Entender el título de esta película es entender que, antes que defender a muerte una ideología política, importa luchar por el ideal de una vida mejor para uno y para el entorno. Por más difícil que resulte esto, en un país que se niega la catarsis que necesita para construir el futuro de paz y oportunidades que sus hijos merecen, resulta esencial asimilarlo. Sin ese paso, no hay más que colores, discusiones vacías e intereses de que todo siga igual en una sociedad desigual. Pero se puede vivir mejor, y se debe aspirar a vivir mejor. Y esa convicción no tiene más color que el humano.

De niña, Yira no tenía cómo entender las ausencias de su padre, Luis Alberto. Con los años comprendió que por cuenta de las amenazas no tenía más opción.

En su juventud, impulsada por los ideales que absorbió de niña en su casa (con libros de Lenin y sobre él predominantes en la biblioteca familiar), que la hacían percibir a la Unión Soviética como muchos otros percibían a Disneylandia (incluso cuando ya no existía, pero nadie se lo decía), Yira Plaza, directora y productora nacida en 1987, entró a formar parte de las juventudes comunistas.

En la Juco, cuando se enteraron de que su padre era el sindicalista Luis Alberto Plaza Vélez, su entrada fue expedita, “como si la revolución se transmitiera genéticamente”, dice Plaza con mordaz honestidad en su película. Consciente de ese hecho, y con el paso del tiempo y decenas de discursos repetidos, se chocó con una decepción: en momentos críticos para impulsar un ideal digno, la discusión se enfocaba en cuál de estos grupos de ideología comunista lucía “el rojo más puro”. En esa lucha de egos grupales no se enfrascaría; su lucha iría por otro lado.

Dejó la militancia, dejó sus estudios de medicina y se propuso estudiar periodismo (contra los deseos de su padre y el envión de su madre). Luego estudió cine y a través de la pantalla grande impacta audiencias hace unos años. Ahora en 2023 da un paso único y valiente. Después de producir películas premiadas, como El segundo entierro de Alejandrino, e, incluso, actuar en sus inicios, Plaza presenta su ópera prima, El rojo más puro, una experiencia altamente personal en la que revisita su vida y la de su familia en paralelo con la de un país en tiempos en los que procesos de paz dieron pie a partidos políticos como la Unión Patriótica y, luego, en el que su violencia y sus autoridades cómplices dieron pie a su exterminio. Este cobró más de 3.000 de sus militantes y por ese hecho la CIDH condenó a Colombia en febrero de este año, en un necesario acto de reconocimiento (de un hecho que no se enseña en los salones de clase).

En su película, la cartagenera desnuda de puertas para adentro las muchas y duras consecuencias que la militancia de izquierda le ha representado a su familia, a su madre y en particular a su padre, uno de esos hombres que piensa distinto y, por eso, ha vivido amenazado. De niña, Yira encontró una carta intimidante en uno de los libros de la biblioteca, en quizá uno de sus pocos contactos directos con eso que su padre y madre sentían cerca; en otro libro, como su madre le revela, ocultaba un revólver para su defensa personal (ver foto). Y mucho tiempo lo pasó fuera, en Moscú, en España, en otras ciudades que no fueron Cartagena, evitando el peligro de ser asesinado. En la Heroica, Luis Alberto sobrevivió a un atentado en 2014, del que su escolta lo salvó ultimando a los sicarios, y no es exagerado hablar de milagro al mencionar que su vida sigue. Y fue conviviendo con él, una época de exilio forzado en Bogotá, en la que Luis vivió lejos de su mujer y sus otros hijos, pero cerca de Yira. Entonces, conversaron, contrastaron y debatieron episodios de su vida, creencias y posturas.

En el absorbente documental de 72 minutos, ella y sus padres (separados por las amenazas, pero unidos desde el amor, como vivieron la mayoría de sus años) revisitan sus percepciones del pasado, congeladas en álbum familiar y alimentadas desde un pertinente material de archivo, que la directora y su editora utilizan poderosamente. Tres de los integrantes de la familia Plaza O’Byrne, la familia de un sindicalista militante, integrante de la CUT, de la UP, perseguido, amenazado, exiliado y retornado al país, sobreviviente de un atentado, desplazado y retornado de nuevo, cuenta su experiencia y la comparte, desde sus discusiones, sus frustraciones, tristezas y también sus alegrías. Su hermana y hermano mayores, quienes no siguieron el camino de convicción política de su padre, quizás más cercanos a su ausencia y a sus causas, no suman sus voces al documental.

Es en ese entramado personal, familiar, social, político y humano que esta producción se acerca inevitablemente a tantas familias colombianas, con conversaciones honestas pendientes, y muy importantes de entablar, sin importar la orientación. Más allá de estar atravesadas por la realidad cruda, hay charlas más grandes y profundas por tener, con respeto, empatía y franqueza. En esta película, compartir una experiencia humana, sacrificada y dura, desde lo vivido en el pasado y desde la conversación presente, se prueba una misión admirable y ejemplar, llena de vulnerabilidad y honestidad.

En las charlas de Yira con su madre, Doris, también se completa ese árbol familiar, lleno de momentos duros, distancias, pero también de gozo.

Este documental es una catarsis entre una hija y sus padres, una catarsis de país en duelo y un postulado de que el color político importa menos que las acciones.

La historia de este documental no se limita a los nefastos años ochenta, marcados por el exterminio a quienes quisieron hacer política con otros ideales; se extiende hasta casi estos días, pasando por las olas de esperanza asociadas al proceso de paz de 2016 con las Farc, del plebiscito por ese proceso que dejó ese devastador No a la paz y otros episodios. Y, casi como nota al pie, menciona la llegada a la presidencia de Gustavo Petro, liderando el primer Gobierno de izquierda en más de 200 años, bajo el cual el exterminio de líderes sociales y sindicalistas es más visible, pero tampoco merma. Son vidas, no son cifras, dice Yira con toda razón.

Varios ejes indivisibles juegan al tiempo en este relato, que es una cosa, pero es muchas (testimonio de vida de un sindicalista eterno, de sus sacrificios, de las repercusiones en su círculo y de los ecos de esa lucha sindical en un país represor y en guerra), pero el familiar resulta el más intrigante. Los Plaza desenredan aquí su árbol familiar y las circunstancias que por años solo los adultos conocían y entendían en su dimensión.

Porque eso que causaba la ausencia de su padre, eso que sacrificó en nombre de sus convicciones y en detrimento de su presencia en el hogar, se le escapaba de niña a Yira. De pequeña no entendía bien por qué en su álbum familiar solo tenía una foto con su padre y sus hermanos. Tampoco tenía contexto para entender por qué en las otras fotos del álbum su padre no aparecía rodeado de familiares, pero sí protagonizando congregaciones, megáfono en mano. En una se le ve en un entierro simbólico que armó cuando asesinaron a Jaime Pardo Leal. En otra foto se los ve a él y a Doris, su mujer, junto con Bernardo Jaramillo Ossa, candidato presidencial de la UP, también asesinado poco después.

El rojo más puro / Yira Plaza O'Byrne | Foto: Briosa Films

Ese camino lo tomó desde que vivía en San Onofre, donde conoció al amor de su vida. Y desde ese punto se les sigue, a Luis Alberto, pero a Doris también, pues su perspectiva, asimismo, es esencial. A ella la escuchamos desde el minuto uno, a Luis Alberto solo hasta el minuto veinte de la película. En un punto muy diciente, él cuenta que es consciente de las amenazas, pero aclara que no vive subyugado a ellas. Y ese hecho es el que le permite, después de mucho tiempo, volver a su casa y abrir la posibilidad de un final feliz. Y lo es, un final feliz en el que puede tomarse fotos con su familia de nuevo, en el que puede conocer su nieto vivo y en el que, posiblemente, conozca a la nieta que viene en camino.

El rojo más puro / Yira Plaza O'Byrne | Foto: Briosa Films