Con una tragedia de repercusión mundial a cuestas, es decir, a pesar de esa muerte devastadora de uno de sus músicos más importantes (a horas de su presentación), que le representó un hoyo de cartel, pero, sobre todo, un vacío espiritual y humano irreparable, el Festival Estéreo Picnic salió más que airoso en su regreso. La cara de la muchísima gente que salió el domingo en la noche era una de satisfacción, en gran mayoría, muy diferente a la que se dibujó en los rostros del viernes en la noche, cuando caían las malas noticias.
Este un logro gigante, y un testimonio a la curaduría musical que ofreció más escenarios que nunca en su vasto terreno y los llenó de propuestas valiosas. Dio la impresión de que hubo espacio y público para todo (la impresión, esa totalidad es imposible). Los dos headliners que llevaban el peso del evento vieron esa carga aligerada por todo el resto de músicos que entregaron un poco más de lo que usualmente entregan. Esto se notó, al menos en la conexión con la audiencia.
Si algo, la muerte de Taylor Hawkins, tan presente en los asistentes, en la organización y en los artistas que compartían este cartel con su banda Foo Fighters, recordó que había que abrazar el hecho de estar vivos. Por eso, después del golpe inicial se hizo mandato impulsar con onda y ganas el regreso de este evento referente de la región y honrar la música y el baile en sus distintas manifestaciones.
La misión no cambió por cuenta de la tragedia, se ratificó.
La música, lo esencial
Esta fiesta extendida de numerosos matices musicales se probó una vez más un gozo para los seguidores de las bandas que tocan, claro, pero sobre todo para quienes no se enmarcan en un género. Aquí sí aplica que en la variedad está el placer. A mí me llevó el rock, en principio, pero descubrí que me hacía poderosa falta un concierto de pop cuando me llamó, cuando a él me expuse.
Es que, si uno se deja, en una misma edición el festival lo arrastra por un rango muy variable de sonidos y de emociones. Destapa el rock nacional que vibra (Babelgam, Margarita Siempre Viva, Teatro Unión), da espacio a voces hermosas y colaborativas (Briela Ojeda, Las Añez), a los sonidos del Pacífico colombiano (La Pacifican Power, Bejuco) y de los Montes de María (Los Gaiteros de San Jacinto)... todo mientras abre la vitrina a los espectros más “taquilleros internacionales”, como al poder del pop británico y estadounidense en sus muchos matices (Jungle, Marina, Doja Cat, Ashnikko), a la descarga única en el cuerpo que genera el rock fuerte que domina el presente (Turnstile, Idles, ¡JODER!), el que regresa por sus irreverentes fueros (The Strokes), y el que suena intemporal y eterno por la cantidad de alma que lo alimenta (LP).
Y claro, cuenta también con un amplio despliegue de electrónica (que movió el comienzo de siglo, como la de Fatboy Slim, y la que mueve hoy, como la de Ela Minus o Kaytranada). En su eterna expansión, en su simbólica edición de regreso pospandémico el festival también le abrió espacios al reggaetón, que tuvo el espacio central por primera vez (cuando J Balvin cerró el escenario principal el sábado), al vallenato (con el Binomio de Oro de América, que para muchos mereció un mejor sonido, pero aún así emocionó a muchos), y a artistas cuya música es un híbrido particular de corrientes y evoluciones (C Tangana). Estas, solo por mencionar algunas opciones en varios de los géneros representados. Es una bestia, y apenas se va recomponiendo.
El rito sagrado
A través de esa paleta multicolor, el FEP demostró que en tiempos de dolor las artes son la cura, que las canciones sanan. Seguir tocando, cantando, bailando fue el remedio de los vivos. Casi todos los artistas que vi lo anotaron en su espectáculo. Y los que no lo anotaron, lo ejercieron con su descarga.
Además, la densidad normalizada de la época quedó atrás por unas horas. En tiempos en los que las secuelas de la pandemia siguen causando estragos, en los que la guerra interna y externa se dispara y el miedo del escalamiento es fundamentado, e incluso en los que otros festivales cayeron presa de su propia ambición (dejando deprimidos a miles de asistentes y de comerciantes), esta edición del Festival Estéreo Picnic fue un oasis. Sí, una versión digna de la década de los 2020s, con su propia tragedia de reverberación global, pero oasis y celebración de vida de todas formas. Qué enorme fiesta fue.
Ahora, ya empezó una nueva semana, todo terminó. Es duro volver a la tierra después de experimentar en la piel y en el alma ese microcosmos de todo lo hermoso y todo lo frágil en esta existencia. La música en vivo no se compara con nada, y por eso deja sembrada la semilla de que el año que viene, si se da, que ojalá, el FEP pueda ser aún mejor. Y a muchos niveles, este fue espectacular.
Yin y yang
El FEP es un evento tan grande que es impensable que salga libre de pecados. Quizá había que prever que el estacionamiento se iba a quedar pequeño y había que avisar desde antes que habría otra posibilidad del otro lado de la autopista. Quizá había que ser muy francos en prevenir sobre las esperas largas de la salida de los buses, que llevó la paciencia de miles al límite. Fácil decirlo...
Y, de nuevo, no es impensable que a la prensa se le dé un espacio serio de trabajo con internet estable, desde el cual cubrir cualquier eventualidad (de impacto local o mundial) no sea imposible, como sucede en el resto de festivales serios del mundo. Todo esto se puede y se debe mejorar en un evento que tiene todo para ser invariablemente excelente.
Con respecto a las circunstancias complejas de esta edición, que dieron pie a cancelaciones, reprogramaciones y demás agites de última hora, la organización gestionó con valentía la mayoría de las terribles bolas curvas que lanzó el destino y así triunfó poderosamente. Incluso en el transporte no fue todo caos: hubo aciertos como la evacuación de los autos por salidas distintas a la autopista principal (vía Sopó). No se trataba de un regreso más rápido, pero sí de uno fluido que se agradece. Tomando en cuenta experiencias en locaciones pasadas, es mejor moverse que estar estancado tres horas en un trancón.
No cayó una gota de agua, además, en este 2022, y cuando eso pasa el Picnic es inigualable, un enorme pastizal lleno de conciertos vibrantes por todo lado, en cinco escenarios, con feria artesanal, comercial, comidas y un sistema cashless que sigue sin sortear ‘las vueltas’ de manera convincente (y sigue siendo una fila que más vale hacer temprano) pero que se justifica a la hora de pagar y recibir.
Más allá de estos detalles, que no son secundarios, los rostros que se vieron al final de estos tres días de congregación reflejaban que el público y el Festival se enfocaron en la música y así se hicieron más fuertes que sus problemas. Felicitaciones a quienes armaron esta congregación masiva y necesaria, y que la edición 2023 les salga aún mejor.