Es probable que el libro de Mirtha Rivero La rebelión de los náufragos (Editorial Alfa, Caracas, 2010) se convierta en el mejor análisis político de Venezuela antes de Hugo Chávez. La obra, que analiza la destitución del presidente Carlos Andrés Pérez, parece la representación de una tragedia, en la que cada uno de los protagonistas carga con su cuota de responsabilidad y cuyo desenlace resulta inevitable. Después de tres años de rigurosa investigación y de múltiples entrevistas -más de cuarenta, entre ellas, una al propio Pérez-, Rivero sumó su experiencia como redactora de los diarios El Universal, Economía Hoy y el Diario de Caracas (los dos últimos, por cierto, nada proclives a la figura del expresidente). Del análisis llama la atención que al referirse al segundo periodo del gobierno de Pérez (1989-1993), no cae en la tentación de hacer una redención póstuma ni tampoco la apología del expresidente, recientemente fallecido. Se trata de una obra que recrea los hechos que caracterizaron un periodo que pretendió cambiar la historia venezolana. Por ejemplo, en sus páginas se explican las razones del primer intento de golpe de Estado, propiciado por el entonces teniente coronel Hugo Chávez cuando el presidente Carlos Andrés Pérez acababa de regresar de Davos, Suiza. Allí había mostrado los logros alcanzados por su administración en manejo económico en medio de las sombrías perspectivas que se cernían sobre el resto del mundo en desarrollo. Un episodio que, en otras circunstancias, habría despertado el respaldo inquebrantable de la sociedad, de los partidos políticos y de los medios de comunicación a las instituciones democráticas. Para Riveros, la intentona difundió la idea de que el golpe era el paso obligado y que cualquier otra salida habría significado congraciarse con la concupiscencia reinante alrededor del régimen. La convicción de que en el gobierno había corrupción cobró fuerza y se regó como pólvora, promovida desde las jefaturas de redacción de los periódicos y los canales de televisión, aupada y prohijada por los adversarios políticos de Carlos Andrés Pérez. Valga aclarar que hasta la fecha no se conoce denuncia alguna que haya terminado con una condena para sus ministros. Según la autora, el hecho que le costó la Presidencia a Pérez fue producto de un error de los funcionarios del Banco Central. Los encargados de efectuar una transferencia interna entre dos cuentas del Estado elaboraron equivocadamente un cheque girado a la Secretaría de la Presidencia. Este título valor fue anulado y quedó como prueba de que la suma no había salido de las bóvedas del banco. No obstante, de allí se prendieron los opositores de Pérez para acusarlo de que el dinero había terminado en sus bolsillos y en los de su compañera sentimental. Esa transacción le costó una condena judicial por "peculado doloso" y "malversación" (una incongruencia jurídica) de cerca de 17 millones de dólares. Sin embargo, como el manejo de estas partidas era confidencial, el tema no fue investigado. Con la muerte del expresidente se comprobó la gran paradoja de que la plata fue utilizada para defender y promover el gobierno democrático de Violeta Chamorro, vencedora del sandinismo en las elecciones abiertas en Nicaragua. El lector, ajeno a la disputa interna venezolana, podría encontrar alguna similitud con prácticas que hoy son comunes en el gobierno de Hugo Chávez. No obstante, la diferencia salta a la vista: mientras en aquel caso se defendía una administración recién constituida, el país acababa de salir de una dictadura y estaba amenazado por distintos flancos internos y externos; en el caso de la maleta con 800.000 dólares para la familia presidencial argentina -enviada con la comitiva de Chávez en un viaje a ese país-, se habla de todo tipo de trapisondas, de interferencias en el proceso electoral para beneficiar la candidatura de Cristina Kirchner. Según Rivero, Venezuela en los tiempos de Pérez era una nación que, con todas sus imperfecciones, gozaba de un sistema democrático que respetaba la separación de poderes, garantizaba las libertades políticas, de opinión, de prensa y de reunión. Sin embargo, el expresidente terminó padeciendo los errores del Pacto de Punto Fijo, un acuerdo de 1958 que permitió el retorno de los partidos políticos y las elecciones abiertas. Infortunadamente, los partidos derivaron en una maquinaria estalinista, constituida a la mejor manera del politburó soviético, con la cual se ahogó la independencia de criterio, el libre examen, la capacidad de crítica, y convirtió el halago y la zalamería en la moneda de turno para subir en el escalafón jerárquico y burocrático. El texto pone en evidencia las disputas que obligaban a que el presidente, elegido para llevar adelante un programa de apertura, tuviera que pactar con los representantes de un partido anquilosado, perdido en el recuerdo de antiguas batallas, pero que nada le ofrecía a la población como esperanza de cambio. Irónicamente, las propuestas que Carlos Andrés Pérez introdujo en la vida política venezolana durante su segundo mandato fueron el talón de Aquiles de su gobierno: la elección popular de alcaldes y gobernadores; el desmonte del capitalismo de Estado y la venta de empresas estatales empobrecidas; la pérdida en el manejo de la frondosa nómina oficial; el aumento de los precios de la gasolina; el recorte de los subsidios de todo tipo, los cuales, sumados, hacían prácticamente innecesario el ejercicio del trabajo en una población acostumbrada a recibir sin producir. Contra todo ello se sumaron los dueños de las empresas, beneficiarios de los aranceles aduaneros y de la manguala existente con los partidos, los propios correligionarios adecos y copeyanos que ya no mandaban como antes, los medios de prensa hablados y escritos que no le perdonaban al presidente su arrogancia ni su independencia, ni su estilo para gobernar.Que esa soberbia le hiciera perder a Carlos Andrés Pérez, al político por excelencia, al luchador curtido en mil batallas, el fino olfato para detectar hasta dónde podía forzar un programa de cambio sin perder el respaldo de su electorado, fue el punto de quiebre que aprovecharon los antiguos adversarios, a los que había vencido en el pasado. Fue, sin duda, la rebelión de los náufragos, como con tanto acierto la describe el propio Pérez en su despedida final, expresión que la periodista Riveros utiliza con tino para titular el libro. Queda, pues, para la historia, hacer el balance de lo que antes hubo de democracia y lo que existe en la actualidad en la República Bolivariana de Venezuela, en medio de tantos atropellos, vindictas y desafueros contra la libertad y el derecho. A lo mejor, la propia Mirtha Rivero recoge el guante y acepta el desafío.