Fue un poeta vanguardista que nunca caducó. Porque nunca hizo una apología de la ruptura. El cambio no ocurre en el vacío, el cambio fructífero es el que dialoga con una tradición. Gonzalo Rojas consiguió un difícil equilibrio entre lo viejo y lo nuevo, entre el pasado y el presente. Podía leer a Ovidio y volverlo, con naturalidad, su contemporáneo: "Ya no hablamos en portentoso como entonces/ latín fragante sino en bárbaro-fonón. Piénsalo. / Te estoy leyendo al alba". Podía, también, leer a los surrealistas y ser con ellos un fervoroso defensor de la pasión y la libertad. De la poesía sin ataduras retóricas: "¿Cuál Metro si aquí no hay Metro? Nunca/ hubo aquí Metro, lo que hubo/ fueron al galope los caballos…". Un surrealismo vital, antiacadémico. Por eso, a los 23 años, abandonó a la burguesa Santiago y al cómodo grupo surrealista Mandrágora, y en compañía de María McKenzie, una mujer casada, se fue a vivir a un campamento de mineros a tres mil metros de altura en el norte de Chile. Allí, con fragmentos de Heráclito, con un manual de filosofía que habían llevado y veinte botellas de pisco, enseñaron a leer a los mineros.Volvía a sus raíces. Gonzalo Rojas fue el séptimo hijo de Juan Antonio Rojas, un minero de Lebu, según lo cuenta en Carbón, uno de sus más conmovedores poemas. Y volvería siempre a esos paisajes de piques subterráneos que penetran varios kilómetros por debajo del mar, para no perder su esencia y extraer del lenguaje, como bien lo dijo su compatriota Edwards, "pedazos de pirita negra, chispas, minerales de colores variados". Volvería más en el espíritu que en el cuerpo: en realidad, la mayor parte de su vida transcurrió en la universidad, la diplomacia y el exilio político. "Rojas ha muerto: qué extraño", dijo Antonio Gamoneda. Sí, siempre será extraña la muerte de una persona que apostó por la lozanía y la "reniñez". Que fue cómplice de los jóvenes y militante hasta los 93 años del erotismo y el amor. "La palabra placer, cómo corría larga y libre por tu cuerpo/ la palabra placer".