Hace escasas semanas el panorama fotoperiodístico internacional asistió, con cierta perplejidad, a una nueva polémica fotográfica.
El reportero noruego Jonas Bendiksen publicaba su fotolibro The Book of Veles que, además, era presentado en el prestigioso certamen Visa pour l´image, celebrado anualmente en la localidad francesa de Perpiñán y que se encarna como uno de los encuentros fotoperiodísticos internacionales más relevante de la actualidad. Hasta ahí, todo más o menos normal.
Pero, poco tiempo después, la agencia Magnum (a la que pertenece Bendiksen) hacía público que, si bien El libro de Veles ilustraba un suceso real, casi todo lo allí contenido era falso: las fotografías se habían realizado con actores virtuales, los textos eran inventados y, en resumidas cuentas, estábamos ante un experimento fotográfico (uno más) que reflexionaba sobre los laxos procesos de verificación de la imagen fotográfica en los contextos periodísticos.
Bienvenidos a las noticias falsas
La cosa cobra un cariz especial cuando se conocen los rudimentos conceptuales de esta publicación: Veles es una ciudad de Macedonia, cuna de numerosas noticias falsas durante la campaña presidencial de Estados Unidos en 2016. En este remoto enclave (si lo pensamos desde la óptica de Estados Unidos) se habrían creado incontables sitios web que publicaban informaciones falsas, posteriormente virilizadas en redes sociales, a favor de Donald Trump.
Bendiksen fotografió diferentes lugares de Veles en 2019 y 2020 sin sus protagonistas –pues estos sitios web ya no existían–. Posteriormente creó avatares que incluyó en sus imágenes dotando de una vida inventada a esos lugares vacíos. Completaba la propuesta con un ensayo generado igualmente de forma automática por un software informático.
Aunque al hablar de este tipo de proyectos que juegan con la verdad corremos el riesgo de que, tiempo después, se maticen o enmienden algunas de las cuestiones que hemos descrito hasta el momento, daremos por bueno que lo que Bendiksen creó en The Book of Veles es un relato ficticio sobre un hecho verdadero. Un “falso documental fotográfico” que le ha permitido reflexionar a cerca de la forma en que se produce y consume información. Debate que, por otra parte, dialoga perfectamente con muchas de las problemáticas de nuestra cultura mediática y, también, con la actual agenda de intereses o modas académicas.
Esto no es nuevo, en absoluto, y ahí están para atestiguarlo otros conocidos ejemplos que, como si de un género se tratara, exploran (algunos con más éxito y otros con menos) las complejas relaciones entre la fotografía y la realidad.
Esos “otros casos” que nos hacen pensar
La obra de Joan Fontcuberta es sobradamente conocida. Ensayista, comisario, historiador de la fotografía, artista conceptual, crítico, docente y principalmente fotógrafo, Fontcuberta lleva décadas elaborando trabajadísimos proyectos gráficos que nos ayudan a entender mejor las estrategias de sentido que albergan las imágenes. Sputnik, Fauna, Herbarium, Ximo Berenguer o Trepat son algunas de sus creaciones.
Utilizando la fotografía como materia de la expresión prioritaria, todos estos proyectos ponen en escena nuestras convicciones sobre la imagen, a la par que subvierten las nociones de verdad y mentira para que reflexionemos sobre la manipulación icónica a la que nos vemos sometidos en la actualidad.
Algo similar pudo verse en el trabajo premiado en 2009 por Paris Match de Rémi Hubert y Guillaume Chauvin.
Para la ocasión, ambos fotógrafos orquestaron una producción en la que aunaban rasgos propios de la fotografía documental y fotoperiodística más tradicional (reportaje en blanco y negro, ciertos barridos fruto, aparentemente, de una toma fotográfica dinámica…) con la intención de documentar una problemática: los estudiantes que tienen que desempeñar trabajos muy precarios para costearse su formación universitaria. Pero todo era un montaje. Estos ejemplos no hablan de que la fotografía no pueda reflejar la realidad, sino que más bien exponen que los medios de comunicación, o algunas instituciones, hacen un uso espurio del poder de credibilidad que les otorgamos. Usan su valor para contarnos mentiras. O medias verdades…
Casos diferentes son aquellas manipulaciones fotográficas que no tienen la intención de despertar ninguna conciencia, sino que, por el contrario, pretenden falsear la información para sacar rédito de algún tipo. La inducción al error interesado se produce, normalmente, bien para publicar la imagen y obtener un beneficio económico, bien para proceder a una manipulación informativa y conseguir alguna compensación de tipo ideológica.
Los numerosos ejemplos de fotografías retocadas de políticos, las manifestaciones donde se clonan o se borran a las personas presentes en el acto, los nada gratuitos reencuadres de escenas para hacer desaparecer a alguien son buena muestra de este otro tipo de confecciones fotográficas.
A este respecto podríamos destacar el análisis del llamado Reutersgate que realiza el ya citado Joan Fontcuberta en su libro La cámara de pandora. La fotografi@ después de la fotografía o la colección de manipulaciones fotoperiodísticas que recogen Diego y Daniel Caballo en Fotografía sin verdad. El poder de la mentira.
Unos y otros casos nos confrontan ante las aristas presentes en la compleja relación existente entre fotografía y realidad, algo que viene de lejos y hunde sus raíces en el propio nacimiento de la técnica fotográfica.
Fotografía y realidad: enemigos íntimos
En 1838 Louis Daguerre tomó la fotografía titulada Vistas del Boulevard du temple. La imagen retrata lo que debería ser una concurrida calle parisina, pero curiosamente sólo observamos la presencia de un señor que levanta la pierna.
El misterio no es tal: los tiempos de exposición necesarios para obtener una fotografía en esos primeros años del invento era muy largos. Por eso quien se movía no salía en la foto. Y en esa popular calle de París se movía todo menos la persona a la que, pacientemente detenida, limpiaba las botas un limpiabotas (y que, según se cree, fue convenientemente advertida y colocada por Daguerre). Una de las primeras fotografías de la historia que conocemos no retrata, con fidelidad, lo que realmente estaba ocurriendo en ese momento y en ese lugar. Aquí, la foto no nos dice “esto es esto, es asá, es tal cual”, parafraseando a Barthes. Más bien aquí, y por la precariedad técnica del momento, la foto es una imagen que atestigua poco lo sucedido.
Podríamos pensar que solventadas estas limitaciones, tiempo después, ya gozaríamos de las bondades de un invento que nos devolvía copias exactas de lo real, pero lo cierto es que la capacidad de la imagen fotográfica para moldear el mundo siempre ha existido, se ha conocido y ha sido utilizada con numerosos fines (artísticos, políticos, económicos…). Prueba de ello es la exposición Faking it: Manipulated Photography Before Photoshop celebrada en el Museo Met de Nueva York en 2013 y que, precisamente, mostraba cómo antes de la imagen digital la fotografía era una herramienta muy útil para este tipo de experimentos y falsificaciones fotográficas.
Entonces, ¿no podemos fiarnos nunca de una imagen fotográfica? Por supuesto que podemos. Podemos hacerlo en la misma medida que nos fiamos de una noticia, un libro de historia o un documental cinematográfico.
La fotografía nos ha aportado grandes dosis de realismo icónico y es, sin duda, una herramienta que nos ofrece la posibilidad de reflejar (con las restricciones sugeridas) lo acaecido. Actualmente el uso de fotografías permite, sin ir más lejos, certificar nuestra identidad en muchos documentos oficiales. Es decir, sigue gozando de un valor de autentificación incalculable. Pero eso no quiere decir que no asumamos que es una construcción discursiva que necesita de su contexto de uso para ser comprendida. Y que alberga tantas opciones como limitaciones a la hora de retratar el mundo que nos rodea.
En realidad podemos concluir este debate fotográfico con la siguiente frase escrita, hace más de diez años, por Santos Zunzunegui:
“Lo más importante estaría del lado de acabar, de una vez por todas, con la fe que hemos depositado en la imagen como réplica del mundo para verla no como aquello que es una emanación de un referente (en el discurso tradicional sobre los dispositivos analógicos) sino como un mecanismo privilegiado de producción de realidad, es decir, de sentido”.
*Personal Docente e Investigador Facultad de Comunicación, Universidad de Castilla-La Mancha
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