Riad Sattouf (París, 1978) ha dicho en varias ocasiones que, a él, como lector, poco o nada le gustan los cómics autobiográficos. Una declaración nada menor de parte del responsable de uno de los hitos editoriales más categóricos del género: El árabe del futuro. Con un dibujo simple y muy expresivo, a lo largo de seis volúmenes (el último recién publicado en Francia por Allary Editions y todavía pendiente de ser editado en español por Salamandra Graphic), Sattouf ha entregado una venenosa mirada sobre su familia y la amarga relación con su padre, un hombre asfixiado por la paranoia y el fanatismo.
El autor ha construido un aparato que aborda los traumas de crecer con una familia disfuncional y las dificultades de hacerse a un lugar en el mundo, en su caso mientras se vive a golpes entre Siria, Libia, Jersey y la gris Bretaña. Con la publicación de El árabe del futuro 6 — que cubre desde los 16 hasta los 33 años del autor—, Riad Sattouf cierra un ciclo que le ha convertido en uno de los historietistas más conocidos. Una aventura que comenzó con un primer volumen en 2014, que lleva más de tres millones de copias vendidas, más de mil páginas y traducciones a más de veinte lenguas.
A Sattouf, hijo de bretona y sirio, la Primavera Árabe le encendió el bombillo en 2011. Desde tiempo atrás el autor pensaba que su vida como un niño que crece entre la Francia de Mitterrand, la Libia del general Gadafi y la Siria de Háfez al-Ásad —pese a lo dolorosa que podría ser por los secretos familiares por revelar— causaría cierto interés editorial. La caída de Gadafi y la acogida temporal de una parte de su familia siria, refugiada por la guerra civil que iniciaba en el país de su padre, le significó enfrentarse a esos recuerdos. Con un equilibrio entre la reconstrucción de la memoria y la pretensión de acomodar recuerdos para saldar incomodidades, encontró la génesis para urdir una historia narrada desde el punto de vista de un niño y propulsada por el humor corrosivo de un adulto euroárabe.
Sattouf logra cierta armonía entre el humor y el drama. Con una estructura de rejilla conservadora (por lo general tres filas de tres viñetas en cada página), la paleta de colores es discreta. Los personajes están dibujados en negro. Los lugares están codificados: Libia es amarilla, Siria es rosa, Francia es azul, Jersey es verde. Los recuerdos traumáticos son rojos. El relato siempre crece en narrativa personal y juguetea con la geopolítica del choque de civilizaciones.
Parte de su éxito en Europa quizás se encuentra en esa identificación con un relato algo ‘orientalista’. Los recuerdos de un niño pequeño son presentados como textuales (aunque sean rehechos) y refuerzan la idea de sociedades con conflictos predecibles: lo árabe es sucio, sudoroso, bulloso, fanático y antisemita. El círculo social sirio es cruel y vulgar. Los amigos en Libia son tontos o violentos; los franceses son más sofisticados. No hay belleza en los lugares amarillos o rosados, ni tiempo para el asombro infantil. Y si bien Francia se muestra a veces fría y distante —o con un abuelo homofóbico— las características de dos o tres bretones no terminan por generalizar a una sociedad entera.
También está el empuje de la miserable relación que llevan la madre y el padre, Clementine y Abdel-Razak. Ambos se conocen en París cuando el último estaba becado. Allí se casan y nace Riad en 1978, primogénito en una familia de tres hijos. Ese mismo año Abdel-Razak defiende su tesis doctoral, rechaza una oferta para enseñar en Oxford, y acepta en cambio una cátedra en Libia, en gran parte motivado por su obsesión con el panarabismo. De ahí en adelante, Abdel-Razak lleva a la familia entre Libia y Siria, con eventuales regresos a Francia, mudándose, aceptando y perdiendo trabajos o casas, radicalizándose hasta que hace explotar todo, no sin antes romper a la familia en piezas, con Riad y sus hermanos, Abdel y Fadi, como grandes afectados. Riad es siempre el niño o el adolescente que observa de lejos, el extranjero perpetuo: algunos franceses no le aceptan por sirio y algunos sirios por francés.
No es casualidad que El árabe del futuro se compare a menudo con otras obras que han abordado las tensiones de la memoria a partir de la subjetividad y la representación íntima que permite el cómic. Maus, de Art Spiegelman (1980-1991); Fun Home, de Alison Bechdel (2006), o Virus Tropical, de Powerpaola (2009-2011), no solo tienen en común con El árabe del futuro su elaboración de una fábula familiar (con la figura del padre como pivote), sino su capacidad para debatir la supuesta neutralidad de la memoria.
Como sucede con esos otros cómics, el carácter de El árabe del futuro no está en su intento de veracidad, sino en el potencial de identificación personal que trae, en el reconocimiento de su intento por documentar con autenticidad un momento de la historia desde el punto de vista de individuos comunes, con sus peculiaridades, obstinaciones y locura.
*Administrador en Artes y Políticas Culturales. Cofundador de Entreviñetas.