El empresario boyacense Jorge Enrique Pardo no se cambiaba por nadie el miércoles 7 de diciembre de 1938. Esa noche, en medio de una elegante concurrencia bogotana que acudió a ver la proyección de la película María Antonieta, de W. S. Van Dyke, por fin abría las puertas del teatro San Jorge, un proyecto que tenía en mente desde hace años: un escenario para exhibir cine en el barrio La Favorita (calle 14 con carrera 15), una zona en la que en ese entonces vivían las familias más prestantes de Bogotá.El teatro, que Pardo le había encargado al arquitecto Alberto Manrique Marín, se volvió uno de los más emblemáticos de la capital, gracias a su estilo art déco y al hecho de que las salas de cine que entonces funcionaban en Bogotá (unas 18) ya eran los sitios favoritos para el entretenimiento familiar.Sin embargo, luego de varias décadas el San Jorge cayó en desuso. El Bogotazo, la salida de las familias hacia el norte de la ciudad, la ampliación de la avenida Caracas y la llegada de indigentes y consumidores de drogas sacó al viejo teatro de la memoria. Y aunque hoy mantiene su fachada, muy pocos saben que esa edificación sucia y en ruinas fue uno de los lugares más importantes de la ciudad.Puede leer: La tristeza de los payasos colombianosPero las cosas podrían cambiar pronto. En 2014 el Instituto Distrital de las Artes (Idartes) compró las instalaciones y prometió restaurarlo. Y aunque hasta hace un año no se había avanzado mucho, la administración actual está diseñando un proyecto para recuperarlo como patrimonio histórico de la ciudad y como un espacio para actividades culturales, en conjunto con un plan para cambiar la cara del Bronx, que está solo a unas cuatro cuadras.El caso del San Jorge, sin embargo, no es tan común como parece. La mayoría de los teatros en los que los bogotanos solían ver cine desaparecieron. Algunos se convirtieron en discotecas, iglesias cristianas o bodegas, y a otros los tumbaron para construir edificios.Y aunque no hay proyectos oficiales o estrategias para recuperarlos, sí hay iniciativas para resguardar su legado (ya sea en fotos, exposiciones, libros o documentos). Una de ellas, por ejemplo, es Teatros, Territorio de Memoria, una convocatoria con la que estudiantes de la Universidad Central recogen anécdotas de aquellos que asistieron a las viejas salas de Bogotá para armar un gran archivo y, a futuro, hacer un documental (los interesados pueden participar escribiendo a teatrosterritoriosdememoria@gmail.com). Sin embargo, no dejan de ser iniciativas sueltas.Le recomendamos leer: “Quiero dejarle al mundo una mejor situación para las mujeres”: Alejandra BorreroTodo tiempo pasado…Ni el gran primer teatro que tuvo Colombia se salvó del paso de los años. La historia del Gran Salón Olympia (ubicado en la calle 25 con carrera 9), de los hermanos Francesco y Vincenzo di Doménico, es rica en detalles. Este par de italianos, pioneros en Colombia, decidieron en 1912 levantar su propia sala. “Era tan profundo que para evitar que se distorsionara la imagen pusieron la pantalla en la mitad –cuenta Alberto Escovar, director de patrimonio del Ministerio de Cultura y arquitecto aficionado a la historia de la ciudad–. Quienes pagaban menos, veían la imagen volteada. Y muchos aprendieron a leer los subtítulos al revés para entender las películas o, en su defecto, usar espejos”.Las crónicas periodísticas de la época cuentan que la gente asistía con sus mejores trajes, y que, algunas veces, había motines de los espectadores como protesta ante las fallas técnicas o por sus desacuerdos con la historia. Eso pasó, por ejemplo, cuando los Di Doménico estrenaron en noviembre de 1915 El drama del quince de octubre, un documental que mostraba imágenes sobre el asesinato del general Rafael Uribe Uribe, ocurrido un año antes. El público, escandalizado, protestó en el teatro y días después la cinta original desapareció.En esa misma época nacieron otros escenarios como el Teatro Caldas (carrera 13 con calle 57), el Teatro Cuba (calle 20 con carrera 3) o el Faenza (calle 22 con carrera 5), pero fue con el paso de las décadas que se construyeron muchos más. Según una investigación de la Universidad Javeriana, a comienzos de los años sesenta había unos 52 en la ciudad y una década después ya eran más de 90.Le sugerimos: “El teatro no es algo sólo de intelectuales o de personas muy cultas”El crecimiento fue gracias a los llamados cines de barrio, que pertenecían a cinéfilos entusiastas que traían las películas al país. La mayoría estaban ubicados en Chapinero, como el Aladino, el Palermo, el Libertador, el Royal Plaza o el Cinelandia; en el centro, como el México, el Metro, el Teusaquillo, el Ayacucho, el Ópera o el Dorado. Pero también había varios hacia el sur y el occidente como el Calypso (en Santa Isabel), el Santa Cecilia (en Olaya Herrera), el Sucre (en Restrepo), el Ezio (en Galán) y Las Cruces en el barrio del mismo nombre.“Hoy –explica Escovar– es difícil entender la importancia de esos cinemas teniendo plataformas como Netflix a la mano. Pero en esa época eran los sitios para levantar a la novia o para salir con los amigos, una ventana hacia el mundo, un espacio de reunión”.En esos lugares la cultura del cine tomó forma. En la época solo había tres horarios para ver películas, cada uno con su propio precio: matiné (3:00 p. m.), vespertino (6:00 p. m.) y noche (9:00 p. m.). Y los fines de semana, sobre todo los domingos, había un horario adicional llamado matinal (11:00 a. m.). También, en algunos, había funciones especiales como el cine continuo, en donde las personas veían una película e inmediatamente comenzaba otra, o el cine rotativo, que era presentar la misma película una y otra vez. Además, como no todos los teatros estaban manejados por grandes empresas exhibidoras, los dueños muchas veces hacían maratones de grandes directores. Gracias a eso, muchos vieron las películas de Woody Allen o Pier Paolo Pasolini.También le puede interesar: Frida Kahlo en el Teatro ColónPero su legado va más allá del cine. En materia arquitectónica muchos marcaron estilos y recuerdan ciertas épocas de la ciudad. El Faenza, por ejemplo, con su ladrillo a la vista y estructura en hormigón recuerda los años en los que la ciudad comenzaba a dejar la herencia republicana, y el San Jorge, con sus decorados que imitan grandes teatros de París, es el único con estilo art déco en Bogotá.Y fueron útiles hasta para conocer la ciudad: los jóvenes menores de edad recorrían los barrios que tenían cinemas pequeños para poder entrar a las películas que eran para adultos. Para Rito Torres, director técnico del Instituto de Patrimonio Fílmico, “eran ejes en la ciudad que fueron importantes para hacer del cine la primera opción para pasar el tiempo libre”.Pero a mediados de los setenta las cosas comenzaron a cambiar. Aparecieron los múltiplex y, poco después, los centros comerciales, que venían con salas de cine incluidas. A finales del año pasado, había 978 salas. “Con el advenimiento de las ofertas de video, estos teatros entran en decadencia y son reemplazados por complejos que cambiaron las costumbres y los rituales del cine”, cuenta Diego Rojas, autor del libro Tiempos del Olympia (1992).Muchos de los viejos teatros tuvieron que cerrar, sobre todo durante los años noventa. Algunos hoy tienen otro uso: el antiguo Riviera (carrera 13 con 56) se convirtió en la discoteca Theatron; el Palermo (Calle 45 con carrera 13) se volvió un billar; el Scala (calle 72 con carrera 15), una cancha de fútbol; el Trevi (carrera 13 con calle 46), en una iglesia cristiana, el Olympia, en la sede de un banco y así con varios.Pero tal vez cuando se recupere el San Jorge y las nuevas generaciones vean uno de los templos del cine en todo su esplendor, las autoridades se animen a hacer lo mismo con algún otro. Sería un gran servicio para la memoria de la ciudad, pues, como dice Mauricio Silva, editor de la revista Bocas, “más que edificios viejos, son lugares que guardan un pedazo de nuestra historia”.