Diane Wei Liang La Casa del Espíritu Dorado Siruela, 2017 400 páginas La última novela de la Trilogía negra de Pekín, de Diane Wei Liang, consolida a la investigadora privada Mei Wang como un gran personaje. En El ojo de jade nos la había presentado. Pero acá, en La Casa del Espíritu Dorado, la vemos en acción, en una trama más negra, más dura, que la emparenta con esa vertiente norteamericana –Chandler, Hammett– del policiaco como crítica social. La detective, en su pesquisa, resuelve el crimen parcialmente. O mejor, llega hasta donde la dejan llegar quienes manejan los hilos del poder. “Los peces gordos” apenas la dejarán husmear el tema de la corrupción: “A la alta jefatura le preocupa mucho este caso y quieren que os transmita esa inquietud. Es esencial que consigamos esa condena y la pena de muerte. La gente quiere un ajuste de cuentas. Tenemos que hacer ver que se hace justicia”. Como resultado de su investigación nada cambia sustancialmente, pero su periplo vale la pena: logra una radiografía social. Mei Wang nos introduce, de la mejor manera, en la China actual, ese engendro de comunismo y capitalismo, de partido único y emprendimiento, de valores tradicionales y un culto desmedido por el dinero. “¿Tú sabías que el Ejército Popular de Liberación es el grupo empresarial más rico y poderoso de China? El Departamento de Estado Mayor del Ejército de Liberación es propietario de China Poly, la sociedad de cartera de inversiones. El Departamento de Política General es propietario de China Carrie, que se dedica a inversiones y exploraciones mineras. La Marina del Ejército de Liberación es propietaria de la naviera Sonhai de China. Está también Sanjiu, que es el mayor fabricante de productos farmacéuticos de China”.
Mei Wang sale en su Mitsubishi rojo a recorrer Pekín, con sus trancones, su polución, sus rascacielos modernos y sus desapacibles edificios de la era maoísta, con sus tiendas de marca y sus mercados populares, sus restaurantes chic y sus bares de tallarines, sus avenidas de ocho carriles y sus callejuelas antiguas –hutongs–, sus inmigrantes del campo y los orgullosos capitalinos. De alguna manera, su situación es privilegiada para observar los enormes contrastes. Su hermana Lu dirige un exitoso programa de televisión y está casada con un empresario muy rico, y Mei, exfuncionaria del Ministerio de Seguridad Pública –tuvo que salir por un tema de acoso–, tiene una modesta agencia de investigaciones, con un empleado –el bueno de Gupin-, la cual tiene que disfrazar como “consultoría de información” porque los investigadores privados son ilegales. No sabe hacer guanxi –relaciones sociales, contactos– como su hermana, algo básico en la nueva sociedad de guetos y poderes cerrados, ferozmente competitiva. Mei es una outsider, incluso en su propia familia. Tiene 33, no se ha querido casar y sigue atada al mundo de su padre fallecido: un escritor que fue enviado a una granja de reeducación –donde ella creció– durante la Revolución Cultural, por criticar al presidente Mao. Un karma con un agravante: fue su madre la que denunció a su padre para salvar a sus hijas porque estaban con el partido o morían. Su oficio actual de investigadora es una forma de resistencia y de amor filial.
El caso que debe resolver en esta oportunidad, contratada por un carismático abogado, es el de una empresa farmacéutica en expansión, La Casa del Espíritu Dorado, que fabrica unas píldoras muy apetecidas para curar “los corazones rotos”. La compañía, del sur, de provincia, ha contratado a un exmilitar, el señor Li, para que le ayude a entrar en el mercado de la capital y le haga guanxi con las entidades gubernamentales de salud, pero él no ha producido resultados y aparentemente está quedándose con el dinero. Habrá crímenes, juicios, pistas falsas, amor, desamor, persecuciones, prostitutas, testigos claves, personajes entrañables como el inspector Zhao y, por supuesto, un final absolutamente sorpresivo, como corresponde a las buenas novelas policiacas. “Pero ¿en qué clase de mundo vivimos?, pensó el inspector Zhao, encendiéndose un cigarrillo. Estiró las piernas y se echó hacia atrás. No alcanzó a ver estrellas en el cielo”.