La península de Paracas, ubicada en la costa sur del Perú, entre el desierto de Ica y el océano Pacífico, fue el lugar que los indígenas pertenecientes a la cultura de ese mismo nombre utilizaron como cementerio. La zona había sido saqueada desde el siglo XIX y algunas reliquias terminaron en museos europeos y colecciones particulares. Pero en 1925 el arqueólogo Julio César Tello realizó las primeras investigaciones y encontró tumbas subterráneas con cientos de cuerpos momificados, envueltos en varias capas de textiles y acompañados de ofrendas que, según sus creencias, aseguraban la comunicación del difunto con otros niveles espirituales en el viaje a la eternidad. Gracias a un convenio entre los gobiernos de ambos países, el Museo Nacional de Arqueología, Antropología e Historia del Perú hizo un préstamo al Museo Nacional de Colombia de 82 piezas pertenecientes a la cultura paracas, entre las que hay 46 textiles y 36 objetos de madera, cerámica y piedra, utilizados como ofrendas para honrar y acompañar al fallecido. Para que las piezas tan antiguas y delicadas pudieran ser exhibidas en el Museo Nacional fue necesaria una gestión de alto nivel. Salieron del Perú gracias a una resolución suprema del presidente Alan García, y para garantizar su conservación se tuvo que cumplir con unos requisitos muy precisos. El transporte -en cajas de madera inmunizada- debe hacerse en compartimentos individuales, el espacio en el que serán exhibidas debe tener 50 por ciento y 60 por ciento de humedad relativa, 50 luxes en el nivel de iluminación y una temperatura de 18 grados.Margarita Reyes es la coordinadora del grupo de Patrimonio del Instituto Colombiano de Antropología e Historia y curadora de la exposición Hilos para la eternidad: textiles funerarios del antiguo Perú, que se exhibirá del 19 de mayo al 31 de julio en el Museo Nacional. Según ella, el valor arqueológico de estas piezas es único en el mundo por la intensidad y diversidad de los colores de los textiles -con más de 300 tonalidades-, que reflejan la complejidad técnica e iconográfica de esta cultura, y porque se conservan gracias a las condiciones ideales en que fueron enterrados hace más de dos milenios: un desierto con muy poca humedad.Los mantos con que eran envueltos los cuerpos llaman la atención. La amplia gama de tintes y la calidad y simetría de los bordados hoy se pueden apreciar porque el proceso de envoltura era meticuloso: una vez se momificaba el cadáver, era cubierto con tres telas de algodón ordinario, seguidas de varias capas de tejidos simples, alternados con capas de mantos bordados, cuya fabricación tomaba aproximadamente 1.400 horas, es decir, demandaba más de cinco meses de trabajo durante ocho horas diarias. Un dato que da cuenta de la existencia en esta sociedad de tejedores expertos.Los diseños fueron bordados con hilos de algodón y lana y evidencian su cosmovisión y sistema de creencias: la construcción de dioses que mezclan atributos animales y humanos y una clara interacción con el ecosistema vista en la riqueza de fauna y especies vegetales que aparece en los mantos. Sin embargo, Reyes sostiene que son muchas las interpretaciones que hoy hacen los expertos sobre el significado de los bordados. Lo que sí es innegable es que la calidad del tejido variaba de acuerdo con el rango, el género y la edad del difunto, y que los indígenas lograron transformar el entorno desértico que los rodeaba en un lugar habitable. Conocer esta cultura a través de esta muestra es importante también si se tiene en cuenta que el imaginario que existe sobre el imperio incaico suele opacar a otras civilizaciones que se desarrollaron en el Perú. Como bien lo afirma Reyes, el esplendor de la cultura paracas, la destreza tecnológica vista en la complejidad de sus textiles, el sentido que poseían de la eternidad y el desarrollo que lograron "no hace que el legado de esta cultura sea menos valioso que otros, por el hecho de que hayan existido antes de la llegada de los españoles. Ellos también dejaron una huella importante de la cultura".