Lamento lo ocurrido Richard Ford Anagrama, 2019 270 páginas Un abogado de Nueva Orleans, cincuentón, se encuentra –por casualidad, en un bar– a una exnovia de juventud que vive en Washington. Ambos están casados, con hijos. Salen a caminar por el barrio francés, por la ribera del gran río, y recuerdan durante una larga noche el amor loco que los llevó hasta Islandia. Cualquier cosa puede pasar: que se vayan para un hotel, que se escapen, que vuelvan a sus respectivas casas. Pero algo es seguro: el tiempo ha hecho sus estragos; después de ese encuentro sus vidas no volverán a ser las mismas. “–¿Te irías conmigo? –dijo ella–. Nunca he hecho feliz a nadie. Pero siempre pensé que podía hacerte feliz a ti… si me lo propusiera. Sería un reto. –Ahora su sonrisa era luminosa, ni rastro de tristeza–. Se te ve más joven que a mí”. Delores McGuinness emprende un largo viaje desde un pueblo del medio oeste hasta Canadá. Ricky Grace, su exmarido, se está muriendo, y su actual esposa, Sandra, le ha pedido que vaya a verlo. Ya no tienen ningún vínculo ni hay intereses comunes; hace demasiados años que no se ven. ¿Qué le va a decir cuando se vean? ¿Vuelve a casa antes de morirte? Ricky abandonó Estados Unidos para no prestar servicio militar porque interrumpía su carrera artística, y al final terminó siendo un profesor y un escultor mediocre. Se trata de un viaje “cuyo único objetivo era llegar a medio camino”, piensa Delores en un bar cutre, mientras el barman, un indio, le coquetea. Todo es patético. Busca comprarle un regalo a Ricky, pero concluye que ella misma es el regalo. “¿Qué estaba ocurriendo? Fuera lo que fuera, ella no haría que las cosas mejoraran. Más le valía irse a dormir, levantarse temprano y continuar rumbo al sur”. Sin embargo, no había tomado una copa, había tomado tres copas “y las buenas decisiones no se tomaban con tres copas”.
Peter Boyce decide alquilar una casa cercana a aquella a la que iban a veranear con su esposa, Mae. Ella ha muerto, y esa casa, desocupada y en mal estado, pero con playa, les despertaba mucha curiosidad. Una extraña manera de duelo, de cumplir deseos no realizados. Peter Boyce se las apaña en su viudez y en su soledad: “Leía por placer, no por afán de aprender. Era un hombre libresco sin esa inteligencia que a veces resulta una carga. También era utilitarista en muchos aspectos, y tendía a pensar que las cosas ocurrían como debían suceder, lo que según él implicaba prescindir de muchas cosas. Aunque libresco también significaba que, leyeras lo que leyeras, la mente iba donde debía”. Pese a su pragmatismo y a su claridad, el destino le tiene reservada una prueba. Que no es necesariamente una nueva relación, sino la condena a seguir abordando el ineludible tema del deseo, el cuerpo y el paso del tiempo. Feliz Kamper, con las cenizas de su esposo todavía en el carro, decide llamar a dos parejas con quienes habían vivido buenos momentos para recordar y para llorar un poco en el hombro de alguno de ellos. Descubrirá, a su pesar, que ya no es la misma, que la amistad con estas parejas forma una rara figura que se resquebraja cuando falta alguno de sus elementos. Y ella no sabe qué hacer con las cenizas; “no es una chica de esas que pasean las cenizas”. Luego de la muerte de su padre, del matoneo que le sigue en el colegio, un muchacho huérfano descubre que su único amigo era una persona en la que no podía confiar, aunque, según su papá, eso es lo que uno busca: “Gente en la que puedas confiar”.
Eileen tiene un amante perfecto con el que se ve cada cierto tiempo, en una ciudad lejana y en un hotel cercano al aeropuerto. Pero un detalle menor, unas llaves olvidadas que la dejan fuera de la habitación, está a punto de echar todo al traste y de llevarla a replantear su vida y esa secreta relación. Dicen que la novela es la que mejor explora la condición humana. Yo creo que es el cuento, porque, sin dilaciones, ilumina un momento revelador en la vida de personas corrientes. Ese momento en el que comprendemos que “todo podría haber sido de otra manera”. Richard Ford es un maestro del cuento. A la manera de Chéjov, de Carver, con esos finales ambiguos, plenos de resonancias.