Grace Bumbry saltó a la fama en una noche, el 23 de julio de 1961. Wieland Wagner, nieto del compositor Richard Wagner, la escogió para el rol de Venus en Tannhäuser, ópera con la cual abriría el Festival de Bayreuth, una pequeña ciudad en la Baviera alemana, donde su abuelo construyó un teatro, la Festspielhaus, a la medida de sus exigencias. Salvo la Novena sinfonía de Beethoven, solo se presentan algunas de sus óperas, no todas. Bayreuth es, desde su inauguración en 1878, la meca wagneriana por excelencia, que también carga el lastre de su pasado nazi.
Como director de escena, Wieland Wagner fue un genio y un revolucionario. Estaba decidido a que su Tannhäuser estremeciera los cimientos del arte de la dramaturgia lírica. Contaba ya con tres luminarias de reconocida trayectoria: el tenor Wolfgang Windgassen, la soprano Victoria de los Ángeles y el barítono Dietrich Fischer-Dieskau.
Faltaba la mezzosoprano para la parte de Venus. Entonces, le sugirieron el nombre de una norteamericana que acababa de hacer su debut en la Ópera de París en la difícil parte de Amneris de Aída, de Verdi. Oírla y decidirse fue cuestión de minutos. Con lo que no contaba era con la tormenta que el asunto desencadenó en la llamada Colina Sagrada, donde la música de Wagner no es una afición, sino una religión, y luego en todo Alemania.
Las cartas, que llegaban por centenares al buzón del teatro, eran apenas una de las expresiones de indignación que despertaba el nombre de Grace Bumbry. No porque fuera muy joven, sino porque era negra.
Wieland se mantuvo firme en su decisión porque quedó encandilado con la presencia, la desenvoltura en la escena y la voz de esa joven norteamericana que cantaba la difícil música de Wagner con pasmosa naturalidad. También, porque era consciente de que había llegado el momento de, con inteligencia, empezar a borrar ese pasado nazi y racista que pesaba sobre Bayreuth.
Al día siguiente, las cosas fueron de otro talante: la crítica internacional se rindió ante la producción del Tannhäuser y ante la actuación de la Bumbry, que esa noche se convirtió en una estrella y, de paso, en la primera cantante negra en llegar a Bayreuth.
El de esa noche no fue el primer escollo de su vida. Nacida en Saint Louis, Missouri, el 4 de enero de 1937, decidió convertirse en cantante lírica luego de que su madre la llevó a un recital de Marian Anderson, la primera negra en atreverse a incursionar en el mundo de la ópera. A los 16 años resultó vencedora de un concurso de canto en su ciudad. El premio era una beca para estudiar en la Escuela de Música de Saint Louis, pero fue rechazada por negra.
Bumbry creía que gracias a ese rechazo y a su firme decisión de convertirse en cantante terminó como discípula de Lotte Lehmann, una cantante legendaria que se encargó de su formación, la introdujo en el mundo del lied y de la ópera alemana y, llegado el momento, personalmente se encargó de animarla y acompañarla para que iniciara su carrera en Europa.
Convertida en estrella de la noche a la mañana, de manejar su carrera se encargó Sol Hurok, el mejor agente del mundo, que planeó cuidadosamente que la Venus negra debutara en todas las grandes casas de ópera del mundo: el Covent Garden de Londres, la Scala de Milán, el Liceo de Barcelona, el Colón de Buenos Aires.
De hacer de ella una estrella en su país se encargó la primera dama de los Estados Unidos Jacqueline Kennedy, que la llevó a actuar en el marco de una cena de Estado en la Casa Blanca, evento que abrió, desde luego, todos los noticieros de su país.
A partir de ese momento, artísticamente hablando, empezó a dirigir su carrera planteándose retos que habrían sido suicidas para cualquiera de sus colegas.
Tras la experiencia de hacer la Carmen de Bizet con Herbert von Karajan, este le propuso abordar el repertorio de las sopranos con Donna Anna de Don Giovanni, de Mozart. No le dio gusto a Karajan, a quien adoraba, pero el asunto empezó a darle vueltas en la cabeza. Con cautela primero y luego con decisión, lo hizo. Fue así como su repertorio terminó siendo inverosímilmente enorme: en Aída por igual hacía Amneris que Aída, en la Gioconda de Ponchielli abordaba igualmente la parte de Laura que la de la Gioconda y, más increíble aún, en Norma de Bellini podía con idéntica soltura abordar la Norma que la Adalgiza. Igualmente, iba a Salomé de Strauss, Tosca de Puccini, Carmen de Bizet, Samson et Dalila de Saint-Saëns, Orfeo de Gluck o los grandes roles de Verdi, en los que resultaba insuperable: Aída, Don Carlos, Macbeth, Nabucco.
Es verdad que la Bumbry no fue la pionera de las cantantes negras en la ópera. Pero sí allanó el camino en la Ópera de París¸ la Festspielhaus de Bayreuth, el Teatro Bolshói de Moscú, entre otros.
Definió el rol de la diva a sus propias medidas. Primero con su voz, que Arturo Reverter definió como “de tinte oscuro, ancha, sólida, extensa, de apoyo muy natural en los graves, centro amplio y espeso, agudo fulgurante y sonoro, con la rara habilidad para apianar y filar, para cantar a media voz y para abordar la zona aguda sin pestañear, apoyada en una técnica soberana, la adquirida, y más tarde evolucionada”. Amante de los lujos, las joyas, los trajes de marca y los Lamborghini, vivió por años en una villa a orillas del lago de Lucerna, en Suiza, que abandonó para instalarse en los últimos años en Viena, donde murió el 7 de mayo pasado.
Diva en toda la extensión de la palabra, Bumbry fue extremadamente disciplinada y jamás se permitió berrinches o arbitrariedades en los teatros donde se desarrolló su inusualmente extensa carrera.
Pasa a la historia al lado de sus compañeras de raza y medio contemporáneas, encargadas de escribir uno de los más admirables capítulos de la historia del canto: Leontyne Price, Reri Grist, Martina Arroyo y Shirley Verrett, con quien en múltiples ocasiones compartió escena; capaz también de ser soprano o mezzosoprano a su antojo.