El madrileño Plácido Domingo, de 79 años, escribió un capítulo inédito en la historia con su carrera inusualmente extensa, que prolongó por casi 60 años, la mayor parte como tenor y los últimos como barítono.

De él se decía que era un caballero en escena y en su vida pública. También que puso todo de su parte para que su arte no se limitara a aparecer, cantar gloriosamente y rematar con un do de pecho.

Porque trajo algo más: musicalmente estaba mejor preparado que la mayoría de sus colegas, su manera de actuar era más que competente, exhibía un inusual control de sí mismo y parecía llevarse bien con sus colegas.

De él dijo Harold Schonberg: “No deseaba ser el mejor cantante, ni el mejor estilista, sino el más famoso. Eso se había convertido para él en una idea fija”. Y lo consiguió.

Todo era color de rosa para “Plácido”, como confianzudamente le llaman sus admiradores. Tenía sus compañías de ópera –Washington y Los Ángeles–, que manejaba a su antojo. Cuando resultó insostenible seguir actuando como tenor se declaró barítono, el público no solo lo aplaudió, sino que le rindió ovaciones asombrosas. Se le antojó ser director de orquesta y pusieron a su disposición las mejores del mundo. Cuando había hecho realidad el sueño de su vida, tal y como se lo confesó a Robert Jacobson, de Opera News, “Ser conocido por muchas personas en mi época”, todo se derrumbó como un castillo de naipes. De él dijo Harold Schonberg: “No deseaba ser el mejor cantante, ni el mejor estilista, sino el más famoso. Eso se había convertido para él en una idea fija”. Y lo consiguió.

Domingo, el tenor que polarizaba al mundo lírico

En otras circunstancias habría sido el tenor de su tiempo, el mejor del mundo y el sucesor de Caruso: más efusivo que Bergonzi, más carismático que Kraus, más consistente que Carreras, más estable temperamentalmente hablando que Aragall o Corelli, más refinado que Del Monaco. Alto, bien parecido, inteligentísimo, hasta superó no ser un tenor de grandes agudos. De no ser por Luciano Pavarotti, no habría tenido rivales.

Con Luciano Pavarotti y José Carreras, ‘Los tres tenores’, hizo mucho dinero. Con el primero competía fuertemente por figurar en medios y en círculos de fama.

Eran casi contemporáneos. Pavarotti un par de años mayor. Al principio cada uno tenía su repertorio, porque eran voces muy distintas: Pavarotti, un lírico; Domingo, un spinto que se acercaba a lo dramático. Coincidían en algunas óperas hasta que la ambición los llevó a pisarse mutuamente sus terrenos. Se planteó una rivalidad que disimulaban. El más carismático era el italiano, que inspiraba adoración en el público, su voz era preciosa, tenía un buen gusto natural para cantar y sobre todo el do de pecho más brillante que prodigaba a su antojo. Domingo prefirió ampliar su repertorio a límites inimaginables con óperas italianas, francesas, alemanas y hasta rusas.

Pero el italiano le llevaba la delantera en materia de popularidad. Apareció promocionando una tarjeta de crédito, entonces Domingo lo hizo con relojes. Pavarotti hizo un concurso de canto, el español creó Operalia. Competían por aparecer en los medios acompañados de la realeza, de los presidentes, de los magnates.

Finalmente vinieron los megaconciertos, Pavarotti fue el primero y el más exitoso. Llenaron estadios y parques con miles de espectadores. Aseguraron que pretendían popularizar la ópera, viajaron por todo el mundo, hasta en El Campín de Bogotá cantaron y ganaron los millones de dólares que no podían amasar en los teatros de ópera, donde devengaban honorarios fabulosos.

El camino despejado

Pavarotti murió en 2007, cuando era la comidilla de la prensa rosa por cuenta de su divorcio para casarse con su secretaria. Durante los años finales de su carrera prácticamente no volvió a aparecer en la ópera. Domingo era el rey absoluto: su repertorio se amplió a más de un centenar de títulos, como director de orquesta recibía aplausos por doquier: hasta la Filarmónica de Bogotá empacó maletas y viajó a Chile para ponerse bajo su batuta: nadie sensato en el mundo musical lo tomaba en serio como director, en Bayreuth lo abuchearon a mediados del año pasado, pero eso no pasó a mayores.

Domingo era el rey absoluto: su repertorio se amplió a más de un centenar de títulos, como director de orquesta recibía aplausos por doquier: hasta la Filarmónica de Bogotá empacó maletas y viajó a Chile para ponerse bajo su batuta

A pesar de que el público recibió encantando la decisión de convertirse en barítono, el color y el timbre no eran los de un verdadero barítono, pero nadie parecía dispuesto a rasgarse las vestiduras por eso; sí algo forjó Domingo a lo largo de décadas fue el respeto del medio musical. Hubo quien se burló de sus pretensiones como director de orquesta y quien quiso poner los puntos sobre las íes con las forzadas actuaciones baritonales, pero nada grave.

Como la ópera también es un negocio y millonario, su nombre fue garantía para vender en horas el aforo de cualquier teatro o sala de concierto y garantía para salir en hombros por la puerta grande.

Lo que nadie esperaba era que el 13 de agosto de 2019 se publicaran los testimonios de nueve mujeres, ocho cantantes y una bailarina, que denunciaron haber sido víctimas, al inicio de sus carreras, de acoso sexual por parte del tenor. Un mes más tarde otras 11 ampliaron la acusación. La noticia le dio la vuelta al mundo y, como en tiempos de la rivalidad con Pavarotti, el mundo se polarizó. Hasta las supuestas víctimas pasaron a victimarias.

“Las reglas y estándares, por los cuales somos y debemos ser medidos hoy, son muy diferentes que en el pasado

Plácido Domingo, el tenor más inteligente de los últimos tiempos y probablemente el más poderoso de toda la historia, ha manejado el asunto con una torpeza inexplicable. Primero negó rotundamente las acusaciones, después, a regañadientes, declaró: “Las reglas y estándares, por los cuales somos y debemos ser medidos hoy, son muy diferentes que en el pasado”. Las consecuencias no se hicieron esperar, fue despedido de su cargo como director de las óperas de Washington y de Los Ángeles, la Metropolitan de Nueva York canceló sus presentaciones y lo propio ocurrió en España, su país.

La semana pasada dio una entrevista en la que de nuevo negó las acusaciones. Nadie se lo cree y constituye otra de sus salidas públicas en falso. La amistad cercana con Vladímir Putin tampoco le sirve mucho ante la opinión pública actualmente.

No todos los teatros le han cerrado las puertas, seguramente por lo dicho: sus incondicionales se cuentan por cientos de miles y estarán siempre dispuestos a aplaudir sus presentaciones. Pero igualmente en las puertas de los lugares donde se ha presentado a lo largo de este annus horribilis se apostan las asociaciones de lucha contra el acoso sexual a protestar. Lo que ni en la peor de sus pesadillas hubiera imaginado: de rey a reo.

Sin embargo, en un alarde de falta de tacto, cuando las cosas estaban medio quietas, va el tenor hace unos días, concede una nueva entrevista y otra vez niega sus actuaciones. De nuevo está encendido el polvorín.

Haya hecho lo que haya hecho, porque a la final el asunto está en plena investigación, Domingo tiene asegurado su lugar en la historia de la ópera

Realidad vs. historia

Haya hecho lo que haya hecho, porque a la final el asunto está en plena investigación, Domingo tiene asegurado su lugar en la historia de la ópera. El bochornoso episodio del acoso sexual será otra anécdota, empaña todo lo hecho lo largo de décadas. Pero no lo va a borrar.

De Caruso nadie recuerda el escándalo cuando resolvió pellizcar a una mujer en el zoológico de Nueva York y estuvo detenido; cuando lo liberaron se presentó en la Metropolitan y lo ovacionaron antes de abrir la boca. Pocos recuerdan que Carlos Gesualdo asesinó a sangre fría a su mujer, Maria d’Avalos, y a su amante Fabrizio Carafa, una verdadera masacre que pasó al olvido, porque fue el más audaz compositor de madrigales del renacimiento.

A Domingo se le recordará como un gran tenor, pero manilargo.