Introvertido, tímido, solitario, Eduardo Ramírez Villamizar construye sus esculturas metódicamente en su casa ubicada en los cerros de Suba. Acompañado por sus ayudantes de taller, sus perros y su colección de conchas y caracoles marinos, este artísta bumangués no se conforma con sus éxitos, sino que continúa su búsqueda geométrica, su expresión. Trata de conseguir la perfección del resultado y la encuentra a través de las maquetas que diseña en cartón y planea matemáticamente, convirtiéndolas luego en sus enormes esculturas rojas negras y amarillas.En el comienzo de su carrera artística, Ramírez Villamizar pintó retratos, escribió versos, estudió arquitectura, pero lo abandonó todo para dedicarse a la plástica por completo; hizo diseños decorativos, que jamás le sirvieron para ganarse la vida; y plasmó rojos intensos en sus paisajes. Su vocación se remonta a la infancia y su primer contacto con el volumen lo tuvo en la escuela, durante una clase de obras manuales donde le dieron una masa de barro para que la modelara. En su caminar y su búsqueda pasa por París, recoge las influencias de Picasso, encuentra el vanguardismo de Vassarely y a su regreso permanece durante diez años en la pintura abstracta. Experimenta el bajo relieve en un mural que hace para el Banco de Bogotá, y poco después inicia sus esculturas; primero pegadas a un plano y luego desprendidas de él y construídas módulo por módulo. "Mis trabajos -dice Ramírez Villamizar- son obras en movimiento paralizado. Cuando las hago estoy tratando de que tengan movimiento, agrandándose o lo contrario. Mi obra nace de la intuición". A pesar de su fama Ramírez Villamizar huye siempre de toda actividad social, tal vez para poder seguir indagando y descubriendo.