En un ambiente ya crispado por la guerra de Vietnam, el Gobierno de Lyndon Johnson redobló su apuesta y anunció que reclutaría a decenas de miles de jóvenes más. Así, en 1966, mientras Estados Unidos sumaba 385.000 soldados en el país asiático, en medio de un conflicto creciente, muchos jóvenes buscaron evitar el reclutamiento y agruparse en las universidades. Ese mismo año, Bobby Seale y Huey Newton creaban las Panteras Negras en Oakland.
Además de una guerra sin sentido con un enorme costo humano, en 1968 los asesinatos de Martin Luther King y de Robert Kennedy ahondaron las divisiones. Mostraron que no había límites en esa lucha que enfrentaba ideologías de hipismo, progresismo y paz contra un establecimiento anquilosado que echaba mano de métodos nefastos para eliminar las voces disidentes.
Cuando llegó la convención demócrata, Johnson ya había anunciado que no aspiraría a la reelección. Por eso, el certamen presentaba la oportunidad perfecta para protestar y varios grupos tomaron rumbo hacia la ciudad para exigir el fin de la guerra.
El alcalde Richard Daley trató de disuadirlos a las malas. Les negó permisos para manifestarse en el espacio natural Grant Park, y blindó el International Amphitheater, que albergaba la convención, con alambre de púas y 17.000 oficiales armados entre Policía y Guardia Nacional. Daley sirvió la mesa para el desastre, y el desastre sucedió. Los manifestantes llegaron por miles sin un lugar donde congregarse. Un florero de Llorente fue suficiente para encender la mecha y desencadenar su furia a gases y golpes de bolillo con la venia del alcalde.
Pero apenas comenzaba el abuso. Meses después del brutal episodio, Richard Nixon llegó a la Casa Blanca con ganas de mostrar su músculo aún más represivo y poderoso que el del alcalde demócrata. Por eso montó un juicio para perseguir a siete de los manifestantes y a un black panther que ni siquiera estuvo en la ciudad el día de los hechos.
El juicio de los 7 de Chicago, cinta que Netflix estrena a mediados de mes, narra de manera fragmentada y ágil los hechos que llevaron a la represión policial. Y culmina con el juicio absurdo al que sometieron a ocho manifestantes escogidos a dedo con la idea absurda de una conspiración criminal para incitar a la violencia.
Aaron Sorkin escribió y dirigió el filme. Se trata del guionista que ganó el Óscar por The Social Network, que le entregó a Jack Nicholson la frase “You can’t handle the truth!” y el que creó la primera gran serie sobre la Casa Blanca, The West Wing. Sorkin habló con SEMANA sobre el proyecto que estrena el 16 de octubre.
En estos cuatro años la brutalidad policial ha regresado con fuerza, ¿en qué punto escogió contar esta historia?
AARON SORKIN: En 2006, Steven Spielberg me dijo que quería hacer una película sobre los motines de Chicago en el 68 y el posterior juicio de conspiraciones dementes que vino luego. No sabía bien de qué hablaba así que me tocó investigar mucho. Y si bien la cinta nunca se hizo, la elección de Trump llevó a Steven a considerar que era hora. Yo ya había dirigido Molly’s Game, y él pensó que lo hice bien y debía asumir el proyecto.
¿Cuánto influenciaron los hechos actuales en la escritura y el rodaje?
A.S.: La historia nos parecía relevante mientras filmábamos, no necesitábamos que se volviera más relevante; pero eso fue lo que sucedió de maneras escalofriantes. Si ves cómo CNN cubre los choques entre quienes protestan y la policía, cuando hay gases lacrimógenos, cuando ves a la gente recibiendo bolillazos y disparos de goma, ensangrentada, ves una demonización de la protesta. Y parece no haber ninguna diferencia entre hoy y 1968: la brutalidad policial es igual, la polarización es la misma. Asusta un tanto encontrarnos en esta situación de nuevo.
En Colombia, oficiales de la policía se taparon las insignias, muy similar a las escenas de la represión que filmó...
A.S.: Los eventos actuales no influenciaron el filme, pero los cambios que se fueron dando en el mundo sí se veían reflejados en el guion... en maneras que hubiera preferido que no sucedieran.
Nos estamos dando cuenta de que la democracia no anda en automático, y si no se lucha por ella, se pierde
Usted mezcla momentos muy duros con toques de humor, ¿por qué?
A.S.: Si puedes contar una historia seria con sentido del humor, te haces un gran favor. Antes de que una película sea persuasiva, relevante o desencadene una discusión, tiene que ser una buena historia bien contada que debes ser capaz de ver y gozarte. Además, la historia real está poblada de personajes coloridos. Abbie Hoffman y Jerry Rubin eran muy chistosos, y el juicio en sí fue un circo.
Dirigió un reparto muy talentoso con Sacha Baron-Cohen, Eddie Redmayne, Mark Rylance, entre otros. ¿Fue difícil?
A.S.: Al levantarme sentía que alguien me daba las llaves de un Fórmula 1, y pensaba que mientras no lo chocara contra el muro, iba a ganar la carrera. Muchos de ellos están acostumbrados a liderar sus proyectos, sin embargo, trabajaron maravillosamente en equipo y eso se ve en la pantalla.
Es la segunda película que dirige, ¿volverá a escribir exclusivamente?
A.S.: Todavía quiero trabajar con grandes directores. Sin pestañear, trabajaría de nuevo con David Fincher. Pero me he divertido dirigiendo, con cada cinta se aprende un poco más. Como guionista uno no escribe para ser leído; uno escribe algo para que se interprete. Para mí, dirigir es una extensión del proceso de escribir el guion.
¿Quién va a parar a la ‘west wing’ después de esta elección?
A.S.: –Ríe– Si te refieres a la West Wing de verdad, tengo plegarias. Esta es una emergencia, y nos estamos dando cuenta de que la democracia no anda en automático, y si no se lucha por ella, se pierde.
El conflicto más interesante en su película viene de los mismos manifestantes, entre quienes hay una tensión importante. ¿Lo planeó así?
A.S.: Me tomó un tiempo. Primero, fue necesario investigar muchísimo. Tenía que aprender sobre todos los hechos, y luego definir la historia y cómo contarla. Opté por tres relatos contados al tiempo: el drama en el juzgado; la evolución del motín de una protesta pacífica al caos del encuentro violento con la policía; y la esa tensión entre Tom Hayden y Abbie Hoffman, dos tipos del mismo lado que quieren lo mismo al final, pero que no se soportan y creen que el otro lastima la causa. Esto también refleja una conversación que estamos teniendo en Estados Unidos del lado izquierdo: el conflicto entre el cambio incremental, que trata de hacer las cosas por medio de elecciones, y quienes ya perdieron paciencia y creen que una revolución cambiará las cosas. Esos lados son Tom y Abbie.