La historia de Rodrigo Obregón Osorio, quien falleció el pasado miércoles, no comenzó el 28 de octubre de 1951, día de su nacimiento, sino varios años antes cuando sus padres se conocieron en una calle de Barranquilla y se enamoraron. Fue una historia escandalosa, apasionada y fugaz, propia de dos artistas con un talento desbordado: el uno para la pintura y la otra para la danza. Sonia Osorio de Saint Malo, era hija de artistas. Luis Enrique Osorio era un poeta y libretista, precursor del teatro colombiano, y su madre era pianista e hija del director de la orquesta sinfónica, lo que la llevó a recorrer el mundo desde joven. Dicen que desde pequeña prefería el baile a las muñecas. Su pasión por la danza no tenía límites: le gustaba tanto la moderna como la folclórica. Sonia y Alejandro fueron vecinos de barrio. Él era hijo de un colombiano y una catalana. Había estudiado en España e Inglaterra, por lo que tenía una visión más abierta del mundo. Con relativa frecuencia iba de vacaciones a la Arenosa. En el libro Las mujeres de Obregón, Sonia —que era por lo menos ocho años menor que él— recuerda que escuchaba desde su ventana las conversaciones en inglés que entablaba con una vecina de ella “con quien tenía amores”. También relató que en un paseo por el río Magdalena él apareció con una gringa a la que sentó en sus piernas para darle besos en la boca, algo considerado trasgresor en la Barranquilla pacata de los años cuarenta. Pero se conocieron realmente años más tarde. Le recomendamos: Falleció el actor barranquillero Rodrigo Obregón.  Fue una noche a la salida de cine, al que asistió con su padre Pedro Obregón, quien al ver a Sonia le dijo: ¿Por qué no pintas a esta mujer tan linda?". Él, que no era impulsivo, contestó: "Bueno". Durante los siguientes días ella fue a su estudio en Barranquilla a posar por espacio de una hora. También lo hizo en su atelier de Bogotá. Pero, según cuenta la historia, el encargo del retrato se fue demorando a propósito porque ambos querían alargar esos momentos que pasaban juntos. En una de esas sesiones, ya cuando el amor era muy evidente, él le propuso matrimonio de la forma más inusitada: "Te invito a que nos muramos de hambre juntos en París, pero te advierto que siempre me levanto de mal genio". El mal genio no era el único inconveniente. Ambos estaban casados. Alejandro con Ilva Rasch-Isla, la hija del poeta español a quien conoció durante una estadía en España y con quien se fue a Barranquilla durante la Segunda Guerra Mundial. Ilva acababa de tener un bebé, Diego. Ella era la esposa del industrial Julius Siefken Duperly, con quien tenía dos hijos: Kenneth Siefken y Bonny Siefken. El amor entre los dos fue un escándalo y los padres de Sonia le pidieron que salvara su matrimonio. Ella esperó un tiempo pero no había nada que hacer. Al cabo de un año se separó. Lo mismo hizo el maestro quien al poco tiempo se la llevó a Paris donde se casaron por lo civil. Alejandro y Sonia, a quien él llamaba Saskia, inspirado en la mujer de Rembrandt, se fueron a vivir a Alba la Romaine, una región vinícola francesa, a una vieja casa donde subsistían gracias al dinero que les mandaban sus familiares. Era tan precaria la situación que ella hacia bailoteos encima de las mesas de los bares a cambio de la cuenta, pues no tenían ni un franco en el bolsillo con qué pagar. En esa vida de bohemia, el pasaba sus días pintando y le pedía que bailara para él. No le gustaba verla limpiando la casa como una esposa hacendosa sino que quería que desarrollara su pasión plenamente. "Tienes mucho talento para estar lavando ropa. Lo único que me importa es que tú bailes”, le decía.  Ella le reclamaba que para qué “si no me estás mirando”, pero le contestaba con amor: “No te veo, pero te siento”. Ella le confesó a Camándula, autora del libro, que no existía un amante más maravilloso que él: “Era como de mentira. Voluptuoso, apasionado, tenía todos los ingredientes para enloquecerlo a uno. Y para mí, que venía de una especie de noche oscura aquello fue como un amanecer”. La pareja vivió así tres años, entre museos, catedrales, calles. cafés y bares. “Él era encantador con tragos”, dijo. Luego vinieron los niños. Primero Rodrigo y luego Silvana. Y con ellos llegaron los llantos, los pañales y los teteros, cosas que el maestro no toleraba porque interrumpían su proceso de creación. La crianza de bebés no era lo suyo. Con el tiempo el empezó a salir solo. La mamá de Sonia le hizo ver la realidad. “Alejandro no es hombre para una sola mujer, tienes que entender eso”. Ella sin embargo, no toleró sus infidelidades. Duraron diez años casados, los cinco últimos los pasaron en Barranquilla. Él después se casó con Freda Sargent, una artista inglesa con quien tuvo a Mateo,  y ella con el marqués de Mantova Francesco Lanzoni Paleotti del Poggio, de cuya unión nació su último hijo, Giovanni Lanzoni. Alejandro Obregón tuvo una relación muy especial con Rodrigo y Silvana. Rodrigo fue el que más sacó el talento artístico de sus padres al convertirse en un actor que siempre será muy recordado por su participación en telenovelas como Escalona y en grandes producciones como Daño Colateral, al lado de Arnold Schwarzenegger. Muchos dicen que el amor de la vida de Alejandro Obregón fue Sonia. Algunos incluso dicen que su historia de amor marcó una época. Cuando salían juntos él de repente gritaba con fuerza: “¡Te amo! ¡Te adoro!”. Ella le decía: "¿Pero por qué no me lo dices solo a mí?". Y él respondía: "Es que me encanta oírmelo decir". Le recomendamos: Historia de una falsificación: la lucha de Rodrigo Obregón por la obra de su padre.  Ya separados, Sonia se convirtió en la bailarina que le daría muchos triunfos al país gracias al ballet de Colombia con el que impulsó el mapalé, el bambuco y la cumbia, bailes que dio a conocer al mundo entero. Alejandro se consagró como artista y a los 53 años pintó el mural “Amanecer en los Andes” en la entrada del edificio de la Organización de las Naciones Unidas, así como los murales de las plenarias del Congreso de la República de Colombia. La relación entre ellos siempre fue cordial. En una entrevista por televisión le preguntaron a Sonia sobre sus amores. “He querido a muchos hombres, pero amado, amado, solo a uno”. Esa noche, Alejandro la llamó y le dijo: “Gracias, Sonia”. El maestro Obregón murió en abril de 1992, víctima de un cáncer de cerebro. Sonia murió más de 20 años después en Cartagena. Su hijo Rodrigo, producto de este amor de película, falleció de complicaciones por un cáncer de próstata el miércoles 21 de septiembre de 2019. Sonia nació en Bogotá el 25 de marzo de 1928, pero desde los ocho meses vivió en Barranquilla, al cuidado de su abuela, la próspera empresaria Elvira de Saint Melo, quién tenía una fábrica de maquillaje. Allí creció como una reina, libre, consentida y salvaje. Entre danzas y arrumacos. Como hija, nieta y bisnieta única, toda la casa familiar giraba alrededor suyo. Pero a los nueve años fue obligada a mudarse a Bogotá con su padre Luis Enrique Osorio y su madre Lucia, lo que fue un verdadero trauma para ella: pasar del pechiche sin límites, los colores y la música de las casas amplias y luminosas del barrio El Prado, al frío y el gris capitalino. Alejandro había nacido en Barcelona en 1920, y era nieto, por línea materna, del alcalde de esa misma ciudad catalana y de un banquero inglés, y su padre Pedro era el dueño de textiles Obregón y pariente de los Santodomingo. Tuvo la educación típica de la altísima élite social inglesa, muy fría, muy rígida y estricta, alejado de sus padres, vestidito de marinero, con nodriza e institutrices alemanas y francesas. Nada presagiaba al pintor rebelde y revolucionario que sería. Allí estaban, de espaldas al mundo, por encima del mundo: La bailarina más importante de la historia del país, la mujer más bella de su época, bailando en una antigua y derruida casita de más de mil años de antiguedad, para su amado, para ese hombre que dejó, por seguirla, familia, honor, reputación y fortuna. Ella señalaba con los movimientos de su cuerpo sudoroso, el movimiento preciso del pincel, la rotunda vibración de los colores, la alegre profundidad del paisaje. Ella era perfume, privilegio, volcán y música de tambores. Él escribía sobre el lienzo templado frente a él, esa obra de arte que danzaba. Ella canalizaba en su sangre la fuerza brutal de nuestro exuberante mestizaje. Él como un escribano afortunado y febril, atrapaba en el aire las tormentas, la furia de los océanos, el oleaje que las caderas de Sonia provocaba, al ritmo de la vieja vitrolita de música que sonaba en el rincón. Alejandro fue siempre un animal de trabajo. Pintaba todo el día, todos los días, y no permitía que nadie le limpiara el estudio. Encontrarlo limpio era una auténtica tragedia para él. Para Sonia era tortuoso, porque ella era muy ama de casa y la suciedad la hacía sufrir. Vivían en una provincia vinícola, y los campesinos compartían entre sí los frutos de su cosecha. El vino era prácticamente gratis. Mientras él bebió toda la vida, ella siempre fue abstemia. Alejandro murió en brazos de su hija Silvana en Cartagena en 1992, de un tumor fulminante en el cerebro. Descansa en el bello mausoleo que posee la familia Obregón en el cementerio Universal en Barranquilla. Su epitafio (si es que un epitafio puede abarcar una vida) es una sola palabra: “Siempre”. A Sonia se la llevó una infección renal hace dos años. Fue despedida entre tambores, cumbias, discursos y cantaores, y enterrada en Bogotá con todos los honores y homenajes que corresponden a la fundadora del Ballet de Colombia. Un carnaval fue su funeral, porque un carnaval fue su vida, como lo fue su relación de pareja con Alejandro: colorida, ruidosa, llena de jolgorio, de música, de libertad, de danza y espontaneidad. Juntos, poetas del cuerpo y del color, faunos venidos de una época legendaria de druidas y unicornios, escribieron en el lienzo del destino una historia de amor que perdurá en la memoria del arte, más allá de lo que ellos jamás llegaron a imaginar en esas frías, bohemias y luminosas noches de pobreza, música y vino en Paris.