Era 1965 y Beatriz González buscaba su identidad como artista. Quería hacer algo diferente, no quería ser ni Botero ni Lucy Tejada. Pero no encontraba la solución y eso la desesperaba. Hasta que un día abrió El Tiempo y vio en la sección de crónica roja una foto pequeña, de mala calidad, de una humilde pareja con un ramo de flores. Fue un momento revelador: decidió pintarlos. La historia era atractiva. Él, era un jardinero; ella, una empleada de servicio. Creían que el mundo era demasiado cruel para que se pudieran amar de verdad, así que se fueron a la represa del Sisga, recién inaugurada, para suicidarse. Antes se habían tomado una foto para que sus familiares los recordaran. Y esa imagen cautivó a la pintora, tanto que aún hoy la guarda y la emociona como si la viera por primera vez. Ella no encuentra las palabras para expresar lo que le genera. Pero ¿para qué más palabras que Los suicidas del Sisga? Con ese nombre bautizó su obra. González puso vertical una pintura que hacía en ese momento y sobre esa misma tela pintó a la pareja. Se demoró casi un mes y mandó el cuadro para el Salón Nacional de Artistas, donde tenía que pasar por dos filtros: un jurado de admisión y otro de calificación. El primero rechazó la obra porque la consideraba “un mal Botero”. Pero la crítica de arte Marta Traba se opuso y logró que la aceptaran en el salón, el 20 de agosto de 1965. El cuadro se llevó uno de los premios y así “comenzó a tener su propia historia, a cobrar una importancia que yo ni siquiera me soñé”, recuerda la autora. Luego, el salón recibió un apoyo económico de una empresa de publicidad, que, como parte del convenio, recibió unas obras. Entre ellas estaba Los suicidas, que hoy hace parte de esa colección privada. Pero la artista temía que con el paso del tiempo la pintura que había quedado debajo manchara el original. Decidió entonces hacer una segunda versión –que hoy está en el Museo La Tertulia de Cali– que no le gustó. Por tal motivo hizo una tercera versión –que hoy está en el Museo Nacional– más pequeña, que sí la convenció. Además, esa tercera versión viajó por todo el país en lo que se llamó en su momento ‘El tren de la cultura’. La importancia de Los suicidas del Sisga se debe a su repercusión y no deja de sorprender “cómo una imagen se le graba a la gente en la cabeza y se vuelve casi iconográfica, cómo se vuelve mística, casi sagrada, una imagen profana”, señala el artista plástico Humberto Junca. Además, esta obra marcó la carrera de Beatriz González pues se dio cuenta del interés que tenía por las fotos de los periódicos, los afiches, las láminas, las imágenes del gusto popular. No se trata de un asunto menor. Para el crítico de arte Eduardo Serrano, Los suicidas del Sisga es una obra “que marca un interés por los problemas sociales, que pone los ojos en los problemas de la gente de pocos recursos, que hasta ese momento no era un tema prioritario en el arte colombiano”. Entre tanto, la pintura no se salva del debate sobre si es arte pop o no. Y es que la propia autora no cree que pertenezca a ese género. Incluso, reconoce que cuando escuchó por primera vez sobre Roy Lichtenstein y James Rosenquist pensó que eran unos científicos. Ni siquiera Andy Warhol la cautivó mucho. Paradójicamente, hace poco recibió una invitación para exponer las tres versiones de su obra bajo el concepto de arte pop. Pero esta vez le tocó aceptar esa etiqueta: ¿cómo decirle que no a una exposición en el museo Tate Modern de Londres? La exposición se inaugura el próximo 15 de septiembre y durará seis meses. “Es la consagración de ‘Los suicidas del Sisga’”, dice González. Y esto no es, ni mucho menos, una sorpresa. La obra sigue vigente: “Me sorprende ver cómo una pintura sobrevive a los grandes cambios de la humanidad, a la avalancha actual de imágenes”, señala Beatriz González. O sea que, tal vez como nunca, los suicidas siguen más vivos que nunca.