En un mundo que bombardea a sus habitantes con tantas imágenes, en un tiempo que los ahoga con contenido en sus móviles, se hace cada vez más extraño sentir sorpresa y asombro genuinos en las experiencias que ofrece la vida. Por eso, cuando esto sucede, aunque cueste un ojo de la cara, vale la pena reconocerlo y compartirlo. Y eso han venido haciendo miles de personas con la enorme emoción que les amerita. Gente del común, artistas de primer nivel, todos atónitos ante lo que han presenciado en The Sphere (la esfera), un lugar como ninguno hasta la fecha.
Sí, han existido domos antes (y que sirva esta ocasión para invitarlos a volver a Maloka y al renovado Planetario), pero no de este nivel y capacidad, no de los que hablan hacia adentro e interactúan de esta manera con la ciudad. Este es otro nivel. Por ejemplo, en su versión carita feliz, la esfera mira a los aviones que llegan a la ciudad y les pica el ojo. A ese nivel llega. Es un escenario, es una obra de arquitectura viva también.
Esta maravilla moderna (así la rotuló la revista Time en una de sus recientes portadas, y no exagera) se ubica en la desértica Ciudad del Pecado, Las Vegas. En esta ciudad se planteaba casi religiosamente que “lo que sucedía allá se quedaba allá” por su economía de apuestas, bacanales y despedidas de soltería, pero ahora, gracias a The Sphere, existe el rubro de la vivencia que se comparte abiertamente y con orgullo.
El escenario se enorgullece de ser la estructura esférica más grande del mundo y fue construido por los dueños del Madison Square Garden, en Nueva York. En este se explotan sus increíbles capacidades tecnológicas (explicadas en detalle en su página web) para atrapar a su público con una inmersión visual y sónica sin par (porque se ve increíble y suena mejor aún). Así deja tatuada en la memoria una experiencia incomparable a las ofrecidas hasta la fecha en este planeta. No es de todos los días sentirse en el centro del universo, atravesado por un emocionante rayo musical y creativo.
Y el hecho de quedar boquiabierto, como cuando se era niño, en múltiples ocasiones, prueba algo de sus efectos. Tiene una incontestable capacidad de sorprender y emocionar, de ser humanamente sobrecogedor. La esfera, de 157 metros de ancho por 111 de alto, con una pantalla led de 54.000 metros cuadrados (ninguna de su tipo es más grande en el mundo), rompe con el statu quo y estremece. Donde se creía todo inventado, este giro en ejecución de una visión sencilla y hermosa redefine las posibilidades.
En ese proceso, eleva un cúmulo de experiencias como la del concierto, la del cine, la del espectáculo deportivo, entre otras más que sin duda el público irá admirando con el paso del tiempo. U2, o la vanguardia. Para empezar, la MSG Sphere apostó por dos artes: el cine y el concierto. En lo que al séptimo arte respecta, comisionó al reconocido director Darren Aronofsky una asombrosa película sobre la tierra.
En esta, el neoyorquino aprovecha la inmensidad del formato y de la gigante pantalla y, además, demuestra la efectividad de las capacidades 4D del escenario, que incluyen brisas y más elementos atmosféricos como microclimas (y suman a la experiencia cuando son ejecutados tan acertadamente). Pero, si bien la película es asombrosa, el plato de fondo, la gran apuesta de inicio del espacio, es la de ver a U2 tocando uno de los espectáculos de una residencia, que, dada su acogida, ya extendió hasta 2024.
En ella, la banda irlandesa le da a su audiencia, entero, su disco Achtung Baby (lanzado en 1991, de sus mejores, sin duda, cargado de éxitos tremendos, como With or Without You) y un puñado de grandes hits, que alternan para gran efecto musical, visual y narrativo. Lo que se hace evidente luego de ver este show es que era imprescindible un acto de primer nivel y de alta historia en música y en la vanguardia tecnológica: el tipo de banda capaz de aprovechar dicho escenario en su totalidad.
Y, más allá de la polémica que suscita, por decisiones controvertidas en este siglo XXI (como aliarse con el lanzamiento de un celular Apple y forzar su música a sus usuarios), U2 (sin su baterista Larry Mullen Jr., a quien le rinden el primer tributo de la noche) demuestra estar a la altura. La esfera eleva a la banda y la banda eleva a la esfera. Desde el escenario, abajo en el piso, Bono (voz), The Edge (guitarra), Adam Clayton (bajo) y Bram van den Berg, el muy apto baterista holandés de reemplazo, se proyectan en tremendas dimensiones y entregan nada menos que lo inolvidable.
Los juegos visuales son hipnóticos y comandan la atención del espectador, porque juegan con su escala y juegan con la audiencia y sus percepciones; y nadie, así esté en la peor silla del escenario (esa que exige subir unas cuatro escaleras eléctricas extensas y que hasta algo de vértigo puede provocar), se queda por fuera de la magia. La mirada se pierde entre lo que es real y lo que es proyectado. Las dimensiones son grandiosas y ponen la piel de gallina, y el sonido comanda este sueño de la vida real.
Y, claro, todos los detalles suman, desde lo que la banda propone en las pantallas, que es un absoluto viaje, y también la tarima desde la que entrega su show (y que se roba por un segmento hermoso toda la atención). Creada por un brillante colaborador de décadas como Brian Eno, esta simula un tocadiscos que, con el paso de las canciones, suma de maneras espeluznantes y coloridas al espectáculo. No le toma mucho tiempo ratificarse como una increíble capa extra de asombro, en lo que ofrece por su cuenta y, por momentos, en el juego de color que entabla con la pantalla enorme.
Ahora, vale anotar que si bien es notable el show no se reduce a hacerlo todo enorme. Porque una parte importante del viaje también yace en escalar la experiencia y saber desescalarla a fin de producir uno o varios clímax. U2 y Bono saben mucho de estas artes, su cancha es innegable y su poder de comando y conexión con su público es notable (en Colombia se presenció en 2017, en el tour de The Joshua Tree, y dejó muestras de su capacidad).
U2 y específicamente su frontman pueden caerle mal, pero en su experticia de showman es un absoluto maestro y vence cualquier escepticismo. La lista de canciones de la noche se dividió en cuatro partes, centradas en el mencionado disco de 1991, pero también en varias tonadas de su trabajo Rattle and Hum (de 1988, entre ellas Desire, que supo mezclar con clásicos de Lou Reed y Oasis). Por último, la agrupación se enfocó en éxitos eternos de su recorrido, como Where the Streets Have No Name y en otros más recientes que, en honor a la verdad, sonaron muchísimo mejor en vivo que en sus versiones radiales (como la resistida Vertigo y la nueva Atomic City).
En efecto, el sonido en esta esfera es espectacular, conmovedor al punto de la belleza, y de esto se aprovechan todos, pero especialmente The Edge y su guitarra, que toman del alma al público y no lo sueltan jamás. La experiencia empieza desde fuera, pero se queda en el espíritu. La esfera interactúa con la gente afuera, ya sea desde esa carita feliz que mira a la ciudad y le sonríe, o como un orbe líquido que hipnotiza a los transeúntes a lo lejos.
Y luego, una vez adentro, después de todo, deja la sonrisa de un concierto como ninguno en una inolvidable maravilla moderna que, ojalá, se pueda volver a vivir alguna vez en la vida. Una historia decantada después de una puesta en escena asombrosa.