Un día le dije al fotógrafo Nereo López que había soñado que él cumplía cien años, y sus amigos le hacían tremenda fiesta. – No joda, tú estás loco –exclamó en su jerga Caribe–. A mí, cuando mucho, me quedan cinco años. Y en seguida soltó una risotada. Era una tarde de septiembre de 2002. Él tenía entonces ochenta y dos años y parecía obsesionado con el paso del tiempo. – De mi archivo fotográfico –dijo– saldrían seis libros temáticos y una antología. Quisiera verlos publicados antes de morir. – ¿Ya los tiene listos? – Sí, claro, pero no se los quiero dar a cualquier editorial sino a una que me garantice que los va a publicar volando. A esta edad aplazar es sinónimo de cancelar. Estaba sentado en la sala del apartamento donde entonces vivía, en el centro de Bogotá. Tenía sobre las piernas dos pesados álbumes que contenían varias de sus fotografías. También allí, en las fotos, se sentía el paso del tiempo: en los automóviles descontinuados de las calles bogotanas, en los bigotes imperiales de los hacendados boyacenses, en los pantalones zancones de los carnavaleros en Barranquilla. En una foto el compositor Rafael Escalona, todavía joven, le ofrecía serenata a una musa. En la siguiente varios muchachos desnudos se arrojaban a un río. En la que vino después los músicos de una banda animaban un fandango. Le dije que sus seres, seguramente, se encontraban marchitos o muertos; que su río, después de tantas sequías y desbordamientos, ya era otro, y que también mutaron las trompetas de los músicos. – ¿No te dije que todo se vuelve viejo? – ripostó. Pero lo que él calificó como viejo a mí tan solo me parecía antiguo. El milagro de sus fotos, añadí, era que nos devolvían, intacto, un país que ya no existía. Poco después de aquel encuentro, como cualquier muchacho recién egresado de la universidad, Nereo se fue a probar suerte en Nueva York, un tanto desilusionado porque en Colombia no le prestaban atención. Allá, según me contó en un par de correos electrónicos, se sintió renovado. Encontró amigos, entusiastas de su obra. No le publicaron los libros “volando”, como quería, pero se los publicaron, y él sobrevivió para verlos impresos. Volví a tropezármelo en enero de 2011, esta vez en Barranquilla. Fue en la casa de nuestro amigo Jaime Abello Banfi, quien nos invitó a almorzar. Aquella tarde me dio una lección inolvidable: yo tenía una cámara fotográfica que había comprado recientemente, y quería que él me dijera si era buena o mala. En vez de responderme la consulta, comenzó a burlarse de mí. – Mala sería si hubiera matado a alguien. – Póngase serio, maestro. Usted sabe de qué le hablo. – ¿A ti quién te ha dicho que esos aparatos toman fotos? Uno es el que dice: “la foto está aquí”, o “la foto está allá”. Las cámaras solo son impresoras: imprimen la foto que uno ya tiene adentro. Le agradecí con una palmada sobre el hombro. Eso sí: para desquitarme de su sarcasmo le recordé que en 2002, cuando nos conocimos, él pronosticó que moriría en cinco años. Su vaticinio, le dije, había resultado un fracaso total. Entonces sonrió, y por toda respuesta me mostró el libro que habían editado en Nueva York con sus fotos. Nereo se veía entero, contento. También los personajes retratados por él lucían radiantes. Al tomar el libro en mis manos vi a García Márquez bailando la cumbia de su noche de gloria en Estocolmo y a un boga descamisado que parecía a punto de abandonar la página. La belleza –le dije– no muere, y tampoco muere el que ha sabido crearla. Entonces le prometí que en 2020, si sigo vivo, seré yo quien le organice la fiesta de cumpleaños. No para exaltar su vejez, aclaré, sino para celebrar su eternidad. Vea algunas de sus fotos aquí.