jérónimo López

En la época de Bolívar, los virreyes y los más elegantes de la clase dirigente eran vestidos en la sastrería López.

Jerónimo López era un sastre de profesión, muy conocido en Santa Fe, con una clientela muy exclusiva entre la que se contaban los virreyes. Las clases altas seguían los usos y costumbres de España. Ostentaban lujosos vestidos de telas importadas cuyo costo era muy oneroso. El primer cliente, entre los virreyes, fue José de Espeleta y luego Antonio Amar y Borbón. López debía ser muy hábil con la aguja, porque les fabricaba sus casacas bordadas con hilos de oro, aunque la anatomía del representante del rey en la Nueva Granada no era propiamente la de un modelo de elegancia.

Los rasgos físicos del virrey –según Próspero García Gamba– eran los de un hombre “pequeño y gordo, de carrillos mofletudos y rojos, voluminoso abdomen que parecía imposible pudiese descansar sobre sus piernas, y que él cubría, desde su corto cuello, con un enorme chaleco de grana, mientras ajustaba sus anchas espaldas con una casaca de alambre y grandes carteras; ojos estúpidos que nada revelaban y para colmo de imperfección, una sordera bastante severa para perder las dos terceras partes de lo que se le decía. Así era el primer magistrado de la colonia”.

Sin embargo, el sastre Jerónimo López se pavoneaba por las calles de Santa Fe con capa colorada, calzón corto de terciopelo negro y zapato con hebilla de oro, del brazo de su esposa Rosa Pinzón, quien en Vélez, su pueblo natal, fabricó chicha y pan antes de conocer al sastre del virrey.

Quince días antes de la Navidad –9 de diciembre– del año anterior a la independencia, Jerónimo López recibió felicitaciones del virrey Amar y Borbón por el nacimiento de su primogénito, a quien bautizó en la Catedral con el nombre de Ambrosio. Para entonces, ya comenzaban los movimientos de independencia, lo que ponía a pensar al sastre que, de triunfar los patriotas, su negocio se iría a la ruina, porque los virreyes se iban y los criollos no tenían con qué vestirse bien, y tampoco sabían de eso. Podría decirse que su negocio se lo iban a poner de ruana. “Nariño, de vaina se sabe poner la ruana”, habría pensado.

Ambrosio López

Fue un agitador social y creador de la sociedad de artesanos, el primer sindicato del país.
Ambrosio López fue un líder popular y artesano.

En un ambiente de pugnacidad entre los artesanos y el Gobierno, se realizaron las elecciones para escoger al reemplazo del general Mosquera, certamen que se hizo en el Convento de Santo Domingo, porque en la época era el lugar más adecuado para esa clase de eventos. Estaba ubicado en donde hoy se encuentra el edificio Murillo Toro. La cita era en la tarde del 7 de marzo. Allí, en bandos contrarios, estaban José Domingo Pumarejo y Ambrosio López, a quienes el destino tenía signado que se encontrarían después y que sus familias se iban a unir para dejar dos presidentes de Colombia. Pumarejo, de pergaminos y de dinero, y López, un líder popular, artesano, entonces presidente de una entidad que agrupaba a ese populacho de ruanas y ropas modestas. No se conocían. Uno, en sitio privilegiado en ese certamen, con voz y voto, y el otro en las barras.

El señor Pumarejo era un gran terrateniente; López era dueño de un modesto taller de sastrería en el barrio Las Aguas. El señor Pumarejo, viejo parlamentario, no había sentido sobre sí ni las molestias de la lluvia; López, agitador del artesanato, había temblado de frío muchas noches. El señor Pumarejo nunca tomó en sus manos, finas y blancas, ni un fusil ni un arado; López curtió su ánimo en guerrillas y desgracias. El señor Pumarejo gozó de una vida regalada y fácil; López, sufrido, conoció la agria cara de la pobreza. El señor Pumarejo, imperioso y soberbio, con sus ojos azules, votó por Cuervo; López, voluntarioso, bajo de inquietos ojos, gritó por José Hilario López.

¿Quién se iba a imaginar que iban a ser los abuelos de los López Pumarejo?

Si acaso se vieron de lejos respondiéndose a gritos:–¡Viva Cuervo! –decía uno como cualquier aristócrata.–¡Viva López! –respondía el otro, con voz de líder artesano.

Pedro A. López

Antes de su quiebra, fue el mayor exportador de café, el pionero de la navegación en el Magdalena y el dueño del Banco López, con su cara en cada billete.
Don Pedro A. López creó el Banco López y en 1921 construyó en la avenida Jiménez de Quesada. | Foto: mumo

Pedro Aquilino López era un hombre de ambiciones que no veía porvenir en el taller de sastrería en el que trabajaba con su padre (Ambrosio). Entonces comenzó a laborar con Silvestre Samper Agudelo en los negocios de importación y exportación. Tuvieron algunos tropiezos debido a la guerra de 1876 y con solo 19 años se fue a Cúcuta, ciudad fronteriza en donde presagiaba un buen porvenir para los negocios. Se equivocó, regresó a Bogotá de nuevo y volvió con don Silvestre Samper, cuando su negocio se había recuperado.

Samper Agudelo lo envió a Honda. Con su patrón trabajaba en el día y en la noche hacía sus negocios particulares, en los que contaba con el apoyo del mismo Samper. Su actividad particular fue creciendo tanto que resolvió independizarse. Ya en esa época tenía un capital propio de 3.700 libras esterlinas.

Desde cuando era el modesto dependiente de don Silvestre Samper Agudelo en Honda, deambulaba por la casa de don Joaquín de Mier en plan de negocios, pero también para ver a esa hermosa niña de ojos verdes y piel aperlada, María del Rosario Pumarejo, hija de ‘Polocho’ (fallecido e hijo de José Domingo Pumarejo).

Rosario Pumarejo murió siendo muy joven, antes de cumplir los 30 años, pero dejó una numerosa prole.Pedro A. López, cuando llegó a ser un próspero comerciante, se atrevió a acercársele más a la joven Rosario, a manifestarle su amor y a proponerle matrimonio. Se unieron así la nieta de José Domingo Pumarejo y el hijo del artesano Ambrosio López. Tuvieron seis hijos: Alfonso, Pedro, Eduardo, Sofía, Paulina y Miguel.

Crecieron sus negocios, vendió ruanas de algodón y merinos con flecos que enviaba en consignación a Bogotá. En Nueva York tuvo abiertos créditos, despachó tabaco a Hamburgo y café a Manhattan.

Fue creciendo el emporio económico y político de Pedro A. López. Hizo negocios con oficinas de Alemania, de Londres y de Nueva York. Estando en sus actividades, el 13 de junio de 1897 recibió un telegrama de Bogotá en el que le avisaban sobre la gravedad de salud de su padre, Ambrosio, quien tenía 88 años. Viajó, lo vio por última vez y lo llevó a darle cristiana sepultura, pero no lo acompañaron los artesanos de sus años de juventud y de las luchas reivindicatorias. Ya formaba parte de otra clase; por eso marcharon con él, de levita, los Samper, Miguel, con su esposa Teresa Brush, y sus hijos; don José María, con su esposa, Soledad Acosta de Samper, y sus hijas Blanca y Bertilda.

Después de trabajar varios años con los Samper, montó tolda aparte –ahora sí definitiva– dentro de la mayor armonía. Presagiando lo que iba a significar el café para la economía del país, se dedicó primordialmente a la exportación de este producto. Sin desatender su oficina y negocios en Honda, resolvió trasladarse con su familia a Bogotá, para garantizarles una educación a sus hijos. Era un camino de herradura, de varios días. Llegaron primero a Serrezuela, lo que hoy es Madrid, en Cundinamarca, mientras atendían a una de sus hijas, cuya salud estaba quebrantada. Varios meses permanecieron allí y luego siguieron camino a Bogotá.

Don Pedro A. creó el Banco López y en 1921 construyó en la avenida Jiménez de Quesada, entre las carreras séptima y octava, el edificio Pedro A. López, de seis pisos, lo más ostentoso de la época, en donde funcionaban sus oficinas. En esa época era considerado el hombre más rico de Colombia.