Hijo de un cura jesuita, que aún se hace escuchar entre los pescadores como líder social en Buenaventura, y de una monja, Yuri Bedoya nació en el manglar. Él lo pone así. Explica que, en una casita de madera, sus padres tenían todo preparado para verlo llegar. Afuera, los vecinos comenzaron a tocar sus tambores, y cuando su padre fue a pedirles que se detuvieran porque su mujer estaba dando a luz, le dijeron que por eso los hacían sonar. Así recibió la isla de Cascajal a Yuri, con el tumbao del tambor de mano. Mucho tiempo ha pasado, 52 años, y mucha distancia. Yuri hoy vive a 8.900 kilómetros, en un muy cómodo apartamento en el barrio Saint-Germain-des-Prés de París, con una pareja que lo complementa y a la que complementa. Pero lejos de olvidarse de crecer en Buenaventura, parece recordar más y mejor con el paso del tiempo. El cantante y compositor asegura que en él vive el mito del hombre africano que llegó al Pacífico “prisionero pero no esclavo”. Su piel no es negra, aunque Yuri siente que su contenido étnico está en el África de los grandes lagos, del Congo. En esa Buenaventura cuyo nombre sumó a su arte (se llama Yuri Bedoya), creció, además, con “piscina con manglar, juguetes vivos como cangrejos y, de balón de fútbol, un pez globo”, que más que patear, empujaba. No le cambiaría su infancia a nadie. La música siempre estuvo. Su padre, adepto a la guitarra, al piano, a la trompeta, solía poner música clásica y cantos gregorianos en casa, un lugar en el que se leía mucho y en el que también se respetaba el silencio. Por fuera, las callecitas de la isla de Cascajal y el resto de la Buenaventura de su niñez le ofrecían un mundo vibrante. Al lirismo occidental de su hogar se sumaba el alma negra y sus cadencias, los golpes de tambor que ya lo habían recibido. Y mucho más.

En esa época, en la que cuenta que “de 5.000 a 10.000 negros descargaban el puerto en sus espaldas” y contribuían con su fuerza y obra a que un país avanzara, se respiraba un aire muy distinto al de olvido y violencia que hoy predomina. Artistas como Enrique Buenaventura miraban al Pacífico y, en talleres de teatro experimental, montaban obras de Bertolt Brecht. Por ese puerto, relata Yuri, llegó Fanny Mikey a Colombia, y los muchos consulados que albergaba añadían su parte a una cosmopolita mezcla étnica. En sus calles se escuchaba turco, japonés, holandés, y, musicalmente, el currulao parecía sonar a la par del jazz, del tango, del bolero y de la música cubana.

Yuri cuenta que su abuelo le fumaba tabaco cerca desde muy chiquito, para que pudiera jugar sin que nada lo picara. Su padre no era adepto de tales métodos Foto: Felipe Loaiza Pero todo cambió en los ochenta. La tecnología desplazó a los trabajadores negros, que no tenían mayores opciones de empleo, y en las calles se comenzó a sentir el efecto del narcotráfico. En 1985, Yuri entró a estudiar Biología Marina mientras veía cómo el país le daba la espalda al Pacífico. Su padre también era testigo. Y la población del ‘distrito especial’ lo sigue recordando con un acueducto que se ha inaugurado varias veces y aún no existe. “Menos mal llueve”, sentencia el cantante.

La fría París Quedarse era peligroso y optó por buscar suerte en el extranjero. En 1988 tomó rumbo a París, donde un amigo suyo lo había invitado. Llegó a la Ciudad Luz en febrero, a un lugar en el que nadie lo esperaba excepto el frío del invierno. Supo pronto que no podría compartir cuarto con su amigo, pues a duras penas él y su esposa cabían en un estudio minúsculo. Y para vivir, recurrió a la música. Armado de un bongó, Buenaventura deambuló y encontró en los corredores de estaciones de metro el lugar para tocar y hacerse unos francos. En esa vida errante conoció a varios “hermanos latinos”, cuya compañía le sirvió de apoyo. Con el tono de la memoria que todavía pesa, confiesa que “la calle es dura, tiene sus cosas, muchas que por la formación y los valores que recibí eran difíciles de asimilar”. Cuando las estaciones cerraban, encontraba en el bus de medianoche la manera de escapar al frío de la noche y de la indiferencia. La vida de cuasivagabundo se extendió por tres años y comenzó a mellar su voluntad. Un día, el cuero de su bongó se rajó por el uso y el frío, y, con él, pareció romperse su deseo de seguir. Sin luz al final del túnel, le pidió a Dios un por qué, se amarró el bongó al cuello, se acercó al río y se lanzó. “No fue un suicidio, pero…”. Yuri sobrevivió, y solo en ese momento sintió que la música lo había, al fin, abrazado. No sería en París, una ciudad que le había dejado duras cicatrices, pero Yuri iba a grabar un disco. Lo hizo en Cali con el apoyo de grandes y de allí surgió la canción que le cambiaría la vida.

Jacques Brel es belga, pero su Ne me quitte pas no solo es himno de la canción francesa, también una de las composiciones de amor más reconocidas de la historia. Buenaventura se la jugó por crear su versión en clave salsera, y en ella logró fusionar lo mejor de Brel, de sí mismo y de la salsa. El destino comenzó a jugar sus cartas. El dolor, amor y tumbao de cadencia lenta llamaron la atención de un reconocido periodista radial, que en Radio Nova “hacía lo que se le daba la gana”, según Buenaventura. En un taxi que sintonizaba la emisora, un ejecutivo de Universal Music Francia escuchó la versión y se obsesionó. En Buenaventura lograron contactar a Yuri. Escéptico y aún azotado por la experiencia europea, le contestó a Universal que no tenía para el pasaje, pero la disquera se encargó de llevarlo de vuelta a París y de darle pista. Y voló. Impactó en Francia y en el África francoparlante, mucho antes de que se le reconociera en Colombia. Buenaventura, que no es un músico de partituras, sí de oído fino, invirtió lo que ganaba en alimentar y perfeccionar su arte. Hizo los que llama sus “doctorados”, periodos de meses rodeado de grandes músicos en lugares emblemáticos para la salsa como Puerto Rico. Yuri dice que siempre “sigue una luz” y es evidente que, más allá de la fe, hace valer la experiencia. Han venido varios discos, muchas giras por su cuenta y junto con grandes artistas. Recién hizo parte de un concierto memorable en el Movistar Arena, en los 50 años de carrera de Rubén Blades. Con el panameño, cuenta Buenaventura, han tocado frente a 75.000 personas. Pero no ha necesitado de otros para recibir aplausos en las capitales del mundo.

Sonido pacífico No duerme del todo tranquilo en su palacio de cristal, pues sabe que hay todo por hacer en Colombia. En especial, luchar por darle a la juventud oportunidades contra la violencia. Para lograrlo tiene planes inmediatos y a largo plazo. Primero, presenta el Viva la Música Festival, que Yuri presenta como “una muestra de amor a Cali de los artistas afros, de los migrantes que ha acogido. También invitamos a la orquesta La 33 de Bogotá, como homenaje a esa ciudad en la que Jairo Varela se hizo”. Entre el 26 y 30 de diciembre, en Cali, se presentarán La Pacifican Power, Herencia de Timbiquí, Nidia Góngora & Canalón de Timbiquí, Hugo Candelario & Bahía Trío, Kinteto Pacífico, La Mambanegra y la mencionada orquesta bogotana. Y claro, Yuri Buenaventura, quien ofrecerá tres conciertos.

En segundo lugar, Yuri trabaja en los cimientos de la disquera UBBI (‘Libertad’ en dialecto africano), en la que propone un trato justo entre derechos del mercado y derechos de los artistas, y promete evitar abusos de disqueras famosas como Fania para ofrecer pista a 1.000 intérpretes de la región. En este proceso ha recibido el apoyo del Gobierno, uno que pretende aprovechar al máximo para sentar los cimientos del esfuerzo que necesita sostenerse en el tiempo para florecer. Sobre las marchas que han tenido lugar en Colombia estos días, aplaude que el pueblo se manifieste sin intereses políticos ni violencia, y sabe que lo que viene haciendo apunta a una igualdad desde la oportunidad y el talento. Así se va completando la parábola del artista al que la música salvó, y ahora, por medio de esta, vuelve a su tierra a dejar una huella que trasciende el éxito.