Por increíble que parezca, la figura del director de escena en la ópera es relativamente nueva. Porque durante los primeros siglos de existencia del espectáculo, el XVII y el XVIII, el público solo estaba interesado en las voces de los cantantes. Durante el barroco, lo dramatúrgico tenía tan sin cuidado a los castrati, que frecuentemente bajaban al patio de butacas del teatro para conversar con los palcos. Ya entrado el siglo XIX, Mario, que era uno de los tenores más famosos del mundo y, de paso, noble, solía dejar sola en escena a su mujer, Giulia Grisi, para ir a bambalinas a fumar.
Si en lo dramático ocurría algo excepcional, dependía exclusivamente o de las exigencias del compositor –Händel, en Londres, amenazó a una diva con tirarla por el balcón si no seguía sus instrucciones– o del talento e instinto de los intérpretes.
En ese sentido, la primera revolucionaria fue una soprano italiana, Giuditta Pasta, que se tomó el trabajo de observar lo que hacían sus colegas del teatro y creó el repertorio de movimientos y gestos de que se sirvieron todas sus sucesoras, durante el siglo XIX y la primera mitad del XX: era tan buena, que Bellini y Donizetti le escribían dramas sobre medidas.
Que las óperas tuvieran una cierta coherencia para que el público entendiera las historias, era responsabilidad exclusiva del jefe del escenario, porque director de escena no había. Ese oficio vino a aparecer en el siglo XX.
Que las óperas tuvieran una cierta coherencia para que el público entendiera las historias, era responsabilidad exclusiva del jefe del escenario, porque director de escena no había. Ese oficio vino a aparecer en el siglo XX.
Con el advenimiento, después de la Segunda Guerra, de María Callas, las cosas se pusieron a otro precio. Estaba tan preocupada por el problema musical y el teatral que revolucionó el espectáculo. A tal punto que uno de los directores de cine más prestigiosos del mundo, Luchino Visconti, en 1954, aceptó dirigirla en La vestal, de Spontini, en La Scala: por primera vez un director de cine dirigía ópera. Lo que hicieron deslumbró a los milaneses y, a partir de ese momento, las cosas no volvieron a ser las mismas. Al año siguiente, si es que cabe, Visconti y Callas se superaron en La sonnambula, de Bellini, y el 28 de mayo del mismo año hicieron historia con La traviata, de Verdi.
A partir de entonces, no muchos, pero sí algunos directores de cine importantísimos han incursionado en la dirección de escena de ópera, Roman Polanski, Franco Zeffirelli o Patrice Chéreau, por ejemplo, lo han hecho y dejado una huella profunda en el espectáculo.
Lo que parece una anécdota, en realidad no lo es. El director de cine se prueba a sí mismo en un lenguaje casi en las antípodas del cinematográfico, las sutilezas gestuales que capta la cámara no tienen cabida en la inmensidad del escenario, pero como el suyo es un trabajo de síntesis y coherencia, consiguen puestas en escena de asombrosa unidad, entre otras, porque difícilmente un director de cine no se ha probado en el teatro.
Hasta la fecha, por la razón que sea, en Colombia, ningún director de cine se había probado en el oficio, pese a que la producción del espectáculo ya se remonta a la década de los setenta. Sergio Cabrera, que si no es el director de cine más reconocido de este país, sí es uno de los más importantes, debuta en el escenario del Teatro Mayor la noche del próximo 26 de octubre con uno de los títulos más populares de todos los tiempos, El elíxir de amor, de Gaetano Donizetti, de 1832.
Una ópera bufa tomada en serio
Cabrera cuenta con lo fundamental que se necesita para incursionar en la ópera: que le gusta. “Mi primera ópera fue La traviata, de Verdi, en el Covent Garden, cuando llegué, muy joven, a estudiar cine a Londres; después fue el Tannhäuser, de Wagner. Sí había visto ópera china cuando viví allá, pero ese es un espectáculo totalmente distinto”.
Curiosamente, en el pasado, le habían propuesto hacerlo, pero sus compromisos profesionales no lo habían permitido. Finalmente, hace cuatro años, una vez más, surgió la posibilidad de hacerlo con la popular ópera de Donizetti y aceptó.
Evidentemente ha tenido, como si de un proyecto cinematográfico se tratara, el tiempo suficiente para reflexionar con seriedad su debut: “Sí, se trata de una ópera cómica, pero desde el primer momento he tenido en cuenta que es una historia con muchos matices, mucho más profunda de lo que parece a primera vista y así he tratado de comunicarlo a los cantantes. Tengo que decir que se trata de una experiencia maravillosa, que valoro, que he asumido con responsabilidad, también me ha producido mucha alegría, casi siento que soy un niño en medio de una juguetería”.
Lo cierto es que la reflexión de años le ha permitido analizar cuidadosamente el libreto de Felice Romani, inspirado a su vez en Le philtre, de Eugene Scribe: “Cuando vi que la historia original ocurre en una aldea pequeña del País Vasco, pensé que era posible trasladarla a nuestro país, a ese paisaje fabuloso de La Guajira, pensé que Nemorino podía ser un pescador, que la aparentemente frívola Adina perfectamente podría ser una princesa wayú, que el charlatán del Dulcamara está en nuestra cultura y que Belcore debería ser un coronel de esos de nuestras guerras, como el coronel Buendía”. Es evidente que algo del mundo literario de García Márquez ha permeado su concepto: “Puede ser, pero no es propósito de la propuesta”, declaró a SEMANA.
Debuta con una ópera muy especial. Porque si su Elíxir representa la primera incursión de un director de cine en la dirección de ópera, en 1976, durante una representación en el Teatro Colón, Alejandro Ramírez, un tenor bogotano entonces radicado en Alemania, en la naciente Ópera de Colombia que entonces hacía Colcultura, tuvo que “bisar” la famosa aria de Nemorino Una furtiva lágrima. Hasta ese momento, ningún colombiano había sido obligado a repetir un aria. Si Cabrera seduce al público, podría volver a hacerlo; por ejemplo con Verdi, que es uno de sus compositores favoritos.
Ficha técnica de Elíxir de amor
Música: Gaetano Donizetti.
Libreto: Felice Romani.
Producción: Teatro Mayor & Ópera de Colombia.
Adina: Sara Bañeras, soprano. España.
Nemorino: Julián Henao, tenor. Colombia.
Dulcamara: Hyalmar Mitrotti, bajo. Colombia/Italia/Francia.
Belcore: Gianni Giugga, barítono. Italia.
Gianetta: Alejandra Ballestas, soprano. Colombia.
Coro de la Ópera de Colombia + Orquesta Filarmónica juvenil de la Filarmónica de Bogotá.
Dirección musical: Manuel López Gómez.
Dirección de escena: Sergio Cabrera.
Teatro Mayor, octubre 26, 28 y 30.