Ya lo decía Heidegger:
“Somos seres para la muerte”.
La plena conciencia de que nuestra existencia se disolverá tarde o temprano en los océanos del tiempo es la marca indeleble de lo que significa ser humano.
Somos y tenemos muerte en tanto que podemos proyectarnos en el horizonte del futuro bajo la certeza de que un día ya no estaremos allí. Si esta es nuestra condición, ¿por qué la muerte nos produce tanto extrañamiento y temor? ¿Por qué nos aterra cumplir con nuestro destino?
Concepción de la muerte a lo largo de la historia
El morir, al menos en Occidente, no siempre estuvo anudado a ese miedo reverencial del presente. Baste con que rastreemos la historia de nuestra cultura para observar las fluctuaciones de su significado.
Una aproximación genealógica ya clásica de este tipo en los estudios antropológicos sobre la muerte es la que nos propone el historiador francés Phillipe Ariès. En su libro Historia de la muerte en Occidente (1975) analiza las distintas formas en que esta ha sido entendida desde la Edad Media hasta nuestros días. Lo hace a través del estudio de un conjunto amplio de prácticas religiosas, literarias y artísticas, detectando al menos cuatro etapas en su concepción.
La muerte domesticada de la Alta Edad Media
A la primera la denomina “la muerte domesticada”, un periodo que comprende la Alta Edad Media. En ella, la muerte forma parte de la economía diaria de la gente. Dada entonces la carencia de medicamentos y cuidados médicos generalizados, los fallecimientos se suceden con asiduidad dentro de los hogares.
De hecho, los cementerios se sitúan en las iglesias en el centro de las urbes. La ciudad de los vivos y de los muertos se superpone. Gran parte de la desdramatización de la muerte provendrá entonces de la confianza cristiana en la resurrección y la “otra vida”. Así, la muerte se asimila como un mero trámite para una nueva forma de existencia.
La muerte propia durante el Renacimiento
Ya en torno al siglo XII, Ariès advierte un cambio de paradigma. Una nueva etapa que alcanzará su esplendor en el Renacimiento y a la que denomina “la muerte propia”.
A la luz del característico individualismo renacentista, que vendrá más adelante, se empieza a fraguar una estrecha relación entre la muerte y la conciencia de uno mismo. La muerte se concibe como un espejo en el que el hombre descubre su individualidad.
No es casual que durante este periodo comiencen a usarse las inscripciones funerarias individuales (frente a las fosas comunes del medioevo). Además, aflora la idea del Juicio final como una última prueba que apela directamente al creyente y al conjunto de sus actos.
Comienza así a surgir de manera transversal en la sociedad el temor a la muerte. Se aprecia con nitidez en el gusto por los temas macabros en la pintura y escultura, por ejemplo.
Una literatura particular gestada para combatir y exorcizar estos miedos serán los ars bene moriendi (el arte de bien morir). Se trataban de manuales de meditación que recogían consejos y procedimientos de cómo afrontar la muerte y morir bien.
Tercera etapa: la muerte ajena durante el Romanticismo
La tercera etapa, hacia finales del siglo XVII y durante el XIX, se denomina “la muerte ajena”. Es entonces cuando el miedo se desplaza de uno mismo a la pérdida del ser querido.
Será durante el Romanticismo cuando se hipertrofie el gusto morboso por la muerte, identificada con la figura femenina, y la dramatización y expresión ostentosa de ese sentimiento nostálgico que causa la ausencia del otro. La expresión material de este sentir se observa nítidamente en el diseño de los cementerios de la época copados de ostentosos mausoleos y tumbas. El mayor ejemplo es el del Cementerio del Pere Lachaise en París.
La muerte prohibida
La última etapa es la que sigue vigente en nuestros días: la llamada Muerte prohibida.
Efecto de distintas transformaciones sociales, como la medicalización o la idea de progreso (cualquier tiempo pasado fue peor), la muerte llega a sustituir al sexo como un nuevo tabú. Como tal, no puede ser mentado; solo puede ser aludido a través del recurso de las metáforas.
Antes se decía a los niños que a los bebés los traía una cigüeña, pero se les dejaba despedirse del familiar moribundo a la cabecera de la cama. Ahora se les explica la fisiología sexual y el proceso reproductivo y, cuando no ven más al abuelo, se les dice que está descansando en un hermoso jardín o que ha partido de viaje.
¿Qué conlleva el tabú de la muerte?
Una de las consecuencias más importantes de este tabú es la de “La conspiración del silencio”. Se da cuando tanto familiares como profesionales de la salud acuerdan (a veces de forma tácita) ocultarle un mal pronóstico al paciente.
El enfermo sabe que le pasa algo grave. Sin embargo, al consultar a sus familiares, le hacen creer que pronto se pondrá bien. Es sustraído a su propio morir. Como si su muerte no le perteneciera y los demás se arrogaran el derecho a decidir por él.
Los profesionales, por su parte, delegan la comunicación de la mala noticia en los familiares. En la actualidad lo cierto es que, aunque legalmente el profesional tiene la obligación de comunicar esa información al paciente, se siguen encontrando casos de conspiración del silencio.
¿Por qué este miedo a hablar de la muerte? Ariès dice que el problema de la muerte se desplaza o aplaza. La gente consigue vivir con ello posponiendo la angustia a base de evitar su contacto. Esto impide tanto generar buenas herramientas de resiliencia como estar preparados para enfrentamos a una pérdida (de un familiar, un amigo o la nuestra propia).
Como consecuencia de esta vertiente nociva de progreso, Antoni Nello afirma que desde la infancia la sociedad nos “protege” del dolor y el sufrimiento. Como si viviéramos en una esfera de cristal.
No es difícil adivinar que tarde o temprano esa esfera se romperá. Por eso propone disponer de un itinerario pedagógico del dolor y el sufrimiento donde se permita la exposición a estas emociones, incluso en los menores. En definitiva: volver a los ars bene moriendi.
La muerte de un abuelo es dolorosa, pero puede generar herramientas para el momento en el que una persona se tenga que enfrentar a otros sufrimientos de pérdida. Quizá, incluso, más impactantes (la muerte de los padres, amigos, hermanos e incluso hijos).
Tratar de sacar la muerte de su actual categoría de tabú es un primer paso para afrontarla mejor. Llegar al convencimiento de que saber morir es irremisiblemente saber vivir. Hablar de ello nos permitirá evitar situaciones como la conspiración del silencio o los duelos patológicos cuando perdemos a nuestros seres queridos.
*Ramón Ortega Lozano
Profesor de Antropología de la salud y Comunicación humana en la Facultad de Ciencias de la Salud San Rafael-Nebrija, Universidad Nebrija
**Luis Martínez Guerrero
Profesor de Psicología y Antropología, Universidad Nebrija
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