Es un mundo difícil este, en el que, paradójicamente, cuanto más apoyo debería haber entre personas, más se resaltan las razones para dividirlas. La religión, la geografía, las creencias personales, las visiones políticas, todo es causal de diferencia y choque, claro, hasta que alguna circunstancia de vida, usualmente extrema, permite derribar esos muros y vernos como los seres humanos que somos. Ahí sí, ante la vida y la muerte, ante la desolación y el hambre, casi como un último recurso, parece surgir la empatía. No debería ser, pero es para la mayoría de personas. No para todas, no para el protagonista de esta película llamada El último bar (The Old Oak).
Hablar de temas difíciles que subrepticiamente impactan las sociedades, como la indiferencia de clases y el miedo a lo diferente (producto de estrategias políticas de división), se hace pertinente ahora que a cines de Colombia llega esta película, la número 28 en el recorrido del legendario director de cine británico Ken Loach (Nuneaton, Inglaterra, 1936). Y ha anunciado que será la última, porque, si bien trabaja con “una pandilla genial”, confiesa que “vive en tiempo prestado” y ya no tiene la energía emocional para seguir.
Loach, uno de los nueve directores que han ganado dos Palmas de Oro en Cannes, aborda como nadie la existencia honesta y durísima de la gente del común desde el siglo XX, en el que empezó sus observaciones fílmicas, hasta el siglo XXI, en el que terminarán, con una injerencia de redes sociales y viralidad a la que no le huye. Su mirada se enfoca usualmente en la clase trabajadora británica, en una lucha contra los elementos, es decir, contra la precariedad de empleos, la falta de oportunidades para salir de su situación y un sistema de salud que suele ignorarla hasta la muerte. Y es a través de este prisma aparentemente local que el director revela la globalidad de asuntos, que se conocen demasiado bien en este “mundo en desarrollo” que aquí habitamos.
Además, con su sensibilidad y su método de producción, que se esmera en conseguir actuaciones genuinas y logra personajes muy creíbles (respetando la manera de hablar de las personas que recluta, su forma de sentarse y más), Loach consigue arte irrepetible, y así amplía su alcance. De hecho, desde los sesenta, a esos actores (naturales o amateurs) les va dando el guion a medida que filma. Los resultados de su manera saltan a la vista en la pantalla. Con estos personajes se viaja porque en ellos se cree.
En El último bar, Loach y su guionista de confianza, Paul Laverty (trabajan juntos desde 1996), integran dos realidades que confluyen actualmente. Al relato de una comunidad trabajadora olvidada a su suerte luego del cierre de la mina de carbón que la impulsaba, suma elementos claves de la actualidad de su país, como la migración y el desplazamiento (de sirios y afganos, que debería arropar a palestinos también). Y si en Colombia luce como una realidad lejana, solo hay que advertir lo que pasa no solo con miles de venezolanos, sino con las poblaciones indígenas y campesinas forzadas hacia las grandes y medianas ciudades colombianas.
Ese pueblo otrora minero, cerca de Durham, está sumido en una situación difícil. Los terrenos y las propiedades se devalúan y no parece haber escapatoria para quienes allá viven. En ese marco, en el que conglomerados compran casas baratas y la gente se siente olvidada, llegan de Siria unas familias desplazadas por la persecución de Bashar al Asad. Vivirán en algunas de esas casas devaluadas, y los vecinos no parecen muy contentos.
La recepción para estas personas, como tristemente cualquiera podía imaginar, es de automático rechazo por muchos en el pueblo, que se consideran, además de olvidados por su Gobierno, agredidos por la ayuda que este les da a otros. Entre los pocos que se resisten a ese impulso, pues entienden que estas personas no hubieran querido jamás huir de sus hogares y los ayudan a entrar a sus casas sin recibir (tanto) escarnio, está el héroe de esta historia, TJ Ballantyne. Un hombre de silencio prudente, abandonado por su mujer, con un hijo que no le habla, dueño de la perrita llamada Marra (que le salvó la vida en circunstancias que la película revela de manera hermosa).
Y es en The Old Oak, el último pub del pueblo, donde confluyen muchos de los dilemas que reflotan en esa situación de choque (o encuentro) cultural. Porque Ballantyne, el encargado de atender el bar y administrarlo, ayuda a los inmigrantes con una empatía que no debería costarle, pero le cuesta. Los clientes habituales del bar, conocidos suyos de décadas, lanzan veneno sobre los sirios, denigrando de ellos desde el prejuicio y regando rumores desde el desconocimiento y la saña.
Ballantyne está en el medio, pero nunca duda de qué lado está. Desde el principio se propone apoyarlos a todos, incluida Yara, una joven desplazada siria que llegó con su familia (y a la que un pesado le rompe la cámara en gesto de bienvenida). Aprendió inglés con enfermeras de un campo de refugiados y en su cámara encuentra una manera de registrar lo que vive, olvidar lo indecible que ha visto y recordar a su padre, cuyo destino es incierto (y resulta determinante).
Los desplazados, ya atormentados por ese hecho, llegan a un ambiente generalmente hostil que les cobra, desde la ignorancia, ser lo que son. Porque, además, juega el sentimiento de muchos locales de que el Gobierno debería ayudarlos a ellos, antes que a extranjeros “con toallas en la cabeza”. ¿Y quién les puede decir que no piensen así, en medio del desespero, a estas comunidades apagadas en su sustento principal y sin alternativa alguna?
Aun así, con todas las lógicas de la división en contra, Ballantyne y Yara se ingenian una dinámica reminiscente, a la vez, de la solidaridad de los mineros y de las comidas en comunidad en Siria. Esa iniciativa, que busca hacer que quienes no se conocen coman juntos, logra acercar a una comunidad fragmentada.
“Es solidaridad, no es caridad”, tiene que aclarar el protagonista, pues las buenas acciones son vistas en el círculo cercano que visita el bar como una traición. En efecto, esos conocidos de vieja guardia se empeñan en dibujar la diferencia, en entorpecer los lazos de amistad. Y lo logran, pero solo por un rato. Cuando usted ha visto la humanidad en el otro, dibujada desde la solidaridad, es difícil no darle un abrazo. Y de parte de Loach, cuyas películas suelen dejar lágrimas y un profundo vacío, despedirse con lágrimas de esperanza es un gesto grandioso.