Estar en este lugar donde confluyen arte y energía es sentirlo, solo basta tener un alma. La opresión está en el aire, a la vista en los telones negros que cuelgan de los altos techos y se extienden casi por todo lo largo y ancho del espacio principal. Son toneladas de telas las que hacen de este negro marfil la ventana para sentir que todos los seres humanos, sin importar las corrientes que sigan, pueden ser malos.
No hay orden, no hay recorrido en este abordaje casi total al Museo de la Universidad Nacional titulado ‘Condiciones aún por titular’, pero en su espacio principal sí es inmediata la sensación del cacheteo. El piso, como si hubiera pasado un huracán, no es solo accesorio en una sensación de escombros literales y vacío. Las bancas incompletas de iglesias, desmembradas, muchas dentro de este espacio, esto mientras otras afuera les dan la bienvenida a los espectadores cargando bloques de piedra encima que las doblega.
En una pared de la gran sala, unos costales de origen coreano, que refuerzan la intención de Óscar Murillo (La Paila, Valle del Cauca, 1986) de explicar que esta energía negra es global y la clase obrera es una. Un video sobre su creación Collective Conscience (que presentó en parte en el Premio Turner), suma dimensiones esenciales a esta experiencia de vísceras que entrega el colombo-británico. En otra sala se suma el proyecto ‘Frecuencias’, que cautiva desde su material, fuente e intervenciones, como la del patio del museo, que volvió entre una trinchera y una fosa común.
En esta entrevista, Murillo asegura que “aquí no hay nada nuevo”. Quizá se refiere a la naturaleza humana, porque sí hay capas extra en este proyecto que tomó vuelo desde 2015 junto con María Belén Sáez de Ibarra, la curadora y directora del espacio. Mucho más que el artista, y quizá porque vive aquí, Sáez de Ibarra ve en el proyecto un reflejo gritado de la situación del país y un diálogo en tiempo real de su montaje con el estallido social. El proyecto persiste en su llamado, como persiste la dualidad que define a Colombia entre la geografía dadivosa y las atrocidades que la siguen desgarrando.
En 2019, junto con los otros tres semifinalistas del Turner Prize de arte, que pidieron ser declarados ganadores conjuntos y lo consiguieron, Murillo trastocó la historia de la famosa entrega. La disrupción no le incomoda. Y más allá del Reino Unido, donde sus muestras son siempre comentadas, su obra ha dado de qué hablar en rincones de Azerbaiyán, Croacia, China y en polos artísticos como Venecia, Berlín. Con proyectos como ‘Frecuencias’ su creación artística ha tocado aún más latitudes y se hace aún más valiosa (más allá del dinero, claro está).
Y en Colombia, donde lo han seguido polémicas en las que poco tiene que ver, al fin vivió el tiempo suficiente para no sentirse turista. Sobre su muestra, su arte y la rotura del imaginario que tenía de su región natal nos habla en esta entrevista que dio desde México.
SEMANA: Es una experiencia sobrecogedora la que ofrece en el museo, especialmente en el espacio principal, ¿cómo la describe?
Óscar Murillo: Es una situación visceral, pero no hay nada nuevo, no se trata del contexto actual o contemporáneo. Es muy fácil hablar de la guerra y del conflicto, colombiano o internacional, una salida fácil, pero la humanidad siempre ha vivido en crisis. Yo la veo como algo espiritual. Esa energía espiritual oscura se vuelve un hoyo negro muy fuerte, que arrasa con todo. Literalmente chupa, extrae esa energía negra, como un campo magnético para todo tipo de descarga maligna. Y me interesó el negro marfil como canalizador simbólico de esas energías. Describo esto y pienso en las noches en Colombia, son muy oscuras y reflejan eso. En la noche se da como un tipo de exorcismo en el que salen a flote todo tipo de maldades, históricas, actuales.
Las noches en Colombia son muy oscuras. En la noche se da como un tipo de exorcismo donde salen a flote todo tipo de maldades, históricas, actuales
SEMANA: Háblenos sobre la acción que realizó con los ‘años viejos’ (o ‘mateos’, como los llama), parte de ‘Collective Conscience’ que aquí comparte en video.
O.M.: El mateo tiene para mí diferentes facetas. La que conocemos, el escudo simbólico y folclórico anclado a la costumbre popular. En un contexto contemporáneo, la noción de liberar el espíritu maligno del año y quemarlo con el deseo y la espera de que al año siguiente sea más positivo. Yo me apropio del mateo como una representación del obrero y la clase obrera. Si nos fijamos en el vestuario, vemos uniformes de obreros, camisetas de empresas, esas camisitas que regalan los políticos en campaña. Aquí en México, donde hay más consciencia de clase, también “Por un mejor Izamal” se lee en la camiseta del hombre que está “‘llevao’ del hijueputa”. Eso para mí es muy interesante. Ahora, dentro del circuito del arte es siempre muy fácil hablar de la raza, de la violencia...
SEMANA: Es tema que aborda mucha gente, pero ¿no hace la diferencia el cómo?
O.M.: Se volvió comercial, vende como vende el amarillismo, pero, en realidad, la gente sigue diciéndole ‘negrito’ al otro en la calle, seguimos en ‘el indio’. Este problema es de raíz, estamos cagados y con el agua lejos, no hemos aprendido. Por eso, me interesa hablar de la clase obrera en general, no solo en Colombia; esta representa un arcoíris de colores y de razas. No está el afro, no está el indígena, están todos representados. Y en términos globales. Al estadounidense le es casi imposible hablar de la clase obrera, es una cultura que habla de apariencia y aspiración, y el europeo y el británico viven en sociedades que se plantearon en clases. El aristócrata británico prefiere tener una relación más estrecha con el foráneo, con el exótico, porque le asusta ver un individuo de ojos azules, blanco y pobre, de clase obrera, está viendo su propio reflejo.
SEMANA: Sobre usted y sus orígenes, el artista Germán Arrubla dijo que “pertenecía a la orilla del depredador y a la del depredado”. ¿Cómo le sienta esa descripción?
O.M.: Hablaría de ser multifacético antes que de una dualidad. Y esa existencia nació de la ignorancia, y tuvo que ver con haber salido de Colombia en un punto en el que todavía no había desarrollado una identidad. En Londres, un campo multifacético, crecí con cierta libertad.
SEMANA: La muestra se da en un espacio que cree que el arte es político en un tiempo polarizado, ¿importa?
O.M.: No creo en eso, en ser tan dual. Reducir el problema el discurso al actual circo político es perderlo de vista. En lo que propongo no existen estos bailes políticos, que, repito, son universales; nacen del neoliberalismo, hace 40 años, no con Trump ni Uribe; esto tiene que ver con el consumo, con el comercio, con el abandono de lo básico de lo que es ser humano.
En lo que propongo no existen estos bailes políticos, que, repito, son universales; nacen del neoliberalismo, hace 40 años, no con Trump ni Uribe; esto tiene que ver con el consumo, con el comercio, con el abandono de lo básico de lo que es ser humano.
SEMANA: Había querido trabajar y pasar tiempo en La Paila, vino justo antes de la pandemia y luego decidió quedarse, ¿por qué?
O.M.: A varios amigos les he dicho que la pandemia me sirvió para robar tiempo. Para muchos fue muy negativa, perdieron seres cercanos, trabajos, pero para otros como yo, con planes que queríamos y no habíamos podido, fue una oportunidad. Decidí quedarme en Colombia. Una cosa es estar un mes o dos semanas, otra es vivir en el pueblo más de año y medio. Voy mucho, pero jamás había vivido como adulto.
SEMANA: ¿Cómo le fue en esa vida?
O.M.: Fue una de poner en práctica toda una retórica basada en creencias y basada también en la migración. Y de ver otro problema muy grande que tenemos, somos muy racistas en Colombia. Lo somos naturalmente, pero actualmente se desarrolla una xenofobia brutal y muy triste contra el venezolano. La situación de muchos de estos caminantes que uno ve en las carreteras no es muy distinta a la que se presenta en el Medio Oriente. Aquí no se trata de tener lástima, yo no le tengo lástima a la gente de bajos recursos o a la persona de clase obrera, no, pero se trata de que en el momento en que la clase obrera se siente en una posición de poder (por muy pequeño que sea ese poder) sobre el otro, tiene la capacidad de ser maligna. Me refiero a esto: en el contexto de explotación que vive la clase obrera, que es la mayoría de un pueblo como La Paila, ese paileño tiene la capacidad de manifestar una xenofobia contra un venezolano que está en crisis, y no hay empatía. Fue chocante estar ahí en el pueblo.
Y fue importante conocer también de dónde nace esta energía. Soy del norte del Valle, y esa es una plaza muy complicada. La percibía de lejos como un paraíso idóneo. Y vuelvo a las noches, porque las veía como este testigo maligno. Y la espiritualidad y la brujería, todo hace parte de la experiencia. Y comprobé toda esa energía negativa que ha sido parte del campo colombiano, testigo de atrocidades por cientos de años. Todo mientras, al tiempo, se ve el esplendor, la naturaleza colombiana salva y tenemos su fuerza tan brutal. Hay una dualidad ahí.
A veces tengo pesadillas frente a un tanque grande y negro, y me cogen de la cabeza y me sumergen en el agua tantas veces que me dejan como zombi. Y en realidad, en parte ese también es un poquito el obrero, o la población en su contexto masivo. Y más allá del albañil, está también el obrero de ciudad, el oficinista que también vive para pagar el alquiler. Todo eso es interesante.
SEMANA: Háblenos del video meet me! Mr. Superman, proyección a muro entero, algo desconcertante...
O.M.: El video tiene que ver más con esa relación ‘voyeurística’ que sostuve con el pueblo.
SEMANA: Cómo describe el trabajo con María Belén, esta masiva muestra les ha exigido una conexión importante, y que sigue fuerte.
O.M.: Ella se vuelve una cómplice, y hay una relación muy espiritual, y trabajamos muy bien desde lo espiritual. Es una colaboración que ha crecido y ha madurado sin ponerle mucha palabra, desde el sentimiento.
SEMANA: ¿Qué relación tiene con los artistas y el arte colombiano?
O.M.: El único artista colombiano que me interesa es el maestro Wilson Díaz. Y tengo problemas con el artista que vive en Bogotá. Si vive en un país con una geografía tan importante como Colombia –y la geografía dicta mucho–, en una capital a 2.600 metros sobre el nivel del mar, y solo circula en el del gueto burgués, todo es muy clínico, ahí no pasa nada. Y se vive en un discurso teórico europeo. El discurso de la academia colombiana es un discurso europeo francés constipado que no tiene nada que ver con el contexto nacional, entonces, con esa teoría de la academia pierde el año porque no tiene una relación con el país. La relación con el país es ir a la finca, ir a la playa, no es la relación visceral con el territorio que en su mayoría vive en esa diversidad geográfica compleja.
SEMANA: En ‘Frecuencias’ usted interviene lienzos de estudiantes de colegio, los une, y deja también registros al descubierto, ¿qué y cómo decidía su acción?
O.M.: Se vuelve complicado. En el momento de atacar el lienzo hay cosas que son atractivas, y se pregunta uno cómo balancear lo estético con esa información que existe y es importante. El proceso es violento, porque en cada pintura hay un promedio de diez lienzos, de diez individuos. Y el estudiante es como un prisionero. El niño no existe en el mundo. Pero, al mismo tiempo es una cinta de grabación, literalmente graba en el contexto de este proyecto, pero también en su formación y en su crecimiento.
Y a medida que adquiere información va también desarrollando su personalidad, su forma de ser, todo ese cuento. Entonces, esta intervención ataca un poquito, pero al momento de coser estos lienzos, también une estos mundos, a un niño de Nepal con uno de Singapur, Johannesburgo o Nueva York. En ese acto simbólico hay una propuesta y una actividad de contexto de una obra social (en efecto, las obras que se venden van a dar a estas escuelas). Y revela al tiempo, en muchas partes, el rol del imperio. El niño de Kenia o de Gambia lo que ve es la Premier de Inglaterra, y le gusta Rooney.
Y es muy interesante que el contexto geográfico se manifiesta muy visceralmente en estos lienzos, que en algunos casos parecen ya manuscritos del siglo XIX. En algunos, la pátina de estas arquitecturas precarias, donde no hay un suelo y donde tal vez no hay ventanas impregnan. Pasa en África, o en Mumbai en la India, donde prevalecen arquitecturas muy básicas, contrario a lo que pasa en un lugar súper estéril como Singapur.
SEMANA: Volviendo a los telones, estos pesan; cuando usted comparte esta obra con el mundo, ¿se quita ese peso de encima?
O.M.: Se trata de no creer en el discurso simbólico. Y de que todos tenemos la capacidad de ser malos. Hasta el mismo niño tiene esa capacidad de ser malo. No creo en la inocencia de absolutamente nadie, todos somos culpables.
El colombiano es increíblemente racista. El mismo afro detesta su propia piel porque ha sido sometido a un trauma tan brutal. El afro detesta su propia piel y no lo sabe. Así de fuerte es la cosa
SEMANA: ¿Algo que quiera añadir para despedirse?
O.M.: El colombiano es increíblemente racista. El mismo afro detesta su propia piel porque ha sido sometido a un trauma tan brutal. El afro detesta su propia piel y no lo sabe. Así de fuerte es la cosa.
*‘Condiciones aún por titular’ abre al público de martes a jueves y sábado de 11:00 a.m. a 7:00 p.m., y viernes de 11:00 a.m. a 4:00 p.m. Entrada libre con aforo limitado y previa inscripción (inscripción de lunes a jueves, 8:00 a.m. a 4:30 p.m.; viernes, 7:00 a.m. a 3:30 p.m. en este enlace).