Título original: The Dead Don’t Die País: Estados Unidos Año: 2019 Director: Jim Jarmusch Guion: Jim Jarmusch Actores: Adam Driver, Chloë Sevigny, Bill Murray Duración: 104 min Hay una cercanía clarísima entre el cine de Jim Jarmusch y los zombis (lo suyo es la gente cool, parca de palabras y de emociones, que nunca se altera con nada), así que la unión explícita entre ambos que vemos acá resulta un encuentro de almas gemelas, una cosa divertida, levemente absurda y portadora de un pesimismo ligero que no angustia tanto. “Esto no va a terminar bien”, repite el oficial Ronnie Peterson (Adam Driver), pero quizás la idea última de la película es que lo malo no lo es tanto –o no tiene que serlo– si se puede atemperar con un coctel de resignación y un poquito de humor macabro. Todo comienza con noticias de un cataclismo ambiental, causado por fracking en los polos, que cambia el eje de la Tierra, aunque funcionarios dicen en los medios que “no ha tenido ninguna consecuencia apreciable”.
Inicialmente, ese parece ser el caso en el pequeño pueblo de Centerville, que se anuncia en la carretera como un “lugar verdaderamente agradable”, y en sus pocos espacios emblemáticos: una estación de Policía, una funeraria, un cementerio, una bomba de gasolina, un restaurante, una ferretería y una cárcel para menores. Luego, todos esos lugares apacibles se ven transformados por la llegada de los zombis, que deambulan por ahí con los brazos extendidos, a medio camino entre la vida y la muerte, atacando a los humanos. Uno de los placeres de este filme es la cantidad de personas que lo habitan, en buena parte interpretados por la clase de estrellas ahora usuales en el cine de Jarmusch, que incluye músicos y cantantes, como RZA, Tom Waits, Selena Gómez e Iggy Pop, y actores como Bill Murray, Chloë Sevigny, Tilda Swinton, Steve Buscemi y Danny Glover.
Algunos aparecen brevemente, otros no tanto, y la cinta se desarrolla como un recorrido intermitente entre estas caras famosas que viven lo que resulta ser un evento apocalíptico. Hay citas de otras películas (en particular de George Romero, el padre del género en su versión contemporánea) y de Moby Dick, de Herman Melville (se recita un par de veces: “Las miserias sin nombre de los innumerables mortales”); pero lo que parece ser un intento por darle profundidad literaria desentona con el tono fantástico y humorístico del enfrentamiento con los muertos resucitados. El filme también intenta hacer de estas criaturas símbolos de la vida actual, mostrándolos agitando sus celulares iluminados en una calle oscura y yendo a las tiendas donde consumían en vida, para atarlas a este presente excesivamente distraído, aunque sin lograr la fuerza o la clarividencia de los zombis de centro comercial que Romero conjuró en Dawn of the Dead (1978).
Lo más notorio acá es una desesperanza muy fuerte, un sentido de resignación como si resultara imposible o inútil interpelar esas voces –como las de los funcionarios que justifican las operaciones mineras– que mienten y tergiversan para mantener un orden establecido cada vez más cerca del abismo. Ante el inminente apocalipsis, la película parece ofrecer un solo camino posible: mantener los ojos abiertos, valorar a los amigos que quedan y tener la conciencia de que se salió de escena sin haberse traicionado a uno mismo.
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