Miguel Ángel Manrique Disturbio Planeta, 2009 195 páginas Tropel literario Como Bioy Casares, yo también puedo decir: estudié derecho y me sentí lejos de la literatura. Entonces, estudié literatura pero me sentí aún más lejos. Ay, las facultades de literatura: ¿por qué serán lugares tan poco apasionantes? Tengo de ellas muchos recuerdos asociados con el aburrimiento. Aunque hay uno que es campeón: un cansado profesor de semiótica analizando durante dos horas eternas Pedro Páramo, de Juan Rulfo, a partir del modelo de una señora mexicana -Helena Beristáin, creo- lo cual me provocó, primero, una sensación horrible de estar encarcelado y luego, no miento, una depresión profunda. Sentía que la literatura estaba muriendo en una sala de cirugía a manos de un médico chambón. Por eso, cuando años después fui profesor, me propuse que antes que cualquier teoría, mis estudiantes debían leer primero las obras de los autores que enseñaba. Al igual que la vida, el arte es una experiencia que hay que vivir por sí mismo. No se puede contar, no se puede resumir en conceptos. Ya lo dijo Nabokov en sus cursos de la Universidad de Cornell: "las grandes ideas" que los profesores siempre andan buscando en las obras literarias son pendejadas. Lo que importa son los detalles, "los divinos detalles". Y lo que tiene que ver con nosotros: lo que nos ayuda a vivir, e entender el mundo. Un acercamiento más existencial que formal -proclamaba yo, así me tildaran de "impresionista"- despertaría el entusiasmo de los estudiantes, que a partir del primer semestre empezaba a languidecer de una manera inexorable. ¿Cómo podía suceder eso si la literatura es la pasión por excelencia? Me cansé de luchar contra la burocracia universitaria, contra su discurso tautológico y refractario. La universidad siempre se está reformando -los profesores viven en reuniones inútiles- y todo sigue igual, nada cambia, como lo supo don Tomaso di Lampedusa. La novela de José Donoso, Donde van a morir los elefantes, me confirmaría que en las prestigiosas universidades norteamericanas ocurre lo mismo: la misma burocracia, las mismas mezquindades de los académicos que -me atrevería a decir- ven el amor por la literatura como una sospechosa enfermedad juvenil de la cual hay que curarse a tiempo. Nabokov, desde luego, es la excepción que confirma la regla. Esta no es una digresión personal. De eso trata la novela Disturbio, de Miguel Ángel Manrique. Su personaje central, Manuel Martínez, estudia literatura en la Universidad Nacional. O mejor, "padece" la literatura y se aburre -tanto como yo me aburría con el semiólogo- en las clases de crítica literaria del profesor Samuel Rojas y en las de la profesora Victoria Trujillo, elegante, culta, reprimida, escéptica, borracha y solterona. La sátira implacable a ese mundillo, qué duda cabe, está presente en cada una de sus páginas. El decano, doctor Bejarano, es un cínico -y sátiro- que desde "su torre de marfil" observa a las alumnas con unos binóculos. Y Pierre Boulanger, el ilustre profesor de una universidad francesa, invitado al Tercer Encuentro de Literatura -sobre el cual gira la trama principal- se inspira para su ponencia con una prepago que contrata. Y tiene sentido: el tema del Encuentro es El erotismo en la narrativa colombiana. Desafortunadamente no la conoceremos: un tremendo tropel -estamos en la Nacional, compañero- con papas bomba y cocteles molotov va a impedirlo. Claro que con la ponencia de Bejarano -Rubor y erotismo en María de Jorge Isaacs- tendremos suficiente para gozar: es un delicioso pastiche. Manuel Martínez, "el héroe problemático" de esta historia no resulta menos paródico. Escuálido, feo, morocho, pobretón, abandonado por su padre, con madre comunista, es objeto de burla tanto de los profesores como de sus compañeros. No le perdonan sus gustos, heréticos para la Academia: las novelas de Stephen King, Papillon y La guerra de las Galaxias, su película preferida. Aquí, más implacables que los profesores, son los estudiantes llamados "intelectuales" cuya cabeza visible es la pareja de Omar Hernández y Sara Montenegro, el primero, de tendencias violentas y machistas y la segunda, la "burguesa" del curso. Más benigno es el grupo de estudiantes llamados "los vagos", que terminará acogiendo a Martínez y que se identifican con las diferentes tribus urbanas: Emos y Skinheads. El tercer grupo es intrascendente, salvo por su significativo apodo: "los innombrables". Sí, esta novela de campus es bastante divertida -me reí a mares, gracias- y expresa muy bien la inconformidad contra la enseñanza de la literatura, la institución universitaria y también las crisis y las angustias de los jóvenes. De ninguna manera es una obra para un público especializado. Y no lo es por su lograda estructura narrativa. El relato avanza veloz y envolvente con varias tramas -el Encuentro, la paternidad y el parricidio de Manuel, el atentado terrorista- que se van ensamblando naturalmente con diálogos creíbles y frescos, flashbacks y acciones simultáneas. ¿Se queda en la sátira? ¿Le falta profundidad a su crítica? Tal vez. Leer best-sellers no es el camino y las relaciones entre estudiantes y profesores, como lo ha mostrado Philip Roth, tienen más complejidad de la que aquí se muestra.n