El montaje que Jorge Alí Triana siempre quiso hacer es el que estrenó en Bogotá para celebrar los 129 años del Teatro Colón: la adaptación de El coronel no tiene quien le escriba, una de las obras insignia del premio Nobel Gabriel García Márquez, una historia de tensión entre el hambre y la dignidad, el amor y el duelo, la justicia y el olvido; un cuento que se cuenta en tiempos de calma aparente, en tiempos de censura.
Triana y el material de Gabo son todo menos extraños. El director no solo conoció al escritor, trabajó con él; y ya ha llevado a las tablas escritos inolvidables como La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada, Crónica de una muerte anunciada y una versión previa de este coronel que presentó en 2017, en Nueva York. En ese entonces, entre varias diferencias sustanciales (solo repite el protagonista), no hubo gallo vivo en escena... y considerando que en la obra los memorables intercambios entre el coronel y el animal vivo son magia pura, se aplaude el detalle.
En esos logros y minucias nada sencillas de conseguir se perciben la experiencia del director y su cercanía con el material. Pero no se trata de una labor unipersonal o tiránica. Trabajó con su hija y, en su propia medida, el reparto sumó también sus observaciones para preservar la música del texto original en su entrega. Ese pulir y colaborar es parte del secreto de esta obra que ofrecen Triana, la Fábrica de Teatro Popular y los talentos involucrados hasta el 24 de octubre en el Colón. La adaptación supera expectativas, con una propuesta que respeta a Gabo y sus temáticas, y logra una personalidad propia cautivante.
No se trata de algo espectacular porque no pretende serlo. La escenografía es minimalista, pero jugada y curada desde espacios definidos por divisiones metálicas, rejas, que no comprometen el aire caribe del relato (hermosamente ambientado en objetos como el reloj, el cuadro, el vestuario, incluso coreografías de procesiones y detalles como el altar con la foto del hijo, Agustín). Pero esas rejas sí parecen materializar ciertas distancias entre los personajes, sus opiniones, deseos, frustraciones y realidades. Además, en cuanto a lo práctico, agilizan la dinámica de la historia entre escenas, de la que los actores también son parte en mover y quitar objetos. Ese detalle hace fluidamente teatral la experiencia.
No se trata de algo espectacular, pero sí maravilla ver esta historia, conocida para millones (un hecho que no debería ahuyentar a quienes no la han leído), desarrollarse desde sus intercambios actorales, sus personajes eternos, su atmósfera sonora y su ambientación.
Las rotundas actuaciones están en el centro. Al público, el coronel (Germán Jaramillo)lo mantiene soñando y doliendo con la quimera del gallo que ganará y su eterna espera del correo; mientras que su mujer (Laura García) lo aterriza fuerte, recuerda el duelo que viven por su hijo... Y si bien se deja caer, por pequeños instantes también se deja llevar por la esperanza, por la idea de cantar de nuevo o tener un espejo.
Con sus interpretaciones, Jaramillo y García inspiran poderosamente a las otras interpretaciones, y todos se destacan: John Álex Toro lo hace genial desde la empatía y sagacidad en el rol del médico; Luis Hurtado, en la piel del abogado, está “pintado” en sus recovecos y leguleyadas, y Santiago Moure entrega a un despreciable don Sabas (muy ajustado a su humor) adepto a comprarlo todo con plata o la amenaza de plomo. Por último, pero no menos importantes, tres personajes que equilibran las cargas densas con su gracia y dinámica: el sastre (Christian Ballesteros), Germán (Diego Sarmiento) y Alfonso (Víctor Navarro, cuyas dotes de acordeonista son aprovechadas en justa medida).El coronel no tiene quien le escriba es el tipo de montaje que honra a su fuente, inspira a los creadores y dramaturgos a seguir haciendo teatro y al público a seguir asistiendo a las funciones. Y ¿qué mejor cumpleaños para un escenario que mantener viva la llama?