No venden tanto como Gabriel García Márquez, pero sí se acercan a Paulo Coelho. Cada vez que Ken Follett o Santiago Posteguillo lanzan un libro su éxito comercial es considerable: pueden llegar a vender el 30 por ciento de la oferta de ficción de una librería. El público, al parecer, los prefiere antes que los propios libros de historia.Este género siempre ha sido polémico: nació en el siglo XIX motivado por la nostalgia del movimiento romántico nacionalista, que extrañaba el pasado que la burguesía había transformado. Su gran precursor fue el escocés Walter Scott, autor, entre otras, de Waverley (1814), que narra la guerra entre escoceses e ingleses en el siglo XVIII; Rob Roy (1818), la historia de un héroe escocés, y Ivanhoe (1819), que recrea la Inglaterra medieval. En todos sus relatos les sumó ficción a los hechos reales, por lo que desde esa época los historiadores los criticaron por considerarlos nocivos al tergiversar el pasado.Lo mismo ocurriría, un poco más tarde, en 1869, con Guerra y paz, de León Tolstoi, que consolidó este estilo literario y le dio al mundo un clásico de la literatura universal. Después vinieron éxitos como Yo Claudio (1934), de Robert Graves; Memorias de Adriano (1951), de Marguerite Yourcenar, y El nombre de la rosa (1980), de Umberto Eco.En Colombia no solo es un fenómeno de lectura, también lo ha sido de escritura. Sedujo a Gabriel García Márquez con El general en su laberinto (1989) y a otros autores como Evelio José Rosero, William Ospina, Enrique Serrano, Rafael Baena, Silvia Galvis, Germán Espinosa, Juan Gabriel Vásquez y Pablo Montoya, ganador del Premio Rómulo Gallegos, en 2015, con Tríptico de la infamia (2014).Pero son el inglés Ken Follett -autor de más de 30 novelas históricas- y el español Santiago Posteguillo -que le ha explicado el mundo romano español al público hispano- los preferidos de los lectores para iniciarse en el género. Pero ¿qué tan fiable es un relato que mezcla ficción y realidad para aprender historia?Los expertos coinciden en que el problema comienza por la definición misma del género, así como por las libertades que los autores se toman.Según Enrique Serrano, autor de La diosa mortal (2014), estas novelas crean un ambiente verosímil y una cercanía con el lector a través de personajes y visiones del mundo que ya no existen. Todas reconstruyen el pasado desde la subjetividad de los personajes, están cargadas de emotividad y le apuntan a explorar aspectos de la condición humana que pasaron de largo en los libros de historia. Precisamente esa mezcla de erudición y genio literario hace que el lector se aproxime a conocer el pasado de una manera amable y que gane por punta y punta: adquiere cultura mediante el placer de una buena lectura.Sin embargo, si en ellas no prima la imaginación pueden caer en el riesgo más temido por sus autores: hacer historia novelada y no novela histórica. “La única cosa que una novela no puede permitirse es decirnos algo que nos puede contar otro medio narrativo, en este caso, la historia. Este tipo de novela debe llevarnos a reflexiones de las que la historia no es capaz a falta de pruebas”, dice Juan Gabriel Vásquez, autor de Historia secreta de Costaguana, una novela histórica de 2007.De esa delgada línea entre historia novelada –narraciones históricas con lenguaje literario- y novela histórica se desprende el rechazo de un sector de los historiadores frente al género. Para estos, quienes quieran aprender historia amenamente deben acudir a la historia novelada y no a la novela histórica, porque la mezcla de ficción y realidad resulta mortal para un lector incauto.La tendencia a incluir la forma de pensar de épocas futuras en la voz de los personajes históricos –cosa que Pablo Montoya hace en la obra con la que ganó el Premio Rómulo Gallegos- es, tal vez, el aspecto más polémico que encuentran no solo estos historiadores, sino autores del género como Serrano: “Para mí es interesante pero riesgoso no ceñirse en cuerpo y alma al periodo histórico que se está narrando. Es mejor conformarse con que gracias a uno el lector está metido en esa época, pero con cosas que pudieron pasar allí y con la mentalidad correspondiente”.Lo contrario piensan Montoya y el escritor Juan Esteban Constaín, autor de Calcio. Ellos creen que la histórica tiene las mismas licencias de la novela de siempre: lo primordial es la imaginación. “Como lector de este género no solo no me molesta la tergiversación, es lo que más me gusta”, dice Constaín. Incluso, ante la posibilidad de que el lector crea que todo lo narrado ocurrió, autores como Posteguillo le advierten qué es ficción y qué no.Aún así, que la ficción sea la base de la novela no quiere decir que los autores no se documenten lo suficiente. Al contrario, hacerlo con juicio es un requisito para obtener la verosimilitud necesaria para enganchar al lector y es una labor que a la mayoría les toma al menos una década. Pablo Montoya, por ejemplo, duró 20 años en el proceso de investigar y elaborar Tríptico de la infamia.Allí precisamente radica gran parte de la calidad de la novela y su capacidad de enseñarle historia al lector. “Hay buena y mala novela histórica así como hay muy buenos y pésimos trabajos de historiadores. El asunto está en investigar y contar bien”, dice Fabio Zambrano, un historiador que incluye este género en la bibliografía que les da a sus estudiantes. Según Zambrano la historia se dejó coger ventaja de la novela histórica por una simple razón: “Los historiadores escriben para sus colegas, los novelistas para la gente”. De hecho hay eventos históricos que la historia no ha contado y que este género sí, como la invasión del valle de Arán (Cataluña) en octubre de 1944 en Inés y la alegría de Almudena Grandes.Esto es algo que sin duda hace aún más atractiva la novela histórica. Hernán Perico, profesor de antropología y medicina forense, es un aficionado de las novelas sobre el Imperio romano español de Posteguillo y confiesa que, de no haber sido por este género, no sabría todo lo que hoy conoce de historia. Para él, la novela histórica despierta en el lector la curiosidad por determinadas épocas, lugares y personajes, y después lo remite a las fuentes de la historia sin dejarlo aburrir. En su caso el género lo llevó a viajar por el mundo: “Por Posteguillo viajé a Europa y gracias a sus libros supe que lo que el emperadorTrajano construyó en el año 90 después de Cristo quedó tan bien que aún está en pie. Valoré cosas como el acueducto de Sevilla y la columna de Trajano en Roma, cosas que un turista común pasa de largo”.Incluso los autores de este género no ven fundamento en el rechazo de los historiadores, porque para ellos tanto la historia como la literatura son discursos con una carga ideológica determinada, cuyo contenido depende de intereses políticos, económicos y religiosos de la época en que ocurrieron los hechos. “La historia jamás será la verdad de lo que pasó y nada quita que lo que los escritores fabulemos haya podido pasar”, señala Pablo Montoya.Si hay algo innegable en este debate es que la novela histórica le abre al lector la puerta al compromiso con la historia, ya sea porque lea más novelas, porque viaje a los lugares de los hechos o porque se interese por los libros de historia. En el país, por ejemplo, este género ha representado la posibilidad de encontrarle explicación al presente turbulento, sin necesidad de recurrir a los análisis de los académicos, a veces difíciles y aburridos para los lectores no especializados.