En este mundo pospandémico en el que casi nos emociona desaprender las lecciones de un confinamiento extremo, hay relatos sobre lo que significa ser humano que conmueven, cuestionan e inspiran por las reflexiones que suscitan, incluso si se relatan de manera aparentemente seca y analítica.
Es el caso de El último hombre blanco, el quinto libro publicado por el escritor Mohsin Hamid, que muchos consideran su trabajo más importante y da muestras de su muy particular prosa, con frases extensas que no agotan, que fluyen. En esta novela, el pakistaní aplica a sus protagonistas, su entorno y al grueso de su sociedad un giro kafkiano como punto de partida, y luego desarrolla las consecuencias y las observa desde lo que viven y perciben estos dos personajes principales.
Ese giro es un extraño fenómeno que ve progresivamente a la gente cambiar de color de piel. Es un mundo cambiante este, literalmente…El primero en vivir esta mutación, que se nos informe, es nuestro protagonista, Anders: un hombre adulto, pero joven, entre sus veinte y treinta, de algún lugar de una sociedad desarrollada de Europa donde trabaja en un gimnasio (como asistente físico). Una mañana como cualquiera, cuando se levanta, en el espejo, Anders ve un hombre que no reconoce, un hombre de color. Se siente como él mismo, pero no lo parece. ¿Qué significa todo esto?, se preguntan él, el lector y el segundo personaje esencial de esta historia, su novia Oona, a quien le cuenta lo sucedido. Ella tampoco tiene un trabajo muy establecido, y esos días hace su sustento como instructora de yoga. Ella carga varios duelos, que comparte tristemente su madre.
Entonces, Anders se da cuenta de su cambio y lo comparte con su novia, y desde ahí se desata este cautivante relato social, que reta a sus protagonistas en facetas personales, familiares y sociales. Las más íntimas, las iniciales, se remiten a los dilemas personales que siente Anders y, luego, las más sociales empiezan desde la extraña posición en la que se siente Oona. Porque, según se entiende, hasta ese punto su relación viene estancada en maneras rutinarias, y en medio de los cuestionamientos que suceden con este repentino cambio, también algo cambia inevitablemente, la lectura del otro, de su identidad, esencia y compañía. Se conocen desde hace mucho tiempo, pero se leen distinto. Y la suya es una historia de amor contenida y extraña que atraviesa el relato y lo dota de un positivismo que no asoma en un principio, una fe en lo que puede ser esta humanidad, incluso al borde del desbarrancadero.
Antes de esas notas potencialmente alegres, sin embargo, se vive un pequeño apocalipsis. Porque poco después de convertirse en este nuevo/viejo ser que es, se hace evidente que los impactos trascienden su hogar, tocan su lugar de trabajo, su vecindario. En ese punto, se hacen claros para él los efectos de “la diferencia”. Es ahí que lidia con su apariencia, enfrentando a gente que solía conocerlo y ya no lo reconoce, y hasta lo rechaza por como luce. Las reacciones no son tan empáticas o tan calladas, más bien descaradamente directas. Porque lo más complejo del racismo es lo normalizado que está, lo obvio que se vuelve cuando la gente habla con franqueza extrema, sin atención alguna a lo políticamente correcto.
“Anders le explicó la situación a su jefe, le dijo que no era especial ni contagiosa que se supiera, y volvió al gimnasio tras una semana de descanso”, cuenta Hamid. “Su jefe le esperaba en la entrada, más grande de lo que recordaba Anders, aunque obviamente tenía el mismo tamaño. Le miró de arriba a abajo y dijo: —Yo me habría suicidado. Anders se encogió de hombros, sin saber qué responder, y su jefe añadió: —Si me hubiera pasado a mí”. A su manera, Anders reconoce, gracias a un hombre de color que trabajaba en el gimnasio y con el que jamás se preocupó en hablar antes de su cambio, que él mismo no estaba tan lejos de esa proactiva indiferencia...
Pero claro, el fenómeno que cambió a Anders no se detiene en él, y el caos solo crece, se expande. Los reportes de más y más personas cuya piel cambia de color y enfrentan esa transformación de perspectiva de raza tan personal, empiezan a revertir el orden. La calma normal se vuelve calma chicha en ese lugar apacible (pero no desprovisto de dolores) en la que viven estas personas, así como en las calles de esta ciudad, donde lo tranquilo puede estallar en furia, bajo la ecuación adecuada. Y sucede. Cuando el miedo a lo diferente y los cambios se suman a la división profesada por quienes abogan pureza, los efectos son de pavor.
Es curioso y diciente del clima actual que la parte más emocionante del gran libro que es El último hombre blanco, en términos de vértigo, es cuando narra ese momento en el que todo parece irse al carajo. No se siente tan distante de lo que vivimos hoy en nuestro planeta, un momento de división, desinformación y virus. El instante antes de que todo sea caos. Pero no se queda ahí, porque este virus racial voltea las posibilidades. Otras dinámicas importantísimas para esta novela son las que expone Hamid entre generaciones, cuando todo esto sucede. Porque no los conocemos de nombre, pero la madre de Oona y el padre de Anders son personajes de peso. Desde sus perspectivas y sus manías se encuentran pasajes que van de asustadores y frustrantes a inspiradores y emocionantes.
Desde la perspectiva de la madre de Oona, vemos reflejada a esa generación de personas de edad que, consumidas por su propia nostalgia y dolor (ella perdió a su marido –el padre de Oona– y a su hijo –el hermano de Oona– se quitó la vida), van perdiéndose en su rechazo a los cambios, a lo diferente. Informándose en redes, toma tintes algo radicales en sus posturas. Tan así, que los disturbios producto de estos cambios de piel en las personas le hacían sentirse alegre de que alguien estaba haciendo algo por mantener el orden.Por el lado del padre de Anders, el dilema es fuerte también, porque se sabe que, especialmente desde que murió la madre de Anders, el señor era de esos que poco tolerarían la diferencia. Su caso es el de ese hombre que, ante la soledad, la debilidad y la inevitable muerte, que podían haberlo radicalizado aún más, decidió tragarse la lengua y estar al lado de su hijo, asegurándose de su supervivencia en momentos en los que en las calles podían haberlo cazado, como a tantos hombres de color.
El tema generacional no es menor en este relato, y por eso cerramos con la idea de una niña, la nieta de la señora, retoño de los personajes. Y así se describe una magistral interacción entre ellas dos que todo lo encapsula, incluida la escritura certera de Hamid. “Anders y Oona no hablaban demasiado del pasado, pero la madre de Oona, la abuela de la niña, lo hacía mucho más e intentaba transmitirle el sentido de cómo había sido todo, de dónde procedían realmente, de la blancura que ya no se veía, pero seguía formando parte de ellos, y la niña le tenía cariño a su abuela, y era bastante tolerante con ella, y por eso sorprendió tanto a su abuela cuando la detuvo un día, tomó las manos de su abuela y dijo basta, eso fue todo, solo una palabra, basta, y no fue gran cosa, pero removió profundamente a su abuela porque fue capaz de comprobar hasta qué punto la niña estaba avergonzada, y no avergonzada de sí misma, sino avergonzada de ella, de su abuela, y su abuela sintió una llama de ira en ese momento, aunque más que ira lo que sintió fue una pérdida, una poderosa sensación de pérdida, pero la niña no le soltó las manos, se aferró a ellas y observó las emociones que ardían en los ojos de su abuela, y cuando las emociones ardieron un rato se empezaron a calmar y la niña acercó la cara y besó la piel finísima de los nudillos de su abuela, los labios suaves, un toque de humedad, y esperó hasta que su abuela finalmente sacudió la cabeza y, de alguna manera, acabó sonriendo”.