George Costanza, memorable personaje de Seinfeld (quizá la mejor sitcom de la historia, disponible en Netflix), menciona en un episodio a “los dos George”, las dos versiones de su personalidad que no pueden encontrarse porque, de hacerlo, una desaparecerá: a saberse, la versión de George que socializa con los amigos, honesta y mezquina, y la versión que muestra a su pareja, mucho menos ácida y antisocial. Esto pues la prometida de George sale de plan inesperado con Elaine, su amiga, y ese hecho le resulta más que peligroso para su personalidad y su existencia.
Cuando quiero llorar no lloro, una adaptación a la televisión colombiana de una novela de 1970 del venezolano Miguel Otero Silva, que por su hechura y su crudeza es un hito de la pantalla chica local, contó la historia de los Victorinos: tres hombres jóvenes de distintas clases sociales, de mismo nombre y distinto apellido, nacidos el mismo día, que por cuenta de una profecía morirían al encontrarse. Y sin saberlo, sin tener control sobre ello, los Victorinos se fueron acercando centímetro a centímetro a su suerte. Separados, unidos a la vez.
A este par de muestras narrativas sobre destinos dependientes de terceros y de personalidades divididas, entre tantas, se suma esta nueva serie de Apple TV+, una producción que empieza desde lo incómodo, cae intencionalmente en lo apacible, se hace fuerte en lo doloroso y tenso, toca lo humano y lo tierno y desemboca en lo cautivante. Severance (Separación), la serie de ciencia ficción que se ha ganado merecidamente sus críticas positivas, presenta una situación paralela a la de George y la de los Victorinos, y casi que las promedia. Pero se hace un thriller psicológico densamente especial al situar a sus personajes en el marco de la tragedia personal y del escape laboral (juntos desde siempre), en mundo modernizado, aplanado por la tecnología y lo tecnológico y sus pretensiones ocultas.
La trama, escrita por Dan Erickson y llevada a la pantalla con virtuoso control por Ben Stiller, el actor de múltiples comedias y director (de esta producción que no escapa a algunos mínimos detalles de gracia macabra, como un rarísimo momento de baile en la oficina), nos sitúa en un mundo no tan lejano del nuestro, en el que una empresa de tecnología “de punta”, Lumon, le propone literalmente a sus empleados ser unos por fuera y otros por dentro de la oficina. Esto por medio de un chip creado por el idolatrado creador de la empresa, implantado en sus cerebros.
Así, a los empleados que aceptan trabajar allí se les separa en dos: su persona laboral (su ‘innie’) y su persona por fuera del trabajo (su ‘outie’). Y una no tiene idea de lo que vive o siente la otra. El innie sale de trabajar a las 5 de la tarde, y en el ascensor corporativo sucede el cambio; cuando sale del mismo, ya es el outie, ese que no tiene idea de lo que acaba de vivir durante sus labores. Y la historia se entreteje desde la tensión entre el adentro y el afuera, espacios entre los cuales hay más lazos de los que en un principio parece. ¿El motor de la ruptura de la aparente armonía? Una rebelión que nace de las personalidades más sacrificadas, las que trabajan y solo recuerdan que trabajan y no entienden cómo su outie, es decir, la persona que toma la decisión de tenerla ahí, la única capaz de aceptar su renuncia, puede hacer tal cosa.
La historia se desarrolla particularmente en Lumon, en sus pasillos blancos, en sus ascensores, en su estética retro futurista pulcra setentera; estamos en su departamento de refinación de macrodatos, donde se desarrolla un trabajo “misterioso e importante” relacionado con números (lo que sea que eso signifique, pues ni siquiera quienes trabajan allí lo tienen claro).
Mark (Adam Scott), Dylan (Zack Cherry) e Irving (gigante, John Turturro) trabajan allá hace un buen tiempo, y reciben a su nueva colega, Helly (Britt Lower), quien acaba de entrar a integrar este revolucionario y muy controversial ejercicio profesional de vida. Si Helly llega es porque Petey, antiguo coordinador del área, ha dejado repentinamente la compañía. Mark asume como nuevo coordinador, bajo las órdenes de su jefa, Harmony Cobel (una Patricia Arquette con hielo en las venas y fuego en los ojos que saca los colmillos como pocas veces lo ha hecho).
Estamos afuera también, especialmente desde la perspectiva de Mark, de quien sabemos que decidió entrar a la compañía luego de haber perdido a su esposa. Pero ese Mark del mundo externo, ese outie, entrará en contacto con Petey, y desde ese punto todo empezará a tornarse confuso y a aclararse a la vez (y no habrá más spoilers que ese, que solo es un punto de giro inicial).
Quema lento, esta producción de tensión fluctuante, que entrega el confort aparente de todo lo solucionado al renunciar a la voluntad por una considerable parte del día, todo mientras revela las costuras y motivaciones inoperantes de tal ejercicio. Desde esa perspectiva de ciencia desatada, sin control, entre promisoria y peligrosa, Severance conecta con otra gran serie de ciencia ficción, DEVS, de Alex Garland (disponible en Star+), que también plantea una separación radical en el espacio de trabajo y también se toma su tiempo en iluminar los secretos y qué se busca estos espacios corporativos de experimentación científica y social.
La estética y la fotografía son de aplauso. Apuntan y consiguen un ritmo visual extraño, que parece plácido pero desacomoda. Las simetrías son perfectas, pero asustan. Y la banda sonora se suma a esos mismos efectos. En los nueve episodios de esta temporada inicial (que le grita a una segunda, ya aprobada) las composiciones originales de Theodore Shapiro se mezclan para gran efecto con unas cuántas canciones, no muchas, perfectamente escogidas, entre la placidez, la rebelión y el turbulento caldo que se cocina entre las dos.
Severance destempla por una buena causa narrativa. Bien escrita, muy bien actuada (se suma también Chistopher Walken), no es una serie “agradable” o ligera, es televisión que exige en un principio para no soltar y luego recompensar en grande. Y por esto, con ella, vale la pena partirse la cabeza en dos por unas cuantas horas.