Juan Gustavo Cobo (Bogotá, 1949) empezó como un enfant terrible de nuestra literatura, y lo sigue siendo. Es quizás el poeta más difundido y más internacional de estos últimos decenios. Ha dedicado toda su vida a la cultura colombiana, y lo ha hecho con varios libros de poesía, con la crítica a varios autores nacionales y extranjeros y con el análisis de los más importantes pintores del país. Como editor ha rescatado o difundido a muchos autores. Ha dirigido varias revistas culturales de la mayor importancia. Como los buenos escritores latinoamericanos, también ha sido diplomático en Madrid, Buenos Aires y Atenas. Él sufre de reediciones: el Instituto Caro y Cuervo lo hará ahora con Papeles americanos, completamente agotado.

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Mi primera participación en el activismo cultural fue mi pelea con Gonzalo Arango. Él era un hombre amable y gentil, siempre sentado en la cafetería del Hotel Continental, pero una vez lo nombraron jurado del concurso de cuento en Cúcuta. Los que seríamos de La generación sin nombre –Darío Jaramillo, Augusto Pinilla, Elkin Restrepo– decidimos descalificarlo porque no sabía leer. Era un hombre profético, mesiánico, pero no estaba al día en nada. Redactamos una carta pidiendo su destitución. Buscamos firmas de apoyo y, ¡oh, sorpresa grande!, la firmaron Jorge Zalamea, Mata Traba, Eugenio Barney, Manuel Mejía Vallejo, varios pintores, como Pedro Alcántara, y muchos intelectuales más. Gonzalo sintió que había toda una confabulación mundial contra él.

Luego empezaron a pasar cosas muy curiosas y graciosas. Empecé a colaborar con María Mercedes Carranza, que dirigía la página cultural de El Siglo. Allí contábamos con la derecha franquista más beligerante, que eran Eduardo Carranza y su hijo Ramiro, gran lector de Primo de Rivera. Cuando hacíamos reuniones editoriales en la casa de ellos, bajaba Ramiro y nos preguntaba, “¿Habéis leído a Primo de Rivera?”. Fue la época en que Carranza, delante de Jorge Luis Borges, elogió a Perón. Borges dijo: “Salgamos a la calle”. Carranza propuso un duelo a bastonazos.

En la Universidad de los Andes estudié con gente maravillosa como Danilo Cruz Vélez, Andrés Holguín, Forero Benavides, Tito de Zubiría, Eduardo Camacho y la figura nunca olvidada de Carmen Dupuy. Pero salté a la Nacional para estudiar Lenguas con Carlos Patiño e Historia con Jorge Orlando Melo. Marta Traba llevaba a sus amigos a dar conferencias, como Ángel Rama, Juan García Ponce, Salvador Garmendia y otros de igual temple. En una asamblea, las Juventudes Comunistas nos acusaron a RH Moreno y a mí de ser unos pequeños burgueses. No sé por qué, tal vez por “una forma de la dialéctica” o cualquier cosa que no entendí, decidieron lincharnos. En medio de la trifulca surgió un héroe, un primo de Luis Fayad, Álvaro, quien después sería mártir del M-19. Dijo: “Miren, Moreno Durán y Cobo Borda son casos perdidos. Ellos no son pequeños burgueses, son grandes burgueses, y no entienden nada más que de leer literatura. No pierdan el tiempo”. Impidió nuestro linchamiento. De esta suerte, estábamos apoyados por la derecha con Carranza, inspirado por el fundador de la falange, y por la izquierda de Álvaro Fayad. Sostenidos por los extremos.

Como todo el que quería leer, yo iba con mucha frecuencia a la librería Buchholz, de la avenida Jiménez con carrera octava. Un día, Nicolás Suescún, que era el segundo del señor Buchholz, me dijo: “Mire, Cobo, ya no es necesario que pase tanto por aquí a hacer chistes malos y, sobre todo, a robarse libros. Me voy con una beca al International Drinking (no Writing) Program de la Universidad de Iowa. El señor Buchholz está de acuerdo con que usted me reemplace”. Agregó con solemnidad, casi pontifical: “Aquí están las llaves de la librería”. ¡Seis pisos de libros y un séptimo con galería de arte! También me encargó de la redacción de la revista Eco. Él me mandaría material. Buchholz me daba libertad completa y solo exigía ver la portada, en la cual incluyó pintores del expresionismo alemán que él había expuesto en su galería de Berlín.

En esos seis pisos de la Jiménez había toda clase de libros. El señor Buchholz tenía cuenta abierta en todas las editoriales y gozaba de un gran olfato. Los de la editorial Era de México habían tenido dudas para publicar Bajo el volcán, de Malcolm Lowry. “Gracias a las compras de Buchholz pudimos subsistir”, dijeron. Para El almuerzo desnudo, de William Burroughs, pedimos 40 ejemplares. El vendedor de Siglo XX de Argentina creyó que nos habíamos equivocado. Allá solo se había vendido uno. Le contestamos: “No, no, no, es que aquí hay un montón de homosexuales y drogadictos a quienes les encanta Burroughs”. Fue fantástico porque los vendimos todos. Así era la época, y así aparecieron esas maravillosas especies de extraterrestres, como El túnel, de Sábato, El llano en llamas, Pedro Páramo, Bestiario, Final del juego y Rayuela.

Por la Buchholz circulaban dos grandes lectores de literatura erótica, Carlos Lleras Restrepo y Pedro Gómez Valderrama. Simplemente decían, “¿Hay algo nuevo?”. Pedro tuvo el arrojo de traducir varios capítulos de Lolita, de Nabokov, para Mito.

La librería era un centro de alta política. Por allí pasaban Mario La Torre, Ramón Pérez Mantilla, Alfredo Trendall, Alfonso Palacio Rudas. El Tiempo, a una cuadra, era fuente de información y chismes, pues estaban Enrique Santos Calderón, que actualmente ha hecho de todo en La Habana, pero también Rogelio Echavarría, Eduardo Mendoza Varela y Jaime Paredes Pardo, que hacían Lecturas Dominicales. Buchholz era un epicentro de confabulación. Muchos de los que pasaban por ahí terminaban en el famoso café El Cisne, donde siempre estaban Marta Traba, Rogelio Salmona y un amplio conjunto de actores y artistas. Eso era lo que yo llamaría la vida intelectual de esa época.

Así iba yo hasta que Isadora de Norden me llevó de las orejas hasta arrojarme a las fauces de Gloria Zea, quien estaba en el Museo de Arte Moderno, en el Planetario. Con ella estaba un señor de bigote vikingo, que iba a hacer una exposición. Era Alejandro Obregón, quien dijo que yo tenía que escribir el catálogo. Después me llevó a mi casa, en la calle 93, y le dijo a mi papá, viejo republicano, partidario de Manuel Azaña, “Don Juan Fernando, me llevo a su hijo”. Mi papá contestó: “En sus manos estará bien”. A Alejandro no se le ocurrió nada mejor que llevarme a la casa de Feliza Bursztyn, en donde por primera vez vislumbré en el aire el vuelo azul de la marihuana. Luego, recorrimos el Bogotá nocturno. A todo sitio que entrábamos, Alejandro decía: “¡Qué depresión! No hay como los burdeles de la Costa. Esto es horrible”. Para equilibrar tal desolación, Alejandro me llevó al amanecer del Parque Nacional para recitar poemas de Browning, Lord Byron y John Keats, que sabía de memoria, gracias al colegio inglés donde había estudiado. El frío bogotano y la lírica inglesa empujaron a que Alejandro dijera, así como él hablaba, con frases de telegrama: “Bueno, Juan, vamos a despertar a Asenet Velásquez para desayunar”. La preciosa Asenet salió aterrada. “Asenet, aquí estoy con Juan. ¿Tienes coñac y huevos?”. Comimos huevos con coñac y seguimos recitando poesía inglesa, hasta que Alejandro decidió seguir la ronda. Fuimos al restaurante de Bayron López, su marchand d’art, que siempre le debía dinero por la venta de sus cuadros. Salimos con el fajo de billetes que le entregó y, a continuación, Alejandro me llevó a mi casa, acabando con el tour. Ese, para mí, fue el posgrado. No tuve que ir a Heidelberg, como mis compañeros de los Andes.

Tiempos después, me ocurrió algo excepcional en la casa de Alejandro, en Cartagena. Suspendió la preparación de sus famosos langostinos para ir a sacar de debajo de la colchoneta de su cama una carpeta que tenía el borde quemado. Me lo entregó diciendo: “Juan, solo tú sabes qué hacer con esto”. Era la novela perdida de Eduardo Zalamea Borda, La cuarta batería, que se había quemado en el incendio de El Espectador. Estaba escrita a mano con tinta morada. Cada cierto número de páginas había firmas de sus amigos, que la habían leído. Estaba la firma de Berta Puga, quizás por la amistad de Eduardo con Alberto Lleras, y las de Ignacio Gómez Jaramillo, Alejandro Obregón, el poeta Jorge Rojas y todos los de esa generación.

Pasado un tiempo, llevé ese manuscrito a Benjamín Villegas, quien lo publicó una vez restaurado por la hija de Alfredo Araújo Grau. El original lo entregué a la Biblioteca Luis Ángel Arango.

En uno de esos paseos a Cartagena, ocurrió un epílogo de tragedia griega, de lo más impresionante que me haya pasado. Alejandro, hombre discreto y pudoroso, me tomó del brazo y me llevó aparte y me dijo: “¿Sabes, Juan?, estoy perdiendo la vista”. Eso, dicho por un pintor, fue tremendo. Su entereza me produjo una gran admiración.

Comencé haciendo pequeñas notas sobre algunos artistas, como Armando Villegas y Omar Rayo, pero lo importante, único y épico fue la colección de arte de Seguros Bolívar. Yo ya había sido el Cyrano de Ivonne Nicholls con una carta, escrita por mí y firmada por ella, a un expresidente boliviano. Apenas leerla voló a Bogotá. Como Ivonne quería conocer mejor a Antonio Roda se me ocurrió que lo mejor era hacerle un libro. Le dije: “Una cosa que distingue a Roda es su vanidad estratosférica, y a él nunca le han hecho uno”. Como Ivonne es la pionera, la reina del activismo, de los premios y demás, decidió entregarle la publicación del libro a un amigo suyo, a Poncho Rentería, que nunca había hecho uno.

Al coctel de presentación del libro llegaron los paquetes de la imprenta que había conseguido Rentería. Tomé uno y se lo pasé a ese caballero, el gentleman José Alejandro Cortés, presidente de Seguros Bolívar. Al abrir el libro saltaron todas las hojas al piso, porque no lo habían cosido. Ante ese drama se me ocurrió decir: “Los ejemplares de esta noche están hechos para deshojarse, para que ustedes recojan los grabados del suelo y que el maestro Roda les autografiará”. Irrumpieron en aplausos, y se empujaron para recoger los grabados. Hoy son 20 incunables firmados por Antonio en esa noche única. Así empezó la colección de Seguros Bolívar, que siguió con Obregón, Sofía Urrutia, Manuel Hernández, Lorenzo Jaramillo y muchos más.

Luego vino la otra época maravillosa de hacer libros a granel. Nombraron a Gloria Zea en Colcultura y me pidió que trabajara con ella. Mandé timbrar unas tarjetas de visita que decían: “Juan Gustavo Cobo Borda. Asesor lírico y guardaespaldas moral de doña Gloria Zea”. Las repartí a diestra y siniestra.

Con su parsimonia, el poeta Aurelio Arturo me dijo que eso era muy comprometedor, pues después de publicar su libro, el mío y alguno más, todos los poetas me exigirían que publicara los suyos. Lo peor sería la exigencia de Néstor Madrid Malo. Dicho y hecho: Mutis, Charry, Aurelio, el mío, Volkening y otros más hasta que se acabaron. Tuvimos que recurrir a otras cosas.

La primera colección, Autores Nacionales, de cerca de 60 volúmenes, tenía a Ramón Vinyes, Germán Vargas, Carranza, Camacho Ramírez, dos tomos de Volkening y los escolios de Nicolás Gómez Dávila. En la Colección Popular, para que no nos criticaran más, incluimos a gente de alta alcurnia intelectual como Humberto Valverde, Germán Espinosa y Jotamario. La Biblioteca Básica, más sólida, era de 50 volúmenes, con todo lo que se necesitaba en ese momento: Estaban Guhl, Abadía, Reichel-Dolmatoff, Nina de Friedemann, Guillermo Hernández Rodríguez y antologías como la hecha por Jorge Orlando.

He tenido la suerte de relacionarme con autores que han tenido un peso importante para mí. Uno de ellos fue Aurelio Arturo, el arquetipo que nos marcó a todos. A Quessep, García Maffla y a muchos más. Tenía una sólida formación en derecho con amplia experiencia en el poder judicial. Por otro lado, era un fanático lector de la literatura inglesa. Con sombrero, corbatín, gabardina, paraguas, atendía en los cafés. Tenía la característica de ciertos poetas que solo escriben un poema memorable y nunca vuelven escribir. Hacen versiones, mínimas correcciones, cambios de un epígrafe. En 1975, el poeta venezolano Juan Sánchez Peláez, de Monte Ávila, quiso editar Morada al Sur. Aurelio se empeñó en que tenía que volver a mirar el texto. Siguió una larga demora de seis meses. Juan Sánchez revisó exhaustivamente el texto cuando lo recibió. Me llamó para decirme: “Solo cambió una coma”.

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Álvaro Mutis, un hombre genial, desbordado de intensidad vital y de generosidad era, al mismo tiempo, un solitario, reflexivo, con un conocimiento muy profundo de la historia. Especialmente de las monarquías de El Escorial y Felipe II. Él se ganó todos los premios literarios de la Corona: el Príncipe de Asturias, el Reina Sofía y el Cervantes. En su casa vi una veladora que iluminaba el retrato del rey Juan Carlos. Además, le escribió un elogio con el título de El deber como destino. Le apasionaba el estudio de los escritores traidores. Esos de derecha, partidarios de Vichy, como Brasillach o Rebatet. Le parecía increíble que luego los fusilaran o que los perdonaran o que Malraux los defendiera. Antes que nadie se interesó por los poetas rusos disidentes, como Anna Ajmátova y Ósip Mandelshtam. Fueron los primeros textos feroces contra el estalinismo que arrasaban con los poetas.

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Cuando llegué a Buenos Aires estaba el entrañable Pepe Bianco, que era de una inteligencia rara y perversa. Un día me dijo: “¿Quieres cenar con Borges? Yo ceno con frecuencia con él en el Hotel Dorá”. Íbamos los sábados a cenar con Borges, que hacía raras combinaciones, como raviolis con jugo de naranja. Pedía el postre Vigilante, de dulce de batata con queso, llamado así porque era el preferido por los porteros.

Borges siempre estaba alerta a la cita, al libro, a la historia. Uno de los temas más intensos que tratamos de dilucidar los tres era que si Henry James había quedado castrado en un incendio de su casa. Pensábamos que la castración de James explicaría todas sus novelas.

Él se divertía mucho con Colombia. Recuerdo con profunda emoción o pasmo que, en una de esas salidas a cenar, me cogió del brazo y se paró en la calle para recitar La perrilla de Marroquín y El nocturno de Silva. Después de que le leyeron Cien años de Soledad, Borges, con esa mirada hacia el vacío, dijo: “¿No creen que con cincuenta años hubiera sido suficiente?”.

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No sé mucho sobre lo que sucede ahora. Sé que pasan muchas cosas en las redes sociales. Algunas no tan destacadas como las de María Fernanda Cabal y Paloma Valencia en el ramo de la creación. Creo que hay otras personas que hacen revistas, textos y críticas.

Es muy curioso, porque uno ve que la vanguardia intelectual de hoy responde a las consignas del uribismo. Está compuesta por Harold Alvarado Tenorio, William Ospina y el senador José Obdulio Gaviria. Entonces, uno dice: “Estos son como los Leopardos de Manizales, de la Hegemonía conservadora. Volvimos a Silvio Villegas, Ramírez Moreno, Joaquín Fidalgo, en fin, a todos ellos”. Hay un rebrotar. Hemos llegado a lo que tanto interesaba a Umberto Eco, es decir, a la Edad Media. No debemos quejarnos de una vanguardia intelectual tan profunda y tan sintonizada con el mundo.

*Escritor.