Un simbólico producto del apocalipsis radiactivo de la Segunda Guerra Mundial, que destruyó Hiroshima y Nagasaki y cambió la historia de un país y un planeta entero, a Godzilla (Gojira en japonés) se le conoce como el Rey de los Monstruos desde que se lo vio por primera vez, en una película homónima, hace 70 años. Y en el señorial apelativo juegan varios factores. Es el rey porque nació en 1954, y la edad lo hace históricamente relevante; en segundo lugar, cuando apareció, ningún otro monstruo, ni siquiera King Kong, se le acercaba en dimensiones, y, por último, porque detrás de su existencia hay una simbología de la devastación asociada al poder nuclear y a quienes lo detentan. A partir de esa perspectiva metafórica, el relato de esta bestia ha sido punzante desde su creación porque fue producto de la población devastada; fue una catarsis creativa ante una miseria atómica con efectos generacionales.
Gigantesca, impredecible, indudablemente destructiva, la inmensa criatura (que mezcla reptil prehistórico con dinosaurio, pero cuyo nombre fusiona gorila y ballena) sale del océano Pacífico para atormentar a esa isla que, poco antes, fue sometida por su emperador a luchar y a sufrir una guerra mundial en condiciones terribles y luego fue traumatizada por las bombas atómicas que Estados Unidos le lanzó para terminar el conflicto. Godzilla es la sombra de esos ataques que no se superan.
Notorio personaje, con la fama de este ídolo reptil también vino su evolución. Ha vivido diferentes etapas, y en estas ha oscilado entre amenaza para la humanidad y protector de la misma, ante ataques de otras bestias increíbles de otras dimensiones y tiempos.
A través de las 33 películas japonesas que ha protagonizado, así como las cinco hechas en Hollywood, Godzilla ha inspirado a millones. Y si bien las producciones estadounidenses varían entre pasables y entretenidas (la más reciente, junto con King Kong, se estrenó este año), hay algo que no pueden hacer como las japonesas, transmitir las genuinas preocupaciones del momento. Y eso hace de genial manera Godzilla Minus One.
Curva de redención
La película de Takashi Yamazaki se estrenó en 2023, en 500 salas de cine de Japón y otros cientos en Estados Unidos; y si bien no llegó así a Colombia (qué lástima), sí aterrizó en Netflix.
En ella, la bestia es notoria, visualmente impactante, creíble, pero como nunca se había visto, un humano es igual de importante. Shikishima, un piloto de guerra japonés en los tiempos finales de la Segunda Guerra Mundial, es un protagonista complejo y profundo, y es lo primero que ve el espectador, mientras aterriza en la base japonesa en la isla Odo. ¿Por qué es importante? Es un kamikaze que incumplió su mandato, un hombre que no fue a estrellarse contra su objetivo y decidió aterrizar en dicha base.
Desde lo que vive Shikishima, antes incluso de que aparezca Godzilla entre las aguas, entre la oscuridad de esa isla (y más tarde en Tokio), la película eleva cuestiones relevantes sobre el honor. La película revela que gran parte de las muertes japonesas en la guerra se dieron por el mismo desprecio de los líderes japoneses ante su pueblo, con falta de alimentación y cadenas de aprovisionamiento, y aviones que no tenían sistema de expulsión para los pilotos. Así se entiende que las medidas extremas y suicidas eran eufemismos en nombre del honor para ahorrar recursos y gastar vidas sin reparo alguno.
Para mala fortuna de Shikishima, Godzilla aparece en esa base en la que aterriza, y una vez más queda en el aire la sensación de que falla en su misión. Aun así, desgraciado o no, sobrevive. La película se empeña en no ignorar el estrés postraumático de los combatientes, que se ha visto en Hollywood, pero no tanto desde la perspectiva japonesa. En esta película, la curva de un personaje sin honor es la de la redención.
Godzilla Minus One también refleja realidades fuertes y bellas a la vez de la etapa que retrata. En su regreso a la ciudad, a la vida, al enterarse de la muerte de sus padres en los bombardeos, y de recibir el escarnio de una vecina, Sumiko, que lo humilla por no cumplir su mandato suicida y lo culpa de la muerte de sus propios hijos, Shikishima entra en contacto con Noriko. Se trata de una mujer azotada por la guerra, que también perdió a sus padres y que se hizo cargo de una pequeña bebé cuya madre murió. En ese contexto, se reflejan esas particulares familias que la posguerra unió desde la supervivencia. Las personas se hicieron compañía y se apoyaron en medio de reconstruir sus vidas, sus barrios, sus ciudades y su país.
Y, como si no fuera suficientemente difícil, está Godzilla, el rey de los monstruos, desatando su destrucción ante un pueblo ya devastado, que tiene que levantarse de nuevo y plantar defensa ante la titánica amenaza. Y de ahí sale el título. Si después de la guerra Japón quedó en ceros, Godzilla la lleva a un estado negativo. Por eso resulta maravilloso que, a diferencia de lo que hizo su emperador en la guerra, aquellos a cargo de idear el plan para neutralizar a la bestia se proponen no sacrificar vidas, o al menos tratarlas a todas con el valor que merecen.
Esto evidencia otro de los factores que separa a esta de otras entregas: el drama humano en el centro; la supervivencia ante los conflictos externos, el sufrimiento ante la humillación interna y, en últimas, la posibilidad de poder habitar otros capítulos de la vida, distintos al trauma.
Seguidor ‘todero’ al mando
La película es producto del amor de Takashi Yamazaki por el personaje, pues se autoproclama seguidor de Godzilla (y Star Wars) desde que tiene memoria. No solo escribió y dirigió la película, también se hizo cargo de supervisar los efectos visuales, y en esa categoría la película ganó el premio Óscar 2024. Con una aproximación recursiva, innovadora y creativa, emuló el arte de las criaturas del cine noventero, maximizando sus limitados recursos para efectos memorables, que dejan la vara muy alta para lo que venga en el futuro de la bestia.