En el año 590 d. C., los siete pecados capitales fueron formulados ordenada y sistemáticamente por el papa Gregorio I, el primer monje en llegar a ese cargo supremo de la Iglesia católica. La soberbia, la lujuria, la ira, la envidia, la avaricia, la pereza y la gula fueron considerados pecados por ser vicios que negaban el mandato de Dios a los hombres de vivir de una manera “santa”, libres del dominio de las pasiones y deseos que son parte de su naturaleza.
Así, la soberbia, considerado el mayor pecado capital y el origen de todos los demás, se presenta cuando alguien sobrevalora ante sí y ante los demás su propio ego, su propia persona, cuando siente o piensa que es una persona mejor, con mayores méritos, atributos y capacidades que los demás que lo rodean. Y, por lo tanto, obra despreciándolos. Por esa razón, una persona soberbia tiene el gran defecto o limitación en su personalidad de no reconocer las cualidades y méritos de los otros, el valor que tienen. Al no reconocerles su valor, se convierte en un ser incapaz de tratarlos como sus semejantes iguales.
La lujuria, por su parte, es el pecado que cometen quienes quedan atrapados por un excesivo deseo sexual al que no le ponen límites, o al que no quieren o no pueden controlar. Dante los encuentra sufriendo en el segundo círculo del infierno. Pues cuando los hombres viven sometidos a satisfacer deseos sexuales desenfrenados cometen una falta grave, quedar presos en la “cárcel” de la carne que los aleja de la naturaleza espiritual que poseen, que es su verdadera naturaleza humana. Dejan de ser ellos mismos al rebajar o enajenar sus existencias humano-espirituales al nivel del puro instinto. Por eso, dice Dante al describir su situación:
“Eran los condenados a tormentos
los pecadores, de la carne presa.
que a instintos abajaron pensamientos.
Cual estorninos, que, en bandada espesa,
en tiempo frío, el ala inerte estiran,
así van ellos en bandada opresa.
De aquí, de allá, de arriba, abajo, giran,
sin esperanza de ningún consuelo:
ni a menos pena ni al descanso aspiran”.
En tercer lugar está la ira, una emoción considerada pecaminosa porque hace aflorar en quien la sufre el odio o deseo de muerte de otra u otras personas. Dante sitúa a los que han pecado de ira en la segunda grada del purgatorio y la define como: “El amor que alguien siente por la justicia que, sin embargo, lo pervierte en deseo de venganza y en resentimiento”. Para él, la ira surge en una persona cuando ha sufrido un daño o una afrenta de otra y, cuando siente que esta no ha sido sancionada o reparada justamente, convierte esa frustración en odio o resentimiento. El sentir que no se ha hecho justicia lleva al odio a quien sufrió; y ese odio no es otra cosa que una ira permanente que atrapa poderosamente.
En cuarto lugar está la envidia. Sentir envidia es un pecado porque quienes la sienten desean en su interior que los bienes que tienen o viven otros desaparezcan; desean con fuerza que pierdan esos bienes para sentirse contentos o satisfechos. De tal manera que son seres humanos que desean el mal al prójimo, los que anhelan que otros pierdan los bienes que tienen y disfrutan, y, que, por lo tanto, sufran por ese motivo. Al desear el mal los convierte en gran medida malos o pecadores. Dice Dante:
“Y Sapia me llamaban, mas perdida
la razón, no fui sabia, y en los daños
de los demás gocéme sin medida;
y no imagines que te cuento engaños:
oye y verás cuál fuera mi insanía
al descender el arco de mis años.
Los ciudadanos de la patria mía,
en Colle a sus contrarios contrastando,
yo su derrota al cielo le pedía”.
La avaricia, por su parte, nace de no gastar o usar el dinero que se posee en exceso para atender necesidades de personas con las que tienen lazos familiares o afectivos, o en complacer algunos de sus deseos razonables y válidos. El avaro no solo es aquel que guarda o atesora el dinero que posee, que no le hace falta o que no necesita. El avaro, sobre todo, se niega a compartirlo con los familiares o amigos que lo necesitan.
Así, a pesar de la riqueza monetaria que posee, el avaro se arruina a sí mismo como ser humano, pierde la riqueza espiritual de existencia que brota siempre de la posibilidad de compartir lo que se posee con los necesitados. Por eso Dante los encuentra en el purgatorio “echados y atados al suelo”, al piso físico y material que les impide elevarse al universo espiritual donde podrán encontrar la luz de Dios.
La pereza, en sexto lugar, también es un pecado en la medida en que el perezoso renuncia o se niega a obrar usando el mayor atributo natural o innato que tiene como ser humano, su libertad o su libre albedrío. Así, el perezoso comete una falta contra esta cualidad que naturalmente posee, es decir, niega la mayor virtud que la naturaleza le dio. Dice Dante:
“Los sabios, razonando en lo profundo,
proclaman esta innata libertad,
y esta moral herencia es hoy del mundo.
Y aunque de la fatal necesidad
surja el amor que el apetito enciende,
de enfrenarlo tenéis la potestad.
La más noble virtud, Beatriz entiende,
es el libre albedrío y pon cuidado
de acordarte si te habla y si te atiende”.
Finalmente, la gula es un pecado en tanto los golosos comen y beben sin mesura. No lo hace para satisfacer la necesidad natural de consumirlos para preservar sus vidas, sino por el puro placer que les provoca este consumo. Cuando los hombres comen y beben en exceso incurren en una falta de desmesura, violan la medida racional que la naturaleza les ordena seguir en los actos de sus vidas. Dice Dante al encontrar a los golosos en la sexta grada del purgatorio:
“Toda esa gente que llorando canta
porque halagó su boca sin mesura,
en hambre y sed se purifica santa.
El beber y el comer más les apura,
viendo en el gajo el fruto apetitoso,
y el agua que se extiende en la verdura;
y al tornar a este sitio delicioso,
girando, se refresca nuestra pena:
digo pena; decir debiera gozo”.
Faltas de muchos hombres
Dante, siguiendo las enseñas de jerarcas y sacerdotes de la Iglesia católica medieval, no solo aceptó la existencia de los pecados capitales, sino que también situó a quienes consideró que los había cometido, tanto conocidos contemporáneos suyos como personajes de la antigüedad clásica greco-latina, en diferentes círculos del infierno y gradas del purgatorio, purgando de diferentes modos esos pecados o faltas.
Ciertamente, con el ingreso a los tiempos modernos, esta concepción de los pecados capitales fue en gran medida abandonada por la Iglesia católica. Esta comprendió que no son verdaderas o graves faltas morales que merezcan ser castigadas eternamente después de sus muertes en el infierno o purgando penas transitorias en el purgatorio. Son faltas propias de muchos hombres que no violan en sentido estricto los mandatos normativos dados por Dios. Son defectos características defectuosas del ser que, sin embargo, no poseen propiamente una carga o significado moral.
Son defectos que, más bien, afectan la calidad y el valor del ser.
Estos defectos son casi universales en los seres humanos. Están presentes, así sea uno solo, en casi todos los hombres. Los sacerdotes católicos medievales, y con ellos Dante, tuvieron el mérito cognoscitivo de constatar con certeza su existencia y describirlos como tales, así los enunciaran con el nombre equívoco de pecados. Y, además, de afirmar con fuerza la necesidad y el deber normativo de corregirlos o suprimirlos del ser de los hombres para que estos se hagan dignos de serlo.
Pero creyeron que la manera correcta y eficaz de corregirlos era castigando, infligiendo penas y haciendo sufrir a quienes los tuvieran; castigándolos. En sus vidas y después de su muerte, en el infierno y el purgatorio.
Sin embargo, a partir de la Ilustración europea del siglo XVIII, los hombres modernos comprendieron que esos pecados no eran más que el nombre religioso-católico de defectos comunes y frecuentes del hombre. También se percataron con claridad de que el mejor modo de corregirlos o suprimirlos no era castigando, sino enseñando. Enseñar en vez de castigar se constituyó en el imperativo moderno, entre otras razones por una fundamental: estos defectos no son rasgos inmorales del ser humano.
Por eso, los seres humanos tienen la libre opción de corregirlos, o no.
Es decir, siempre tienen ante sí la doble posibilidad de esforzarse o empeñarse por corregirlos o, al contrario, conservarlos. Esta opción constituye un aspecto inherente a la libertad natural que tienen, y que el mismo Dante reconoció en su poema como el principal atributo que forma sus existencias. La opción que libremente elija cada ser humano en este caso será la opción que le dará la posibilidad real de ser o no ser un mejor ser humano, de ser un ser pleno de calidad o, por lo contrario, un ser carente de la misma.
Ahora bien, cada vez que una persona corrija o suprima uno de estos defectos que posee, adquiere una cualidad o virtud que se opone y niega ese defecto. Si una persona soberbia aprende con esfuerzo a corregir ese defecto adquiere en su remplazo la cualidad de la humildad y la sencillez; o mejor, la suprime, porque en su lugar integra en su personalidad la cualidad de la humildad. Si una persona aprende a suprimir o por lo menos a controlar los brotes o arrebatos de ira que lo caracterizan es porque adquiere en su lugar la virtud de la serenidad. O si es capaz de suprimir el sentimiento de envidia que lo embarga hacia otra u otras personas es porque ha aprendido a apreciar los bienes o las cualidades que tienen. Si alguien deja atrás la avaricia, aprendió a ser generoso; y así sucesivamente.
Uno de los retos fundamentales de los seres humanos en sus vidas es aprender a suprimir, o corregir los defectos y deficiencias que los monjes y sacerdotes católicos medievales mostraron y enunciaron con el nombre de pecados. En la medida en la que cada uno lo logre, aprendiendo e interiorizando las cualidades y virtudes que los niegan, se hará un mejor ser humano que adquirirá la calidad y el valor de las virtudes aprendidas.
*Escritor y filósofo residente en Estocolmo.