Por: Carl Henrik Langebaek
Es bien sabido que cuando Cristóbal Colón llegó al Nuevo Mundo pensó que había encontrado asiáticos y por eso se le ocurrió llamar “indios” a sus pobladores, al asumir –como pareció apenas natural– que las tierras americanas eran una extensión oriental de la India. Poco a poco, sin embargo, se hizo evidente que se trataba de un nuevo continente, separado de Asia. Entonces se especuló que Dios había decidido poblar el Nuevo Mundo después del diluvio con descendientes de Noé o con alguna tribu perdida de Israel. En todo caso, los textos bíblicos y las narraciones de la Antigüedad clásica fueron los textos de referencia obligados para entender quiénes eran y de dónde venían los indígenas que encontraron los conquistadores. El problema es que el Nuevo Mundo había quedado por fuera de los textos sagrados.
Paradójicamente, en algo tuvieron razón los europeos del siglo XVI: los indígenas americanos no eran autóctonos, aunque en realidad tampoco los europeos lo eran. Todos, europeos, asiáticos, australianos son descendientes de antiguos ancestros que habitaron África y que desde ese lugar conquistaron los demás continentes. Fue un proceso que comenzó entre hace 300.000 y 100.000 años, cuando oblaciones de ese continente comenzaron a reemplazar o a mezclarse con otros humanos, como los neandertales, cuyos ancestros lejanos también habían salido de África. Este continente tiene la población genéticamente más diversa del mundo y fue allí donde se dieron los primeros pasos de hominización; es decir, de la conformación del humano moderno a partir de sus parientes primates.
Es un hecho que la diversidad humana tiende a reducirse a medida que la población se aleja de África. Los humanos poblaron primero Europa y Asia para llegar más tarde a regiones relativamente aisladas, como Australia, las islas del Pacífico y América. Hoy es claro que la población americana más antigua es relativamente reciente, que vino de afuera y que lo hizo desde Asia. Ahora bien, esto no quiere decir que las poblaciones indígenas sean idénticas a las poblaciones asiáticas. Como trataré de mostrar en este capítulo, el poblamiento del Nuevo Mundo fue un proceso de divergencia y diferenciación gracias a que la distancia, el sexo y el tiempo hacen milagros. Hoy se estima que la mayor parte de la población indígena comparte ciertas mutaciones que se desarrollaron en el Nuevo Mundo, aunque todas sean en últimas descendientes de poblaciones asiáticas.
La historia del poblamiento del Nuevo Mundo tiene aún muchos interrogantes. La mayoría de los arqueólogos estaría de acuerdo con lo que acabo de escribir, pero los cuándo y los cómo relacionados con el tema son preguntas más difíciles de responder. El momento (o los momentos) en que ocurrió la entrada de humanos al Nuevo Mundo es un tema no resuelto del todo. Algunos sitios arqueológicos indicarían la presencia de humanos hace unos 30.000 años, pero la evidencia es muy discutible. Por lo general, únicamente el arqueólogo que excavó un sitio al que se asigna semejante antigüedad, o un puñado de sus amigos, cree en la validez de su interpretación. Lo que es claro, y ningún arqueólogo dudaría, es que hace unos 14.000 años habían ocupado el continente, desde Alaska hasta el extremo más meridional de Suramérica.
Inicialmente, se propuso que los primeros pobladores correspondían a grupos especializados en cacería de grandes animales, algunos de ellos extintos, que usaban unas puntas de proyectil de piedra llamadas clovis. En opinión de muchos arqueólogos, simplemente no podían existir sitios anteriores a hace 11.000 años. Poco a poco se ha encontrado que esa idea simplifica las cosas y que algunos de los primeros pobladores eran más antiguos y no usaban puntas clovis.
Así las cosas, por ahora lo más prudente es aceptar esa ocupación relativamente tardía; es decir, no más antigua que hace unos 20.000 años, pero sí anterior a hace 14.000 años. Durante años, la mayor parte de los arqueólogos estuvo de acuerdo en que entró una sola población, aunque algunos pocos se inclinaban a pensar que fueron varias, pero no muy distantes entre sí. Lo último parece ahora lo más probable. Para citar un caso, Walter Neves y varios de sus colegas han propuesto que los restos más antiguos encontrados en el Nuevo Mundo no son mongoloides; es decir, no tienen todas las características de los pobladores asiáticos contemporáneos y que eso puede indicar que ingresaron cuando existía una morfología algo más generalizada. Por esta razón, argumentan, hay similitudes entre los restos más antiguos en el Nuevo Mundo con restos antiguos encontrados en África, Polinesia o Australia, independientemente de que posteriormente entraran asiáticos de morfología más claramente mongoloide. El lector va a encontrar, de cuando en cuando, asombrosas noticias sobre relaciones genéticas entre indígenas del Nuevo Mundo y grupos polinésicos o australianos, e inmediatamente dejará volar la imaginación pensando en intrépidos viajes cruzando el Pacífico. La realidad es que esas relaciones bien pueden existir, pero no demuestran vínculos directos con los pueblos que hoy están en esos lugares, sino con sus ancestros, que muy probablemente no estaban en el mismo sitio.
La llegada relativamente reciente de grupos que no eran muy distintos entre sí fue, por mucho tiempo, una paradoja; 13.000 años o incluso 16.000 años de historia les pareció a algunos demasiado poco para dar cuenta de la gran variedad de sociedades que se desarrolló en América. Estos autores tienen razón en que la diversidad es enorme: algunos dicen que en 1492 había más de 140 familias lingüísticas en el Nuevo Mundo, y quizá más de 1.000 lenguas, la mayor parte de ellas mutuamente ininteligibles. Si bien Suramérica cubre apenas el 13 % de la superficie terrestre, tiene el 27 % de las familias lingüísticas y un porcentaje enorme de las lenguas que se consideran aisladas. ¿Cómo se puede explicar esto?
Es verdad que el Nuevo Mundo tiene una gran cantidad de lenguas indígenas aún hoy, después de siglos de la expansión del español, el inglés, el francés y el portugués, pero la diversidad cultural y lingüística no es función directa del tiempo. Autores como Daniel Nettle demuestran que la diversidad de lenguas encontrada en esta parte del mundo es coherente con una rápida expansión y fusión de grupos humanos unido a cierto grado de aislamiento, incluso si las primeras poblaciones fueron muy pequeñas y relativamente homogéneas. Como veremos más adelante, en el Nuevo Mundo no hubo una expansión de lenguas y pueblos comparable a la que ocurrió en el Viejo Mundo después de la implementación de la agricultura, razón que ayuda a explicar por qué no se redujo la diversidad lingüística en tiempos recientes, como sí sucedió en este último. Por cierto, se puede mencionar que hay territorios mucho más pequeños con mayor variedad lingüística. Para dar un ejemplo, solo en la Isla de Nueva Guinea, mucho más pequeña que América, existen cerca de 750 lenguas. Es un caso raro, pero sugestivo. El punto es que 14.000 años es mucho tiempo, suficiente para explicar la enorme diversidad cultural que encontraron los europeos en el siglo xvi.
¿Qué tanto de la diversidad se desarrolló en el Nuevo Mundo? ¿Qué tanto provino de Asia? Las primeras pistas para responder estas preguntas las ofreció la lingüística, especialmente gracias al trabajo de Joseph Greenberg. En los años ochenta, este investigador propuso que casi todas las lenguas habladas en el continente tenían un origen común llamado amerindio. Su razonamiento se basó en que gran parte de los lenguajes indígenas comparten palabras que indicarían, en últimas, un tronco común. Greenberg anotó también que dos familias tenían un origen diferente, ambas limitadas a Norteamérica: na-dené y esquimal, las dos correspondientes a poblaciones que entraron hace no más de 2.000 años. Las tres familias lingüísticas tenían parecidos con lenguas asiáticas, pero eran muy distintas entre sí. Las primeras pistas proporcionadas por Greenberg fueron un buen punto de partida y sirvieron de base para nuevos estudios. Un caso interesante es el de la investigadora Christy Turner, autora que, previamente a los planteamientos de Greenberg, había observado algo interesante respecto a variaciones en la dentadura de los indígenas americanos. Existían tres categorías: un grupo correspondiente a los inuit y aleutianos (habitantes de las islas Aleutianas que se desprenden de Alaska), con estrecha relación con pobladores de Siberia; otro que se limita a la costa noroccidental de los Estados Unidos, y un tercer grupo que comprende el resto del continente. En resumen, era posible hablar entonces de lo que algunos denominan tres grandes viajes, o tres oleadas de poblaciones asiáticas diferenciadas, las cuales habrían entrado al continente en épocas distintas, como parecía confirmar el planteamiento de Greenberg.
No obstante, con el paso del tiempo se han hecho muchas críticas al trabajo de Greenberg. Parece que el autor simplificó mucho las diferencias entre las lenguas americanas. Otro problema es que asumió que las lenguas se transforman a una velocidad constante, lo cual es bastante cuestionable. Lo cierto es que las lenguas no son un material apropiado para hablar de relaciones biológicas, porque tienen una dinámica muy distinta a la de los genes: se extinguen, se mezclan, aceptan y ofrecen préstamos, cambian de generación en generación sin seguir patrones ordenados ni ritmos constantes. Tienen, sin duda, una historia que no necesariamente se relaciona con el origen biológico de sus hablantes, ni con la tecnología que usen. En resumen: los tiempos de la genética y los de las lenguas siguen caminos separados, porque la forma como se genera la diversidad en cada caso es muy diferente. El cambio lingüístico es ante todo un fenómeno cultural y depende de procesos sociales y eventos históricos. Una lengua puede permanecer más o menos estable por cientos de años, y cambiar rápidamente en un lapso mucho menor. Esto no tiene nada que ver con la forma como ocurren los cambios genéticos. Independientemente del tema lingüístico, los más recientes estudios respaldan la idea de que los primeros pobladores del continente estaban muy relacionados entre sí en términos biológicos. Los estudios de Turner indicaban que gran parte de la población nativa del continente, incluyendo buena parte de Norteamérica, Centroamérica y Suramérica, provenían de un tronco común, y recientes estudios le dan la razón. Por ejemplo, Marcus Hamilton y Briggs Buchanan demostraron que la expansión de los pueblos desde el norte hasta el sur del Nuevo Mundo pudo haber sido rápida. A esto se suman estudios genéticos que muestran que los parientes más cercanos de ciertos individuos de algunos sitios norteamericanos datados hace 10.700 años corresponden a restos de personas encontrados en Brasil. De hecho, en esa época tan temprana, es claro que sus parientes más cercanos estaban ampliamente distribuidos a lo largo del Nuevo Mundo, y no se encontraban en Asia. La población americana, en otras palabras, se había diferenciado desde temprano respecto a sus orígenes asiáticos.
Lo anterior, por supuesto, no quiere decir que todas las poblaciones indígenas fueran idénticas. Es imperativo explicar cómo poblaciones con un origen común asiático, relativamente reciente, pudieron al mismo tiempo generar una diversidad biológica nada despreciable. Para ello, me voy a referir a varios estudios genéticos, así que unas pocas palabras sobre su base científica no están de más. La molécula responsable de la herencia biológica es el ácido desoxirribonucleico (o ADN). El ADN está organizado en cromosomas, los cuales se albergan en el núcleo celular. Los humanos tienen 23 pares de cromosomas, para un total de 46. Cuando se producen óvulos o espermas ocurre un proceso llamado recombinación; así, en cada uno de ellos se produce una mezcla de información de los 23 pares de cromosomas. Esto es clave, porque al mezclarse información de cada progenitor se garantiza la diversidad, lo que ocurre también con la mutación; es decir, con pequeñas alteraciones en la información genética que puede suceder en estos procesos. Ahora bien, dentro de las células existen estructuras llamadas mitocondrias, las cuales tienen una característica extraordinaria porque poseen su propio material genético. Este ADN mitocondrial (conocido como ADNmt) es clave para los estudios genéticos porque su variabilidad se debe exclusivamente a mutaciones, no a recombinaciones, y porque, además, se transmite únicamente a través de línea materna. Los óvulos tienen mitocondrias, y el esperma que los fertiliza también, pero las pierde antes de hacerlo. En breve, el ADN de nuestras mitocondrias se hereda de nuestra madre, abuela, y así sucesivamente.
Anteriormente anoté que a medida que la población humana actual se alejó de África tendió a ser menos diversa. Esto se basa en que la complejidad genética (medida en términos de ADNmt) en África es mayor que en cualquier otra parte y eso quiere decir que su población seguramente es la más antigua, porque tuvo más tiempo para acumular un mayor número de mutaciones. Y las mutaciones son, junto con las recombinaciones, la fuente de la diversidad.
Teniendo en cuenta lo anterior, si se mira un mapa se verá que la comunicación entre Asia y América, es decir, el estrecho de Bering, es uno de los puntos más alejados de África que existen en el planeta. Los estudios genéticos confirman en efecto que, de toda la diversidad genética existente en el mundo, solo una parte entró al Nuevo Mundo. No importa si lo hicieron cuando se formó un puente de tierra en periodos muy fríos entre Alaska y Asia a través de Bering, o más bien siguiendo la línea costera, temas sobre los cuales los arqueólogos han debatido por décadas: los primeros pobladores que entraron seguramente sufrieron lo que los genetistas llaman el efecto “cuello de botella”. Esto quiere decir que la población que ingresó no era una muestra representativa de la diversidad de la población asiática de la que provenía (la cual de hecho ya era bastante reducida en relación con sus ancestros africanos).
Un ejemplo puede hacer más fácil entender lo que probablemente pasó; si se toma una muestra de 1000 colombianos para habitar una remota isla, es poco probable que la población seleccionada sea tan diversa como el conjunto de la población colombiana: con seguridad será menos diversa y ciertos genes con información heredada de generación en generación se perderán, porque ninguna de las 1.000 personas seleccionadas los tiene. Al cabo de cierto tiempo, la población de esa remota isla no será idéntica a la población colombiana original: será menos diversa, aunque nadie discuta que se origine de ella. Lo mismo pudo pasar con esos primeros pobladores, organizados en grupos pequeños, los cuales trajeron consigo solo una muestra de la diversidad genética original (ya un tanto reducida desde el primer viaje fuera de África) y que en no muchas generaciones ya no era exactamente igual a sus antepasados cercanos de Asia.
Lo importante es tener en cuenta que el fenómeno de “cuello de botella” no sucedió solo una vez, sino muchas, a medida que la población humana poblaba el Nuevo Mundo. Todo indicaría que, mientras que los grupos se iban separando, nuevos eventos de cuello de botella y la fijación de ciertas variantes genéticas que pudieron ser raras en la población original generaron cambios morfológicos.
Para explicarlo, vuelvo al caso de los 1.000 colombianos que fueron enviados a la isla remota: con el tiempo, a medida que se reproduzcan entre ellos o incluso con algún visitante ocasional, parecerá una población distinta a la de los colombianos originales, porque cierta información genética rara en la población original puede ser más común en la muestra de 1000 individuos, y a través de generaciones lograría implantarse como información típica de la nueva población. Por supuesto, esta no fue la única fuente de diversidad. Por lo menos hay tres consideraciones más: primero, las poblaciones que entraron estaban relacionadas, pero no eran necesariamente idénticas. Segundo, durante cientos de años es probable que las poblaciones del extremo norte de Norteamérica y de Siberia se mezclaran en diversos grados antes de que esas poblaciones migraran más al sur. Tercero, también en el Nuevo Mundo hubo tiempo para que ciertas mutaciones se implantaran en algunas poblaciones.
Entre las pistas más importantes sobre cómo se comenzó a generar la diversidad en el Nuevo Mundo, debo mencionar las que nos ha aportado el estudio del ADNmt. Como mencioné, este ADN es heredado a través de línea materna, no es modificado fácilmente por el ambiente y sufre tasas altas de mutaciones que son relativamente constantes. Esto quiere decir que, si se comparan dos individuos, se puede estimar con cierta precisión el tiempo transcurrido para que sus líneas de descendencia se separaran. La historia es fascinante: el genetista Douglas Wallace encontró que los grupos indígenas se clasificaban en cuatro grupos (denominados haplogrupos, es decir, grupos de personas que tienen ADNmt similar), cada uno de los cuales incluía individuos que comparten ciertas mutaciones. Estos grupos fueron denominados A, B, C y D, y comprenden a la mayor parte de la población del Nuevo Mundo. Lo más interesante es que su distribución no es gratuita: todos los grupos, excepto el B, están presentes en Asia, pero no en otras partes del Viejo Mundo. A es predominante en el norte de América, B en el centro y en el sur, y C y D son más comunes en el sur.
En Colombia, por cierto, los estudios genéticos muestran que entre los grupos indígenas actuales, y también en los restos humanos excavados por los arqueólogos, hay una tendencia interesante: el haplogrupo A tiende a ser más común en el norte, mientras los haplogrupos B y C lo son en el sur. Por cierto, basado en la idea de que los cuatro haplogrupos se habían diferenciado en Asia, Antonio Torroni y su equipo propusieron que correspondían a cuatro grandes movimientos de población, realizados en épocas diferentes, aunque esto último no ha sido aceptado por todos. Andy Merriwether, alumna de Wallace, realizó un estudio genético entre los indígenas yanomamö de la selva amazónica brasileña y venezolana, y encontró que los cuatro haplogrupos estaban representados. La investigadora concluyó que los cuatro linajes eran muy comunes en el Nuevo Mundo y que un solo viaje podría dar cuenta de la diversidad. En su opinión, el azar, más que el poblamiento ordenado de linajes distintos, cada uno correspondiente a un grupo de poblaciones diferenciadas, ofrecería una buena explicación de la diversidad. Los haplogrupos A, B, C y D no serían entonces evidencia de distintas migraciones, sino –de nuevo– resultado de patrones de deriva genética que se fijaron en las poblaciones originales que comenzaron a diferenciarse rápidamente.
El efecto del tamaño de los primeros grupos humanos es importante en la discusión. Unos pocos grupos pequeños que tienden a separarse cada cierto tiempo, desplazándose a regiones donde encuentran nuevas condiciones ambientales, pueden producir, a la larga, diversidad genética y cultural. Los estudios más recientes sugieren que en Suramérica hay diferencias genéticas entre la población andina y la población de las tierras bajas orientales, y también sugieren que hay mayor diversidad genética en el occidente que en el oriente del continente. El investigador Walter Neves y sus colegas hablan de que hay importantes diferencias en la forma de los cráneos: las poblaciones del occidente tienden a tener rostros estrechos, alargados y prognáticos (es decir, que sus mandíbulas son sobresalientes), mientras que las poblaciones del oriente tienden a tener rostros anchos y ortognáticos (con la mandíbula entrada). No obstante, no es claro el significado de esas diferencias y existe polémica sobre si ello se debe a condiciones genéticas o son resultado de adaptaciones.
En resumen, lo más sensato por el momento es aceptar que las poblaciones indígenas americanas son de origen asiático, y más específicamente siberiano, pero que a lo largo de 14.000 años sufrieron procesos de diversificación, tanto en lo cultural como en lo biológico. Como señala el investigador Tom Dillehay, no es conveniente asumir que lengua, cultura y genes se pueden meter en una sola cajita. El punto central es reconocer que la diversidad fue un aspecto importante de los grupos humanos a medida que poblaron el Nuevo Mundo, y que, cuando entraron a Centroamérica y Suramérica, encontraron una variedad de ambientes antes desconocidos para ellos, y por supuesto, este increíble medio que se llama trópico.
Debo anotar que durante años se pensó que los primeros indígenas que entraron a Suramérica durante la transición Pleistoceno/ Holoceno no pudieron hacerlo durante mucho tiempo debido a las conocidas condiciones selváticas del tapón del Darién. Hace años, Reichel-Dolmatoff señaló el absurdo de este mito y recordó con ironía que los indígenas parecen no haber leído las teorías al respecto y se mueven por la selva sin mayores problemas. Imaginar que se debió necesitar un clima más frío, que la playa se hiciera más ancha o que se formaran corredores de sabana para poder ingresar al norte de Suramérica es, claramente, equivocado. El mal llamado tapón podrá ser un obstáculo considerable para los camperos 4 × 4, pero no para los indígenas. Hoy sabemos que entre hace 28.000 y 14.500 años, el Istmo era bastante diverso. Investigadores como Anthony Ranere, Dolores Piperno y Deborah Pearsall han encontrado que durante esa época se trataba de un verdadero mosaico de climas, que incluía selva tropical húmeda, bosques secos y sabanas.
Lo anterior quiere decir que los humanos, antes de poner un pie en este territorio que llamamos Colombia, eran diversos y estuvieron expuestos a condiciones ambientales muy variadas, lo cual, como espero demostrar, tendría unas consecuencias muy importantes en lo que sucedió a partir de ese momento.