Cuándo le preguntan qué es Woyzeck, Patricia Tamayo responde que esta obra es muchas cosas, una unión de muchos retazos que impacta a los actores y al público por muchas razones distintas. Y así lo manifiesta porque así le sucedió. Buen juicio no le falta a la experimentada actriz al describir esta particular y jugada producción, como pocas se han hecho en la historia del teatro colombiano. No llueve a menudo sobre estas tablas...
Es interesante ver cómo la obra opera en su audiencia, de forma tan individual, exponiéndola a la serie de estereotipos que le presenta, que no dejan de serlo casi dos siglos después de ser puestos en el papel y de situaciones macabras que resuenan demasiado actuales: la miseria y el abandono en el que vive el soldado raso, afectado de mente y alma por el conflicto armado y por sus jerarquías, deprimido por una condición de la cuál no parece haber salida, humillado desde la medicina que debería cuidarlo y lo utiliza como ratón de experimentos y desgarrado por una infidelidad que en nada justifica su reacción y su crimen feminicida (cuya autopsia social propone, en últimas, esta obra).
Mucho se ha avanzado, pero no tanto en las cosas que de verdad importan. En el cuidado de los más vulnerables, en cuestiones de género y de cuidado y sanidad mental.
En 2023, Tamayo es una de las piezas que se suman a la adaptación de Jimmy Rangel de Woyzeck, la obra del joven prodigio alemán Georg Büchner, quien para muchos hubiera alcanzado la trascendencia de Goethe y de Schiller de no haber muerto tan joven (de 23 años, enfermo y exiliado en Suiza). La versión de Rangel de esta obra inconclusa de Büchner vio la luz inicialmente en 2019, pero regresó este mes a la vida recargada con un par de nuevas actrices y todo el poder de asombro de su ambicioso montaje.
Al frente, en el rol de Woyzeck, un impresionante Felipe Botero, quien manda la parada en dejarse de cuerpo, cabeza y alma en ese escenario mutante, seco y mojado, alto y bajo, quieto o en movimiento, al frente o al fondo, vulnerable y desvalido o al ataque y frenético. En ese esfuerzo, Botero lidera al reparto entero en el mismo sacrificio artístico. Lejos de estar solo, en este esfuerzo grupal se suman Tamayo, en el fuerte rol del doctor (ese que le da garbanzos contados al soldado, que lo trata como tubo de ensayo), y como Carolina Cuervo, en el rol de María. Ella es la madre del hijo de Woyzeck, su “pareja”, una mujer que quiere salir de la situación en la que está, que quiere sentirse viva en un tiempo absolutamente gris, que siente deseos, enmarcada en unos fondos en su espacio vital reminiscentes de los lienzos más turbulentos de William Turner.
A los actores se suma el impulso de un cuerpo excepcional de bailarines como Melissa Álvarez y de talentos múltiples (músicos, actores y cantantes) como Juanita Delgado y Eric Rodríguez, que desarrollan varios roles en la producción. Y bien anota Rodríguez que en esta obra los actores y cantantes se entrelazan con los bailarines, todos se retroalimentan, y es en esa sumatoria que se conjuga el teatro físico.
La obra se presenta en el Teatro Colón hasta el 25 de junio. Vasta en sus alcances y en los lenguajes que integra, merece su tiempo, su atención y su catarsis. Y si bien algunas reacciones han azotado su temática y su lamentable desenlace, como si el crítico problema social que es el feminicidio se solucionara dejándolo de abordar, es explorando estas tragedias se les puede llegar a diseccionar, exponer mutar, cambiar.
La propuesta es altamente física, muy exigente para los cuerpos y espíritus de sus artistas, así como marcada por agua y por plataformas que se elevan, descienden y se mueven como péndulo. Y en el curso de la obra, como trucos visuales, como si fueran marionetas, se ven cuerpos que el escenario parece succionar y escupir. También, en cierta escena con un polémico “judío”, un memorable despliegue de cientos de cuchillos se revela brillante y amenazante al descender de los techos. Y de arriba también caen humos ominosos.
A la vez, un niño muy pequeño, expresivamente accesorio, el muñeco que asume el rol del hijo de Woyzeck y María (que recuerda a la Annette de Léos Carax), demuestra ser una interesante apuesta. En todos los planos que pone en juego, la producción es expresivamente recursiva, y el trabajo de luces suma en elevar la producción a lo largo de sus dos horas.
La marca de esta producción es, pues, esa amalgama entre actuación, danza, música y la determinación de empujar las posibilidades del teatro. Y en la entrega demandante para el equipo de producción, que articula los elementos, se reconoce rápidamente que los esfuerzos valen la pena.
La apuesta de Rangel y de su equipo envuelve a su audiencia, incluso cuando no sea siempre fácil escuchar las palabras con tantos elementos en juego (música, voces, aguas), incluso cuando las elecciones musicales no siempre resulten satisfactorias. El todo gana, el todo duele un montón.
Porque aquí esa espiral descendente del soldado es tristísima de ver. Se pone de frente al público, de inicio, desde el oscuro escenario de una silla gigante en el aire y un baile de tensión interna que retumba en el piso. En el tiempo de guerra y regimientos militares, de pordebajeos constantes al hombre común, se le tilda de burro, y le sirve de descarga burlona a sus superiores y de lamento y fuente de vergüenza a su mujer. Y todo lo lleva al límite.
La actuación marcha por delante, pero resulta que aquí el baile, a veces rítmico, a veces catatónico, siempre es central. Woyzeck también se reserva el canto para ciertos momentos (unos mejor logrados, otros en inglés y en código flamenco que no parecen cerrar). Aquí hay piano en vivo, y se hace sentir. Desde esa música doliente, la obra cumple en agitar reflexiones y ofrecer una relectura arriesgada y jugada de un tiempo de revoluciones distintas y problemáticas transversales que retumban hoy. Mucho ha pasado. No ha pasado nada.
Ah! Y claro, la producción hace llover en el escenario. Lo hace con virtud y justificación dramática. Con el H2O establece un ahogo, marca un crescendo angustiante y ansioso que la audiencia vive en su propia piel y desata su clímax oscuro, duro, difícil de olvidar.
La obra es una dramática proeza física y desgarradora, que asombrosa a muchos niveles. Woyzeck se dispersa en varios matices, y se muestra en varios planos de entrega, visuales, mentales, sensoriales, a veces separados, a veces todos girando unidos. La coreografía es importante. Aquí se habla de teatro físico y se siente desde la entrega. En coordinación o en contravía con los demás, todas las piezas caen donde deben en un notable control de elementos que deja un pequeño lugar para la ilusión del caos.
Es inevitable pensar que este montaje regresa recargado en su drama por las cicatrices inevitables de una pandemia, en una era de femicidios evidentemente evitables, en un país que sigue en guerra con su conflicto interno (al que rechaza y es adicto a la vez). Woyzeck arrastra en esta versión esas cargas potentes, y en esta coyuntura se empuja con naturalidad hacia una ambición mayor. Y la despliega y triunfa desde las consciencias dolientes que son testigos de un atormentado, de un femicidio, de una ciencia ‘bully’, de la causalidad entre las guerras, los hombres quebrados que devuelven y los actos atroces que estos cometen cuando la humillación se vuelve su norma cotidiana e invivible.
Woyzeck, la historia de un acto atroz, el fin de alguien más y de sí mismo, el retrato del tipo de acto al que, como sociedad, se debe reaccionar de raíz, sin taparlo con un dedo y sin minimizarlo a una palabra que borre del mapa los muchos engranajes que lo hicieron posible. Una obra que agita.
Para su director Jimmy Rangel, además de las funciones que ofrece al público, este montaje también deja una exploración en lo que a los límites de la producción se refiere. Y en la causa que impulsa de borrar fronteras entre teatro y danza, entre actuación y entrega física, triunfa. “Woyzeck, se trata de la guerra”, dice Rangel, “de muchas guerras, pequeñas y gigantes. Y de mostrar y entender lo frágiles que somos”. No le escapa a él y no le escapa a quienes aprecian el espíritu recio de su montaje que “hasta que no se comprendan los horrores de la guerra, esta nunca se va a acabar”.