Desde sus inicios, este año estuvo marcado por acontecimientos sustanciales para el devenir de la sociedad colombiana, al igual que para la latinoamericana y global: la política estuvo siempre en el trasfondo de las decisiones que habrían de tomarse especialmente en lo concerniente al medioambiente, la salud y la migración. El arte, la plástica, no podían sustraerse a estas prioridades y muchas de las exposiciones que se pudieron apreciar en Colombia estuvieron signadas por motivaciones, directa o indirectamente, relacionadas con el desarraigo, la pérdida de identidad, el desplazamiento y la nostálgica evocación del pasado. En la misma corriente navegaron muchas de las exposiciones de los artistas colombianos en el exterior, cuyas presentaciones se han incrementado notoriamente.
En lo que respecta al mainstream, a la corriente dominante del arte colombiano, parece orientada a testimoniar un nuevo despertar, el abandono de la reclusión y del letargo que dejó la pandemia, y tal vez por ello algunas de las mejores exposiciones del año tuvieron que ver con la revisión de lo logrado en prepandemia, y con el ánimo de hilar las nuevas producciones con los logros anteriores. Yo, usted y el clan, de Miguel Ángel Rojas, fue una de esas muestras que permitió ejercitar la memoria para evocar momentos significativos de su trayectoria, puesto que una especie de inventario de sus más elocuentes argumentos se desplegaron enfatizando su constante atención al medio ambiente.
Otra muestra relativa a la trayectoria de su autora fue Cicatrices, en la cual Luz Lizarazo presentó la recopilación de diferentes procesos de su vida que quedaron como cicatrices que rememoran episodios en los cuales la naturaleza femenina es la condición desencadenante.
También implicó un deleitable trabajo para la memoria la exposición de Carlos Rojas, el maestro fallecido hace ya veinticinco años, pero cuyas últimas series no se habían visto con los ojos de hoy, y cuyo empleo de materiales de desecho y de los elementos de construcción de barrios de invasión develan su no tan conocida preocupación por temas sociales.
Por otra parte, hubo, como era de esperarse, un buen número de trabajos referidos al conflicto armado y a la paz. Entre las exposiciones que se refieren a la violencia es preciso mencionar en primer término la del fotógrafo Jesús Abad Colorado, pues su obra, además de artística, es documental. A diferencia de la mayoría de quienes se han ocupado del tema, Abad Colorado trabaja in situ, es decir, desde los espacios mismos donde ocurren los hechos, donde se ha experimentado el infierno, lo que aúna el coraje a su oportuna y sagaz mirada del horror y el dolor como invitación a la paz.
Una exposición muy admirada fue Bruma, de Beatriz González. Entre instalación gráfica y pintura, la artista evoca la violencia vivida en Colombia a lo largo de décadas y, utilizando sus emblemáticas imágenes de cargueros de muertos –conocidas en los columbarios del cementerio central–, ahora impresos a la manera de papel de colgadura, cubrió los muros de Fragmentos –el espacio creado por Doris Salcedo en el que los visitantes caminan sobre lo que fueron las armas de las Farc– estableciendo un diálogo entre estas dos instancias del pasado reciente cuya conjunción produce imágenes brumosas, pero de inmediata recordación.
Condiciones aún por titular es la gran instalación de Óscar Murillo que se apropió del museo de la Universidad Nacional con el objeto de hacer hincapié en la opresión histórica y el sentimiento de injusticia que palpita en todas direcciones. Una obra polifacética del artista colombiano de más rápido reconocimiento en el exterior, la cual comprendía gran diversidad de elementos como telas negras, pinturas, bancas de iglesias, componentes escultóricos en hierro y trabajos sobre papel en una especie de caos que le permitió al artista evocar la vida de hoy.
Es importante mencionar la exposición que presentó el artista y activista político, arquitecto y curador chino Ai Weiwei, por tratarse de una de las figuras más relevantes del acontecer internacional contemporáneo. La muestra permitió apreciar parte de sus trabajos titulados El banquete del emperador, donde se incluyó la serie Zodiac (2018), para la cual se ensamblaron miles de piezas Lego de colores vibrantes con la idea de contraponer un producto industrial con la milenaria historia del Zodiaco chino
Entre las múltiples exposiciones individuales de interés que se llevaron a cabo en los más variados escenarios es preciso destacar la del extinto colectivo cubano Los Carpinteros, que reunía sus trabajos con maderas recicladas cuestionando la funcionalidad de los objetos; las poderosas esculturas de John Castles, en las cuales el acero se deshoja creando una impresión de levedad que contradice su consistencia; Deseree, de Clemencia Echeverri, en la cual esta reconocida video artista narra la masacre cometida contra los wayúu en 2004; Mantos Montes, de Luz Helena Caballero, en la que ubica las montañas como vestiduras virginales; Aporías, de Daniel Gómez, en la cual se hacía referencia a paradojas irresolubles entre la materialidad y el objeto; las pinturas de Óscar Villalobos acerca de las aglomeraciones urbanas; las lecciones de pintura sobre el paisaje de Ana Mosseri; Y el león, por fin, en niño, en la que Mario Opazo deambulaba mentalmente por el mundo latinoamericano.
Hubo exposiciones colectivas de gran atractivo como Rostros de ciudad y Varios caminos de vuelta, que reunieron obras bien logradas individualmente y enriquecidas por el contexto expositivo. De resaltar la investigación sobre el barniz de Pasto de Nancy Friedman, las recreaciones de la naturaleza de Rodrigo Facundo y las tortillas grabadas de la mexicana Betsabeé Romero.
Y hubo certámenes que, como el Salón Luis Caballero, presentó obras impactantes, entre ellas la de Nadia Granados, ganadora del certamen en la cual se revivían críticamente episodios del acontecer nacional, y la de Adrián Gaitán, relativa a los perjudiciales efectos del petróleo.
El Salón Nacional, en cambio, a pesar de haber sido convocado mediante el acertado postulado de Magdalena inaudito, en busca de relacionar el arte con el río que ha sido protagonista en todos los episodios de la historia nacional, no tuvo los resultados esperados siendo sobrepasado en atención del público e interés por sus novedosos planteamientos por el Salón de Arte Popular, su vecino en las instalaciones del Museo Nacional, el cual, aparte de permitir una inédita mirada al arte empírico del país, atrajo un nuevo público a las instituciones que lo presentaron.
En el exterior, las obras de Delcy Morelos en la Bienal de Venecia y de Rafael Gómez Barros en el Rijksmuseum fueron las dos exposiciones de artistas colombianos llevadas a cabo en los más consagratorios espacios y que se refirieron de manera metafórica a distintos aspectos del país. Morelos presentó una gran instalación hecha con tierra y otros materiales naturales referidos a los saberes ancestrales y las cosmogonías suramericanas, en tanto que Gómez Barrios cubrió la entrada de la prestigiosa institución con una colonia de hormigas construidas con la forma de dos calaveras y las patas de matas de jazmín, las cuales dispuso de manera que recuerden migraciones y desplazamientos.
Capítulo aparte amerita ArtBo, la feria de arte de Bogotá que volvió a ser presencial y a constituir un espacio amable para los compradores y observadores de arte. Más pequeña que versiones anteriores, la muestra puso de presente los consabidos ‘lotes’ de galerías colombianas y extranjeras, y como consecuencia de las políticas implementadas por las instituciones culturales durante la pandemia –como los recorridos virtuales por las salas de museos del mundo– hizo evidente que el arte es una manifestación cultural, pero también una inversión y un activo que estimula el deseo de adquirirlo, de poseerlo, y conservarlo. El surgimiento de nuevos mercados y maneras de producción y comercialización permitieron que artistas como Nadín Ospina llevaran a vivenciar su metaverso y a proponer, al igual que Pedro Ruiz, trabajos en formato NFT que le permiten al comprador poseer la obra en cualquier momento y lugar.
En conclusión, el arte en Colombia en 2022 tuvo un somnoliento despertar, pero dejó estimulantes experiencias y la convicción de que pronto se volverá a ver el arte colombiano a toda marcha.
*Crítico de arte