La batalla de Bibracte
Centro de la Galia
Una colina en las proximidades de la fortaleza de Bibracte* 58 a. C.
Retaguardia del ejército romano
—¡Hay que retirarse, procónsul! —vociferó el joven Publio Licinio Craso—. ¡Por todos los dioses, el enemigo va a rodearnos! César escuchaba al hijo de Craso gritándole exactamente lo que él mismo ya sabía que debía hacerse y, sin embargo, se resistía a dar la orden de retirada. Había dos batallas: la que todos veían y la que él sentía en su interior. Las convulsiones se acercaban, podía percibirlo y sabía que sólo manteniendo la calma más absoluta, tal y como le habían dicho los médicos, podría dominar su cuerpo. La batalla de fuera, la que todos veían, había empezado bien, con las dos primeras líneas de veteranos empujando a los helvecios y sus aliados hacia su campamento, pero, de pronto, un contingente con guerreros de otras tribus, de boyos y tulingos, procedentes de la retaguardia enemiga, había rodeado todo el frente de combate y había desbordado a las legiones por el flanco derecho por donde se lanzaban contra ellos para embolsarlos, tal y como decía el joven Craso.
César vio a Tito Labieno, su segundo en el mando, ascendiendo por la colina en busca de instrucciones. Esto es, para confirmar de qué forma replegarse y alejarse de un campo de combate que se había transformado en una ratonera. Publio Licinio Craso se hizo a un lado de inmediato al advertir que se aproximaba Labieno. El joven Craso tenía la esperanza de que el veterano legatus, que era además el mejor amigo del procónsul, lo hiciera entrar en razón.
Sin duda, para Tito Labieno la opción más lógica era también un repliegue ordenado, pero llevaba ya demasiados años con César y había compartido muchos momentos críticos, muchas situaciones imposibles con él como para dar por sentado lo que su amigo pudiera estar pergeñando. César mandaba, y Labieno no consideraba otra opción que la de estar con él, siempre, hasta el final. Sólo que, en aquella ocasión, si no se replegaban, el final parecía inminente. —Esos malditos nos están desbordando —comentó Labieno—. Hay que retirarse. No podemos combatir en dos frentes a la vez. César sentía que había conseguido serenarse pese a aquella situación límite, estaba evitando que su cuerpo convulsionara.
Miraba alternativamente hacia delante, hacia el corazón de la batalla, y hacia el flanco derecho. Se pasaba la mano por el mentón y seguía sin decir nada. Tenía seis legiones. Las cuatro de veteranos —VII, VIII, IX y X— eran las que habían contenido el avance de los helvecios en el centro de la llanura, y tenía otras dos más, recién reclutadas, la XI y la XII, sin experiencia alguna en combate, en reserva. Una posibilidad sería recurrir a estas tropas para intentar detener el ataque de los boyos y los tulingos que se abalanzaban contra ellos por el flanco derecho.
Pero César no confiaba en esas tropas. Aún no. No contra unos galos feroces a los que llevaba días persiguiendo, acosándolos sin descanso, y que ahora se habían revuelto contra él con furia desbocada y, al hallar un punto débil en su estrategia, veían la victoria en su mano. Contra unos celtas tan motivados y expertos en la guerra, dos legiones recién reclutadas serían como ovejas ante una manada de lobos. No, de momento, XI y XII sólo servían para simular más fuerza de la que realmente tenía o para custodiar bagajes y proteger a los aguadores, pero no para la batalla campal.
Quizá más adelante, pero… ¿habría un «más adelante» si no se retiraban ahora? Labieno intuyó lo que César rumiaba y respaldó sus pensamientos: —No, yo no creo que las legiones de reserva nos valgan para frenar a los boyos y los tulingos.
—Aquí calló y no se aventuró a repetir la propuesta de retirada que ya había hecho el joven Craso y que él mismo había sugerido. —La tercera línea de veteranos aún no ha entrado en combate
—rompió César su largo silencio. Labieno y Craso se miraron: las legiones combatían en tres líneas; la tercera la formaban los hombres más experimentados y, normalmente, se reservaban para el final. Las dos primeras líneas habían trabado lucha directa con los helvecios en el frontal de la batalla. La tercera no había luchado por ahora, cierto.
—No, aún no han entrado en combate
—confirmó Labieno, sin entender qué podía estar pensando su amigo.
—¿Y si, en lugar de retirarnos, mantenemos la primera y la segunda línea de las legiones de veteranos en lucha con los helvecios, para contenerlos, y hacemos que la tercera línea maniobre para cubrir el flanco derecho y enfrentarse ellos a los boyos y los tulingos?
—preguntó César. Al joven Craso aquello le pareció una locura. Labieno comprendió que César buscaba su opinión, su valoración a aquella posibilidad: —Eso nos obligaría a luchar en dos frentes sin triple línea de combate
—analizó la propuesta con detenimiento—.
Dos líneas contra los helvecios y sólo una contra los boyos y los tulingos… sin posibilidad de establecer turnos en el combate.
—Pero es una línea de veteranos
—apostilló César mientras dejaba la punta de la lengua visible junto a su labio superior—. Lucharon conmigo en Hispania contra los lusitanos y los llevé a la victoria. Tienen fe en mí —añadió, aludiendo a la campaña que, sobre todo los legionarios de la X, habían compartido en el pasado reciente con César. Labieno hizo amago de responder, una vez, dos… pero parpadeaba y callaba.
—Las legiones nunca han combatido en dos frentes a un tiempo.
—dijo al fin, cejas levantadas, boca entreabierta, espada en mano, gotas de sangre enemiga deslizándose por el filo plateado del metal—. Quiero decir: ningún ejército romano ha combatido nunca en dos frentes a un tiempo. Ni siquiera tú lo hiciste en Lusitania. Ante una situación como ésta, el cónsul o el procónsul al mando siempre ordenó el repliegue.
—Se pasó la mano por la frente mientras miraba el campo de batalla—. Tu tío Cayo Mario nunca lo hizo. En Aquae Sextiae, cuando luchó contra los teutones y los ambrones, se preocupó mucho de presentar un único frente…
—Inspiró aire, miró a su alrededor, volvió a hablar—:
Las legiones romanas nunca han combatido en dos frentes de batalla a un tiempo
—repitió a modo de conclusión.
—Que algo no se haya hecho nunca no quiere decir que no pueda hacerse
—replicó César. Publio Licinio Craso fue a hablar, pero Labieno levantó la mano izquierda y el joven oficial se contuvo. César aprovechó para explicarse con vehemencia, con pasión:
—Los helvecios, los boyos, los tulingos y todos sus aliados combaten ahora enardecidos, con nuevo vigor, porque al habernos desbordado por el flanco derecho piensan que vamos a hacer lo que las legiones romanas han hecho siempre en esta situación: retirarse. Pero si les demostramos que no vamos a retirarnos, veremos cuánto mantienen ese ánimo renovado en la lucha.
Si resistimos, combatiendo en dos frentes a la vez, sus energías flaquearán y… venceremos. Labieno envainó su espada y se llevó la mano a la nuca. El joven Craso negaba con la cabeza mientras miraba al suelo.
—¿Estás conmigo, Tito? —preguntó César a su segundo en el mando, a su mejor amigo. Labieno lo miró fijamente a los ojos: —Estás loco —le dijo. César sonrió: su amigo no decía que no; se quejaba, pero no decía que no.
—¿Que estoy loco…? —le respondió—. Eso ya lo sabías desde hace tiempo. Labieno bajó los brazos.
—Si la tercera línea de veteranos no resiste, los galos nos masacrarán —objetó.
—Yo creo que resistirán —proclamó César con fe ciega en sus legionarios, y miró hacia el campo de batalla mientras repetía—: Resistirán… Sobre todo, si los comandas tú, Tito. Llévate contigo a todos los de la X. Son los mejores. Labieno se quedó inmóvil con la mirada fija en César. Éste se volvió hacia él y retomó la palabra:
—¿Resistirás en el flanco derecho con la tercera línea de veteranos, Tito? Labieno inspiró hondo, miró al suelo, dejó escapar un largo suspiro y respondió categórico:
—Si ésas son tus órdenes… resistiré.
—Aunque crees que estoy en un error.
—Aunque crea que lo sensato es retirarnos, obedeceré tus órdenes y resistiré en el flanco derecho —se reafirmó Labieno—. Pero si nos matan, te esperaré en el Hades para sacudirte bien fuerte.
—¡Si os matan, pronto te seguiré yo hasta el inframundo y allí continuaremos esta conversación!
—proclamó César con una sonora carcajada en la que liberaba nervios, al tiempo que transmitía una inusitada fuerza. Pero… ¿era la fuerza de la inteligencia o de la locura? —Mientras tú detienes a los tulingos y los boyos
—retornó César a las instrucciones de combate—, yo contendré a los helvecios en el centro de la batalla con las primeras dos líneas de veteranos. Tú no vas a vacilar en la lucha y yo tampoco. Es un buen plan. ¿Qué puede fallar? Labieno asintió y, seguido de cerca por el joven Craso, sin decir ya nada más, partió para dar las instrucciones al resto de los legati y a las decenas de tribunos militares que esperaban órdenes sobre cómo organizar lo que ellos creían que iba a ser una veloz retirada.
—Es una locura —dijo Craso en voz baja a Labieno.
—Es una locura —aceptó él—, pero son las órdenes del procónsul de Roma.
—Vamos todos hacia el infierno.
—En eso tienes razón —admitió Labieno, siempre a buen paso y sin detenerse—: Hacia allí vamos: hacia el infierno, o como dijo César un día, hace años, en Éfeso: «Todos caminamos hacia la muerte».
—Se echó a reír y, aun en medio de aquella intensa carcajada, Craso acertó a entender que el segundo en el mando del ejército proconsular romano desplazado al corazón de la Galia iba a dar cumplimiento a aquellas palabras—: ¡Todos caminamos hacia la muerte!
Alejado de ellos, rodeado de tribunos, César se afanaba en dar órdenes para seguir conteniendo a los helvecios, al grueso de las tropas enemigas, con sólo dos líneas de veteranos. «¿Qué puede fallar?», le había dicho a Labieno. Fue en ese instante cuando volvió a sentir que las convulsiones regresaban. Con más fuerza, brutales, descarnadas, incontrolables…