Marcela Villegas Camposanto Sílaba, 2018 132 páginas Guardar la sal en la nevera, dejar de pagar facturas, descuidar la apariencia personal: los primeros síntomas de la decadencia mental de los seres cercanos son imperceptibles o así nos parecen porque la primera respuesta es la negación. Hasta que un día las evidencias son contundentes: lo que se guarda en el lugar equivocado ya no es la sal, sino las bandejas de carne, en el clóset, con las pañoletas. El mal olor y el despido de la empleada de toda la vida por hacerlo notar es una toma de conciencia a la cruda y nueva realidad. Eso le ocurrió a Amalia, la protagonista de esta novela, con su madre. “Deterioro mental” o tal vez “alzhéimer”, le dirá un indiferente neurólogo, mientras se mira las uñas, “satisfecho consigo mismo”. Un caso más entre cientos de casos, pero que ella deberá afrontar. Y padecer. La muerte en cuotas y por lo tanto un duelo a pedazos: “Un día despedí el sentido del humor de mi mamá, otro, su buena memoria, otro más, su control sobre lo cotidiano. Hoy, que estoy enterrando su independencia, siento que he parido una hija vieja que me entrega el neurólogo. Y he de cuidarla y no verla crecer, sino encogerse y diluirla”. Amalia es antropóloga forense y su trabajo consiste en reconstruir, a partir de los huesos, de las prendas, de los objetos, las historias de gentes asesinadas en masacres y sepultadas en fosas comunes. Eso la ayudará a relativizar y a minimizar su duelo. Los familiares de aquellos muertos perdidos también han hecho el suyo a punta de resignaciones parciales mucho más terribles: “Ellos paren un muerto y reciben los huesos y los acunan. El cabrón del neurólogo tenía razón: esta es una tragedia común y corriente. Me avergüenza un poco mi dolor narcisista, pero sigue ahí, aunque intente achicarlo”. Puede leer: Los miedos del mundo La memoria individual y la memoria colectiva son el contrapunto de la narración. De una parte, Amalia reconstruirá la historia de su madre: quién fue, sus virtudes y sus defectos, sus amantes, la relación con su padre, con sus abuelos, con ella, hecha de amor y a la vez de recelos, de silencios y secretos: “–Debe haber un error. Ella no usa prótesis–. La enfermera pone cara de no entender. Miro a mi mamá y veo, por primera vez en mi vida, su boca desdentada y una red de arrugas como insectos alrededor de sus labios. Es más de lo que puedo soportar y lloro por ella, pero sobre todo por mí y por los secretos que nunca me contó. Lloro por su falta de confianza, casi tan grande como mis reservas hacia ella”. De otra parte, con su trabajo, Amalia recuerda una realidad que la mayoría del país ha querido ignorar, pero que ahí sigue, tozuda, resistente, porque los huesos nunca dejan de hablar: “No todos somos iguales ante la muerte. La vida nunca se borra por completo; deja sus claves sutiles en el esqueleto. Los huesos son bitácoras que hablan de los ancestros, del hambre y de los golpes. De la enfermedad o de la dicha y la riqueza. Reescribimos ese registro para quienes no pueden leer el relato de los huesos pero conocen la otra historia: la del sexo, el fenotipo, la edad y la estatura”. Para no caer en las abstracciones, la memoria colectiva se individualiza acá con la historia de Felipe, un transexual asesinado por orden del paramilitar Muñeco y enterrado en una fosa común. “Pienso que entre la pila de cajas con restos exhumados de Los Caobos deben estar los de esta muchacha alta que tal vez fue a la muerte apretando sus zapatos blancos de charol contra el pecho”. Dos tragedias cotidianas, cercanas a muchos colombianos, encarnadas en un mismo personaje y en una misma narración, sin patetismos, sin estruendos, sin tesis, con inteligencia y humanidad, que la vuelven creíble y desencadenan una honda reflexión alrededor de estos temas. Creo que la sobriedad es el gran mérito de esta narración. Solamente una objeción. Los monólogos en los que habla la madre, Elena, no me parecieron muy convincentes, aunque reconozco que es audaz intentar mostrar cómo es, cómo opera por dentro una mente que se deteriora.